Después de casi un siglo de soportar personajes acartonados, caricaturescos o estereotipados, el cine mexicano comienza a explorar otras representaciones de la diversidad sexual. Una nueva generación de cineastas gay, bisexuales, lesbianas y queer ofrece una mirada luminosa y celebratoria: un nuevo cine mexicano LGBT+.
Omar Robles y Eduardo Esquivel querían una película que rebosara cariño. Ambos, cineastas tapatíos, tenían claro que la alegría debía ser el acercamiento más congruente a los protagonistas de su documental: tres chicas trans y un joven gay en conflicto con su identidad sexual.
Las flores de la noche (México, 2020) registra la vida cotidiana de Dulce Gardenia, Violeta Nicole y Alexa Moreno, así como de su amigo Uriel. Elles viven en Mezcala, pueblo ubicado en una isla del Lago de Chapala, en el estado de Jalisco.
Durante el día, la población de la isla las discrimina por su expresión de género; pero, por la noche, son el alma de las fiestas.
Tres años acompañaron y filmaron a “Las Flores”, como se hace llamar este grupo de amigas. Omar y Eduardo vivieron de cerca los insultos que ellas recibían en sus paseos y notaron, también, cómo su presencia despertaba el deseo de los “machos” del lugar. Se propusieron mostrar esa doble moral en el corazón de un pueblo conservador.
“Cuando insultaban a Gardenia en la calle, su respuesta era zarandear más la peluca y menearse más al caminar para ser más poderosa, guapa y perra”, cuenta Omar Robles quien, al igual que Eduardo Esquivel, se identifica como queer. “Eso resonó en cómo íbamos a construir la película: ellas resisten a través de la ternura y la alegría de sentirse orgullosas de quienes son”.
—Son las reinas de la noche y el objeto del deseo, incluso de los hombres heterosexuales —cuenta Esquivel—. Sí hay un brochazo autoral nuestro de colocarlas con una dignidad impresionante, siempre, de llevarlas a lugares muy luminosos. La mejor venganza es que las vean felices.
México es el segundo país a nivel mundial con más crímenes de odio contra personas trans. “Las disidencias sexuales en el cine han sido históricamente representadas poniendo el foco en lo sórdido”, afirma Robles. “Es una urgencia tener representaciones que nos muestren lugares de alegría, orgullo y celebración, porque esas líneas discursivas generan empatía y es algo que necesitamos cuando el mundo sigue siendo violento contra nosotres”.
Cambiar la narrativa, influir en el imaginario social
Parte de las violencias contra la comunidad LGBT+ en México ha sido solapada por las representaciones estereotípicas y discriminatorias que se ven comúnmente en el cine y la televisión, explica Zoe Joffre, coordinadora de procuración de fondos de It Gets Better México, organización no gubernamental dedicada a empoderar a la comunidad LGBT+. Es importante cambiar la narrativa en pantalla, señala, porque los personajes sí influyen en el imaginario colectivo de las personas.
“Si no se le enseña a las juventudes que están siendo acosadas que sí son parte del mundo, ¿dónde van a encontrar esperanza?”, pregunta Joffre.
Durante décadas, los personajes travestidos y afeminados, como objeto de burla, fueron la única muestra de la comunidad LGBT+ en pantalla.
“Los mostraban como el ‘jotito’ del pueblo; pero no, necesariamente, como una persona que, sin actuar o vestirse como mujer, tuviera gusto por los hombres. Se evitaba la complejidad”, explica Juan Solís Ortega, especialista en cine mexicano.
El lugar sin límites (1978), de Arturo Ripstein, y Doña Herlinda y su hijo (1984), de Jaime Humberto Hermosillo, fueron algunas de las primeras películas nacionales en abordar de manera seria a personajes como La Manuela, una travesti (Roberto Cobo) que seduce al macho del pueblo (Gonzalo Vega); o Rodolfo (Marco Treviño), un joven homosexual a quien su madre insiste en casar con una mujer, mientras él mantiene una relación estable y secreta con otro hombre.
“Tener a un realizador LGBT+ sí influye en esta representación”, explica Solís, en referencia a la homosexualidad declarada de Jaime Humberto Hermosillo. En el caso de El lugar sin límites, la participación del actor gay Roberto Cobo también marcó un rumbo: “Se veía su mano para construir al personaje de La Manuela; él logra esa autenticidad en la película”.
Sobre esas bases se construyó, a cuentagotas, la representación LGBT+ en la pantalla grande. Ya en el siglo XXI, los cineastas Julián Hernández y Roberto Fiesco —abiertamente homosexuales— llevaron esta temática a otro nivel con películas como Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor (2003), de Hernández y producida por Fiesco, y Quebranto (2013), de Fiesco. Ambas plasman la subjetividad de sus directores en la construcción de personajes LGBT+ complejos, auténticos y conmovedores.
Un trabajo infinito por hacer
“Un momento de claridad”. Así lo describe el director Bruno Santamaría. Llevaba tres años trabajando en Cosas que no hacemos (2020), un documental que explora los secretos que guardan los niños y las niñas de la comunidad de El Roblito durante su paso a la madurez.
—Quería hacer una película de alguien que crece en un contexto violento, y fui entendiendo que la violencia tiene varias capas. Está la más obvia, que vemos en los medios; pero apareció otra, que es igual de profunda, y que yo viví cuando tuve que guardar un secreto por homofobia, por bullying.
Santamaría llevaba casi tres años en una relación con otro hombre y no se lo había contado a sus padres. En El Roblito, un pueblo pesquero de unos 200 habitantes, en la costa de Nayarit, encontró personas con quienes podía compartir su secreto; entre ellas, Arturo, un adolescente que daba clases de baile a los otros niños y niñas de la comunidad.
Cosas que no hacemos sigue la salida del clóset de Dayanara, una adolescente trans que, poco a poco, abandona el nombre de Arturo mientras se decide a dejar El Roblito para vivir en otro lado.
Dayanara se vuelve una especie de mentora para el resto: les da clases de baile en la plaza central, juega con todos en el agua e, incluso, por primera vez, se prueba un vestido frente a otras personas. “Es una película muy alegre, dulce, que muestra la luminosidad de esos personajes porque así son en la vida real”, cuenta el director.
El desenlace contrasta con el tono acogedor y optimista del resto de la película: la cámara sigue a Dayanara a su trabajo, ya fuera de El Roblito. Los hombres que encuentra en el trayecto la acosan verbalmente.
“Decidió ser mujer, que es algo gigante, lleno de valor y fuerza, pero que implica un proceso más complicado”, explica Santamaría. “Hay una cuestión de responsabilidad en cómo dejamos al espectador. Me parecía importante aclarar que queda un trabajo infinito por hacer. Que, para Dayanara, será complicado todos los días. Y no solo para ella sino para cualquier chica trans, para cualquier chico gay, para cualquier mujer”.
Cine mexicano LGBT+: Levantarse y celebrar
Cecilia Villaverde y Alejandro Paredes fueron nominados al Premio Ariel en 2020 por el cortometraje documental La bruja de Texcoco. Este corto es una mirada a la vida cotidiana de La Bruja, una cantante trans dedicada a la música tradicional mexicana. Mediante una estructura narrativa que juega con imágenes del juego de lotería y algunas figuras esotéricas, Villaverde y Paredes acompañan a Octavio Mendoza (la identidad previa de La Bruja) al encuentro con su feminidad.
“Al principio, cuando conocí a La Bruja, no pensé que yo estaba poniendo parte de lo que me había tocado vivir”, cuenta Villaverde, quien se identifica como bisexual. Sebastián Rico, coguionista, fotógrafo y editor de la película, también forma parte de la comunidad LGBT+, mientras que Paredes se identifica como heterosexual.
—Nunca lo pensamos como un estandarte, aunque había cosas de su historia que nos pegaban directamente, al ser nosotros mismos parte de la comunidad —explica Villaverde—. Esa visión nos permitió dejar de lado el pasado histórico mexicano en que todo era un tabú y decir: “Ya no más. Hay que levantarse y celebrar”.
En 12 minutos, La bruja de Texcoco recorre los momentos más significativos en la vida de Octavio Mendoza. Desde su misterioso encuentro con el chamán que le designa como bruja, hasta el momento catártico cuando se desprende de su barba y abraza su feminidad completa.
“Octavio veía a La Bruja, desde el primer segundo, como una celebración de la vida, del poder, de la feminidad, de su misma personalidad y de la cultura mexicana”, cuenta Villaverde. “Obviamente había un conflicto, pero la visión de Octavio estaba orientada a la celebración de la belleza. Fue la historia que había que contar: un reflejo de la festividad de un ser humano, independientemente de cómo se identifica”.
La recepción del cortometraje, según Paredes, ha demostrado que la diversidad sí puede romper prejuicios desde la pantalla. “Mis abuelos y otras personas de su generación, que son conservadoras, vieron el documental y reflexionaron sobre sus propios prejuicios. Trajimos el tema a la agenda y es muy padre que las personas puedan dialogar con otro tipo de representación”.
Los 41: una historia porfirista… muy actual
Una de las secuencias más emotivas de El baile de los 41 (2021) es, además, una de las que mejor reflejan “la experiencia homosexual” –como la describe su director– dentro de la cinta. Ocurre cuando su protagonista, Ignacio de la Torre (Alfonso Herrera), se mira al espejo mientras se prepara para el baile que da título a la cinta. Se acomoda el vestido verde de gala; juega, coqueto, con las brochas de maquillaje; se arregla el cabello. En un momento íntimo, el personaje se rebela —y se revela— contra la noción de “lo masculino” dominante hace un siglo en México.
“Hay un reconocimiento de una parte femenina, una aceptación”, cuenta el director David Pablos, quien se identifica como un hombre cis —prefijo que se refiere a una persona que no transita de un género a otro— homosexual. “Es un momento muy honesto que, a muchos hombres gays, les emociona y les llega por lo que representa”.
Aunque habla de un hecho sucedido en 1901, El baile de los 41 plantea una preocupación vigente. El corazón de la película narra una historia trágica del porfirismo: 42 hombres de la alta sociedad –entre ellos, Ignacio de la Torre, el yerno de don Porfirio Díaz–, se reúnen en un club secreto para expresar con libertad sus disidencias sexuales y de género… y son arrestados con violencia en una redada policial durante una fiesta privada. Aunque 42 estaban presentes, solo se arrestó a 41; al yerno del presidente lo dejaron ir para evitar el escándalo.
La mayoría de los actores que participan en el baile son gays y, para generar una dinámica de intimidad y confianza, Pablos calendarizó varias semanas de ensayo previas a la filmación.
—Esa confianza hizo que las escenas que pudieron haber sido difíciles, como la orgía, fueran muy fáciles. Me conmovía mucho estar enfrente de tantos hombres, casi todos desnudos, y que no hubiera morbo —cuenta Pablos—. Para mí era vital hablar desde adentro, hacer una representación distinta de hombres homosexuales, más íntima, que retratara las relaciones entre hombres, afectivas, sexuales… pero, también, fraternales, amistosas… Y celebrarlas. No quería victimizar a mis personajes. La película habla de todo un sistema que determina sus vidas… pero no quería enfatizar el linchamiento: eso es algo que hemos vivido toda la vida.
Mujeres bisexuales y lesbianas en pantalla
El cine mexicano no retrata a mujeres bisexuales; mucho menos, las narra como personajes multifacéticos, complejos. Pero hay una excepción: Los días más oscuros de nosotras (2017), de Astrid Rondero.
Estrenada en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos de 2017, llegó a salas comerciales hasta marzo de 2021. La cinta sigue a Ana (Sophie Alexander-Katz), una arquitecta tijuanense que regresa a su ciudad natal por una oferta de trabajo. En cuestión de semanas, los machismos velados se tornan abiertamente violentos. Mientras su vida laboral se derrumba, conoce a Silvia (Florencia Ríos), una mujer divorciada que lucha por recuperar la custodia de su hija y que encuentra en Ana un refugio que desborda cariño.
Astrid Rondero se identifica como lesbiana y sentía que su identidad nunca se reflejaba en las pantallas de cine. “Había un hueco grande en el caso de mujeres de la comunidad LGBT+, en especial lesbianas y trans. Hay muchos tipos de representaciones y no todas tienen que ser positivas, pero era triste: eran pocas y, las que existían, iban dirigidas a un lado más negativo”.
Rondero y la cinefotógrafa Ximena Amann construyeron la paleta de color de la cinta en torno a la noche tijuanense: las escenas diurnas son opacas; las noches, azules y grises, en tonos fríos. Guardaron el momento más luminoso para una secuencia clave: el encuentro íntimo entre Ana y Silvia. La secuencia en que estas mujeres se besan, se acarician y duermen juntas por primera vez emana tonos cálidos y luces blancas: las sábanas brillan, como las paredes, el sol entra por la ventana.
“Pensamos que si había algo contrario a la oscuridad era, precisamente, el encuentro entre ellas”, explica Rondero. “Quisimos construir esa cercanía con esa luz. Esa era la intención con las personajes. Fue gozoso”.
El último gran clóset de los creadores
La actual generación de cineastas que desarrolla estas historias, desde una mirada celebratoria de la diversidad sexual, vivió procesos distintos a los de sus predecesores. La mayoría de elles empezaron a filmar largometrajes después de 2009, año en que el matrimonio gay se legalizó en la Ciudad de México. El camino ha sido menos empedrado.
“Tuve una discusión con Julián Hernández”, cuenta Astrid Rondero. “Y las cosas que él cuenta yo no las viví, en lo absoluto. A mí nadie me atacó ni me agredió por hacer películas con personajes de diversidad. Nosotras somos resultado de las experiencias de ellos, de haber recibido mucha discriminación”.
Rondero y su socia Fernanda Valadez fundaron la compañía EnAguas Cine, con la que produjeron Los días más oscuros de nosotras y Sin señas particulares (2020), ópera prima de Valadez. Están convencidas: mientras haya más diversidad del lado de las creadoras y creadores, más diversos serán los contenidos.
“Hacen falta más cineastas mexicanos que ejerzan su representación y perspectiva —agrega Rondero—. Ese es el último gran clóset de los creadores”.
Impulsar esta diversidad no significa contar puras historias positivas: la representación digna también incluye los pesares y las violencias; la realidad de esta comunidad en México. “Gran parte de hacer cine es contar dramas humanos y la complejidad solo se materializa en personajes así, con aristas complejas que retratan a personajes duros”, afirma Rondero.
El gran triunfo del cine LGBT+ es la empatía, afirma Juan Solís: “Su gran aportación a la comunidad no solamente es la visibilización sino la deconstrucción del estereotipo y la empatía que permite abrir los ojos hacia estas disidencias”.
“Es brutal, pero, a pesar de vivir en un mundo que nos odia, nos violenta y nos asesina, la pregunta es si queremos seguir revictimizándonos a través del cine o queremos mostrarnos como lo que somos”, concluye Omar Robles. “Si nuestro cine se representa desde ahí, desde la complejidad de seres humanos que somos, yo creo que eso es lo que te hace sentir representado, representada y representade en la pantalla”.