Graciela Iturbide quería ser escritora pero, al no poder estudiar letras, en 1969 ingresó al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), de la UNAM, con la intención de convertirse en directora de cine. Pero en las aulas dio un giro a su carrera y encontró su pasión y talento en la fotografía.
Un maestro fue clave en el cambio: Manuel Álvarez Bravo, el gran fotógrafo que retrató casi todo el siglo XX mexicano, quien le enseñó sobre observación y paciencia, algo similar a lo que ella aprendió en la literatura.
Desde entonces, Iturbide desarrolló una obra documental que combina una mirada empírica y poética, y que le ha valido reconocimiento internacional, como el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025, que le será entregado en España este 24 de octubre.
En el CUEC -hoy Escuela Nacional de Artes Cinematográficas (ENAC)-, Graciela Iturbide fue parte de una generación de 51 estudiantes, entre quienes entabló amistad con Loebardo López Arretche, Tony Kuhn y Alfredo Joskowicz, entre otros.

El grupo de jóvenes, incluida Graciela, realizaron el corto Crates, de 1970, que se conserva en la Filmoteca de la UNAM. Ella quedó acreditada como asistente de dirección.
La historia narra la vida de Crates, un hombre de clase acomodada, que se desprende de todas sus pertenencias y abandona la sociedad para vivir feliz entre pepenadores y teporochos. Una joven, también de clase acomodada, lo sigue y tienen un hijo. En medio de las carencias, la familia descubre la felicidad.
Crates no fue la única experiencia de Graciela en el cine, pues ese mismo año actuó en el corto La Burla, que apenas dura 4 minutos. Ambos cortos están bajo resguardo del acervo de la ENAC.
En ese entorno, Graciela conoció y trabajó con Manuel Álvarez Bravo, quien impartía talleres en el CUEC. Ella relata que se acercó al fotógrafo un día que no tenía alumnos, y así comenzó la relación alumna-maestro. Un año más tarde, se convirtió en su asistente.
Iturbide ha dicho que el cine le parecía demasiado técnico y colectivo, mientras que la fotografía le ofrecía una experiencia más íntima y directa con la realidad. Un poco, quizá, como leer.
Infancia y formación
María Graciela del Carmen Iturbide Guerra nació el 16 de mayo de 1942, en la Ciudad de México. Creció en una familia numerosa, siendo la primera de 13 hermanos, y desde niña tuvo interés en la lectura.
A la edad de 11 años tomó sus primeras fotografías, cuando le fue obsequiada una cámara Kodak Brownie.
En el internado de monjas donde estudió, se le impusieron horarios y disciplina rígidos. Según sus propias palabras, su estancia ahí cultivó su hábito por la lectura. En la literatura, halló los sentidos de percepción y observación que le han servido para fotografiar lo impresionante.
El entorno familiar fue importante para definir sus intereses, pero también para imponerle límites. Su padre se opuso a que estudiara letras y en 1962, a los 20 años, se casó con el arquitecto Manuel Rocha Díaz, con quien tuvo tres hijos.
Tras su divorcio, ingresó al CUEC, donde tenía interés de expresarse a través del guion y la narración; sin embargo, se atravesó en su camino la fotografía.
En 1970, la muerte de una de sus hijas la llevó a viajar para fotografiar. Retratar como terapia de duelo.
Es en ese periodo breve e intenso, cuando acompañó a Manuel Álvarez Bravo en salidas de campo y se sumergió en el arte popular, lo que da origen a series fotográficas como Juchitán y Los Seris, dos de sus trabajos documentales más importantes.
En 1971, Iturbide asiste a fotografiar el Festival de Avándaro, donde se congregaron miles de jóvenes para escuchar bandas de rock, trabajo que quedó plasmado en uno de sus libros.
Fotografiar lo impresionante se convirtió para Graciela Iturbide en un modo de vida y en un proceso terapéutico. Más allá de solo documentar, encuentra simbolismos y lo extraordinario en lo cotidiano. Una mirada que ahora será reconocida con uno de los galardones más importantes de habla hispana, como lo es el Premio Princesa de Asturias de las Artes.





