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Karina terapeuta escucha

/ Foto: Eunice Adorno

Testimonios de la pandemia: ¿Quién escucha al terapeuta?

Karina Feliciano López, estudiante / Corriente Alterna el 26 de abril, 2022

Me llamo Karina Feliciano López y cuando la pandemia comenzó, tenía 22 años. El confinamiento llegó en el peor momento, en plena temporada de calor. Mi casa es pequeña y tiene el techo de lámina, estar ahí a veces es horrible. Además la casa no es muy grande, por eso compartía el cuarto con mi hermana de 20 años. Sentía que el único lugar que tenía para mí era el escritorio en donde hacía mis tareas. 

En medio del caos me uní a la estrategia de atención a la salud mental a distancia que coordinaba la Facultad de Psicología, en donde estudiantes de licenciatura y posgrado atendíamos las llamadas de personas que sentían algún malestar emocional.  A pesar de que siempre estuve supervisada, no podía dejar de dudar de mí: aún no acababa la carrera, no había hecho el servicio social y mi única experiencia hasta ahora era la que había adquirido en el último mes cuando comencé mis prácticas profesionales. 

En una ocasión atendí a una persona que llamaba porque había pensado en suicidarse. Yo lo acompañaba, le ayudaba a hacer un plan de seguridad y escuchaba las recomendaciones que en tiempo real me hacía la supervisora, sin embargo también estaba asustada. Me preguntaba si una palabra equivocada de mi parte le animaría a quitarse la vida. Cuando acabó la llamada me dijo que se sentía mejor y le animé a llamarme la siguiente semana, pero no lo hizo.

A veces sentía que no estaba aprovechando el confinamiento porque veía a través de las redes sociales que mis amistades compartían sus logros: hacer ejercicio, comer saludablemente, casarse u obtener el título. Yo pensaba que la vida se me estaba yendo, no poder seguir con mis planes prepandemia me desesperaba. Antes de que la Biblioteca Central anunciara su cierre, pedí tres libros en préstamo, pero no pude leer ninguno. No tenía cabeza para eso.

Las teorías de internet y el exceso de información también se hicieron presentes en los casos que no parecían interesados en las técnicas de relajación que les proporcionaba. Me repetían las noticias que escuchaban y aunque trataba de calmarlos, estaban decididos a no cambiar de opinión.

Recuerdo también la frustración que sentí cuando, una persona, que vivía con tres condiciones mentales diferentes, llamó porque su revisión psiquiátrica se había pospuesto varios meses por la contingencia. Me contaba que tenía insomnio y mucho miedo de contagiarse, pero que su familia no la comprendía. Ellos no creían que las enfermedades mentales existieran y le repetían que los medicamentos que tomaban sólo la estaban dañando más. 

Mientras validaba sus emociones, yo me preguntaba ¿por qué no podía aplicar esas técnicas en mí? ¿Por qué comenzaba a sentirme incompetente frente a todo, estaba cada vez más cansada, me sentía menos animada a realizar mi trabajo y sentía que lo único que hacía diario era sobrevivir?

A veces mi mamá me aconsejaba tratar de distraerme de las cosas que me contaban por teléfono, pero sentía que no tenía a dónde huir. Pasaba mucho tiempo en la computadora y casi no hablaba con mi familia: no quería escuchar el terror que vivía mi hermana o las historias de contagios que mis papás, que son comerciantes, escuchaban de sus clientes. A veces discutíamos muy rápido y no quería compartir todos los espacios de la casa con ellos, ni mis pensamientos, necesitaba estar sola. 

Quería regresar a mis hábitos anteriores: ir al cine cuando estaba triste y tirarme en el pasto a esperar a que mi mejor amiga saliera de clases. Quería abrazarla sin miedo al contagio y sintiendo que la vida dejaba de estar en pausa.