Las campanas suenan por última vez. El día se define, despacio. Es el mediodía del 2 de noviembre. El aire frío de La Cañada, Tetela de Ocampo, parece sostener el eco, como si el tiempo obedeciera a ese repique y se congelara.
Estás en Puebla a cinco horas de tu casa, en el Estado de México. Aquí frente a la iglesia de Santa Rosa de Lima, piensas en tu abuela, en tu madre, en la misa a la que irán sin ti. Ellas están allá, frente al altar familiar, con flores de cempasúchil y pan de muerto; tú aquí, entre personas desconocidas que parecen estar a la vez en otro lugar.
No imaginabas algo así. Una ceremonia que termina en una comunión frente a la puerta de la iglesia, donde los campaneros, agotados, descansan.
En el aire flota el olor de las ofrendas recogidas durante la noche. Tamales, pan, frutas, atole; un festín que mezcla lo cotidiano con lo ritual.
Observas a la comunidad, notas cuánta gente joven hay, algunos de tu edad o menos. Se acercan en silencio o entre bromas, cada uno parece tomar asiento junto a su historia, como si los vivos y los muertos hubieran encontrado, al fin, un espacio común.
Conmemorar el Día de Muertos en La Cañada trasciende las ofrendas y las visitas al panteón. La comunidad no solo honra a sus difuntos, sino que celebra la vida a través del sonido de la campana, que repica durante 24 horas, desde el mediodía del 1 al mediodía del 2 de noviembre.
Invitación
Un par de noches antes de venir a este ritual era solo una oportunidad para ver el Día de Muertos en un pueblo mágico.
No esperabas que el repique de una campana pudiera conectar tu mundo con el de los muertos.
“Es un toque de duelo”, dijo José Manuel, cronista del pueblo. Con calma, como quien dice algo evidente, explicó que el sonido aquí tiene peso, que es una campana que despierta la memoria, la ausencia.
En el Estado de México, las campanas suenan a lo lejos; aquí, cada golpe reverbera en la piel.
La reunión
El sol ya se ha puesto cuando los habitantes comienzan a llegar a la iglesia. Te detienes en la entrada sorprendido porque el panteón rodea todo el edificio.
La gente se reúne en silencio, todos saben por qué están ahí sin necesidad de decirlo. Van a colaborar en una peregrinación y así reunir las ofrendas para los que ya no están.
Niñas, niños, adolescentes, mujeres y hombres con linternas o canastas vacías, se congregan frente a la iglesia de Santa Rosa de Lima. El sacerdote ora con los asistentes —“Padre nuestro que estás en el cielo”— y los despide con la advertencia del respeto que deben a la tradición.
“Nos bendicen antes de salir,” dice Leonardo Casimiro. “Vamos casa por casa pidiendo ofrenda para el campanero”.
El campanero no es una persona fija, son voluntarios que se relevan cada dos horas hasta completar 12 participantes. Su labor es seguir tocando la campana de la iglesia sin descansar.
La procesión
El grupo sale del templo de fachada blanca con remates en rosa. Al frente va el juez, el emisario del campanero, quien hace sonar una campana de mano frente a cada casa y guía la procesión.
Al final de la procesión, un grupo de jóvenes ríe y bromea entre ellos rompiendo el silencio con musica, sin romper la solemnidad. La procesión avanza y el grito —“¡Ofrenda pal’ campanero!”— se convierte en un mantra que todos entienden.
“Gritamos tres veces, y si no sale nadie, seguimos adelante,” explica Víctor, un vecino con una linterna.
En cada casa, las canastas se llenan: tamales, pan, frutas, atole. “Es un grito oficial”, insiste José Manuel. “Es para que la comunidad note que el campanero está trabajando”.
Niñas y niños se mueven con una seriedad inesperada. Cargan las ofrendas en silencio, con una comprensión que parece venir de otro tiempo.
Esta ceremonia es parte de lo que son.
Las leyendas
La noche se vuelve más densa, el frío cala y la oscuridad parece respirar. Es entonces cuando la gente del lugar comienza a contar historias. Las campanas suenan de fondo.
Estás junto a José Manuel, que te cuenta acerca de un hombre que, una noche, vio una procesión y decidió unirse. Al final del trayecto, despertó solo en la iglesia, con una veladora que, al mirarla bien, era un hueso.
Luis Alegría habla de una figura que vio una vez, saltando de un lado a otro de un río, cubriendo una distancia imposible para cualquier ser humano.
Susurra, como si al decirlo en voz alta, esa figura pudiera regresar. La noche de Todos Santos es un umbral, un espacio donde los habitantes de La Cañada parecen caminar entre dos mundos, sin miedo, como si esa frontera no existiera.
A las cuatro de la madrugada, la procesión regresa a la iglesia. Las canastas rebosan, pero el verdadero peso está en el aire, en las miradas de quienes han recorrido el pueblo entero.
Sientes que el pueblo ha ofrendado algo más allá de la comida, algo que solo puede sentirse en el silencio. Algunos es la primera vez que participan; otros lo han hecho cada año, desde niños.
Las mujeres no tocan
Antes del mediodía del 2 de noviembre, la gente se sienta en el atrio, compartiendo las ofrendas recolectadas.
Parecen una fotografía de otro tiempo, donde cada rostro cuenta una historia que se repite.
Para los residentes de La Cañada, el ritual de El Campanero es un compromiso con el pasado y el presente. En cada campanada, se reafirma la conexión entre los vivos y los muertos, un hilo que los une más allá de la memoria.
Para ti, acostumbrado a las ofrendas en la mesa y las misas formales, el Día de Muertos aquí te muestra otra cosa: que la vida y la muerte son dos lados de una misma moneda, un ciclo que se escucha en el sonido del badajo golpeando el metal.
Pero mientras observas a los campaneros, te cuentan algo que se queda rondando en tu mente: las mujeres no participan en el toque de las campanas. La razón, te dicen, es que alguna vez una mujer rompió una campana, y desde entonces solo los hombres pueden cumplir esa tarea.
Intentas imaginar cómo ocurrió, si realmente fue una mujer, si fue un accidente o un capricho de la suerte.
Y entonces recuerdas la leyenda del Cerro de las Campanas en Querétaro, donde se dice que las mujeres tampoco pueden tocar la piedra sagrada porque rompería el equilibrio.
O la costumbre en algunos pueblos de México, donde se cree que las mujeres no deben cargar el sahumerio en ceremonias, porque su energía es demasiado fuerte y podría alterar el humo.
Estas leyendas persisten, en una mezcla de superstición y cultura, y aunque parecen simples anécdotas, cada una es también como un muro invisible que limita los espacios de las mujeres.
Es el peso de la canasta, el eco de la campana, el silencio en la plaza. Es una lección de comunidad y pertenencia, algo que no encuentras en la ciudad.
Aquí, entre montañas, el eco del badajo suena antiguo, pero también trae consigo esos ecos que marcan el rol de hombres y mujeres, que atraviesan generaciones.
Y te preguntas qué pasaría si alguna vez una mujer tocara de nuevo la campana. Si, al hacerlo, ese badajo rompiera no solo el metal, sino las barreras invisibles.