”Es sólo una foto”
Nos encerramos en casa para preservar la vida. Pero la tarde de este 5 de mayo es la muerte la que los ha sacado a las calles. En plena fase 3 de la contingencia sanitaria un centenar de personas acuden a la calle Puente de Alvarado, a espaldas del Metro Revolución, a despedir a un desobediente: Jaime Montejo, quien murió por Covid-19 esta madrugada. Fundador de la asociación civil Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez”, persistió en salir a las calles e instalar un comedor para trabajadoras sexuales. Ahora son ellas quienes lo despiden.
Como no pueden estar cerca ni abrazarse –“¡Guarden su distancia, por favor! ¡No queremos que la tira nos venga a chingar!”, grita una voz–, las mujeres se abrazan a sí mismas. Como si tuvieran frío, miedo o las dos cosas, cada cuerpo hoy busca en su propia piel, entre sus pocas ropas, un poco de calor para refugiarse del momento.
Una palma a espaldas del metro hace las veces de altar. Allí, rodeada de lilas y rosas blancas y encima de un crucifijo de madera, alguien clavó su fotografía. Allí quedará por días la imagen de su cabeza a rape y su sonrisa afilada de Jaime Montejo, quien murió hace apenas unas horas en el Hospital General de la Ciudad de México, tras una semana de internamiento.
Las últimas semanas, Jaime decidió romper el confinamiento domiciliario junto con su esposa Elvira Madrid y otros miembros de la Brigada. Pese a las repetidas recomendaciones por parte de funcionarios y autoridades sanitarias –“quédate en casa, quédate en casa”– Jaime desobedeció: la gente con la que él trabajaba no tenía posibilidades de resguardo. Tras el cierre de hoteles de paso por disposiciones gubernamentales y ante las medidas sanitarias de vaciar los espacios públicos, cientos de trabajadoras sexuales se quedaron sin trabajo y sin casa, expuestas a otros riesgos además del virus.
La historia se repite. Brigada Callejera nació en 1995 años con el objetivo de aminorar los estragos de otra pandemia: la del VIH que, entonces, arrasaba con las trabajadoras sexuales y la población transexual. Veinticinco años después, en marzo, luego de recibir información sobre la pandemia desde las redes anarquistas de Italia, Jaime y su organización supieron de la magnitud de la amenaza. Se prepararon: consultaron a las trabajadoras, iniciaron campañas de acopio de fondos, víveres, medicamentos y solicitar vivienda, además de seguros de desempleo para las trabajadoras sexuales más vulnerables. Con semanas de antelación y más de una vez, solicitaron medidas para contener los daños.
Pero la respuesta gubernamental fue tímida, insuficiente. Por ello, Jaime y Elvira Madrid instalaron un comedor comunitario y un campamento debajo del Monumento a la Revolución. Muy probablemete fue allí donde Jaime contrajo el virus.
Este 5 de mayo, a espaldas del metro Revolución, en el mismo punto donde hasta hace unos días Jaime repartía despensas y comida, la multitud tiembla. Trabajadoras sexuales, menesterosos, ancianos sin casa, personas con la piel zurcida por las cicatrices y heridas de una vida callejera; hay allí también miembros del Frente Popular Francisco Villa, militantes del Consejo Nacional Indígena y algunos viejos amigos, como Juan José Pandal y Jorge Rojas, quienes lo acompañaron en sus primeros años de trabajo en la calle.
“Lo mejor de lo peor“, dice Brenda Raya con sarcasmo triste. Raya es geógrafa y de profesión y miembro del Colectivo Callejero, enfocado en visibilizar los ataques que sufre la población que habita las calles. Aunque no era muy cercana a Jaime, sí lo es de algunos de los miembros más jóvenes de la Brigada. “Cuando había algún problema con alguna chava, él y Elvira siempre nos recibían en su clínica –dice–; creo que es una constante: quien cuida a los otros suele descuidarse a sí mismo. Por eso esta muerte duele más. Es un madrazo: te rompe la madre saber que puedes morir así de rápido, de un flamazo”.
Desde el 27 de abril y como muchos otros ciudadanos, Jaime Montejo peregrinó de un hospital a otro en búsqueda de atención médica. Al menos 15 hospitales rechazaron su admisión vía telefónica: no había camas disponibles. Su familia lo llevó al Hospital Ángeles, después al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, luego al Gea González, al Belisario Domínguez, después al Hospital General de Tláhuac. En todos lo hicieron esperar por horas o desestimaron su petición por no ser derechohabiente. Ingresó por fin al Hospital General de la Ciudad de México el 29 de abril, ya en un estado crítico. Murió una semana después.
Afuera del Metro Revolución comienza a llover. La multitud llora, grita: “¡Respeto total al trabajo sexual!”, “¡Revolución está contigo, Jaime!”. Poco a poco, como si el difunto estuviera allí de cuerpo presente, como si su fotografía emanara un magnetismo irresistible, los cuerpos comienzan a buscarse, cercando la distancia entre sí. A falta de velorios y funerales, a falta de un rito que permita abrazarse, darse la mano y pasar este mal trago o digerir esta nueva forma de muerte que, como un balde de agua fría es capaz de ahogar la llamarada de una vida como la de Jaime, los dolientes reaccionan. “Es sólo una foto”, piensa Brenda Raya, sorprendida de la necesidad de los cuerpos de acercarse a la imagen, de reducir el espacio que los separa.
“¡Guardemos distancia, por favor! –repiten–, ¡no queremos que venga la tira a chingar!”.
Brenda contempla los rostros de los dolientes, apretados de dolor. Le llaman la atención las mujeres más ancianas, las trabajadoras sexuales de la tercera edad. Las mira acurrucarse en sus propios huesos y murmurar que aquel hombre, el de la foto, siempre las apoyó. Aquel, el de la cabeza a rape, el que había sobrevivido al cáncer y a las amenazas de los padrotes, a varios atentados del gobierno colombiano y de la policía mexicana, el que conservaba sólo un riñón y que padecía diabetes y obesidad. El desobediente que estuvo allí cuando todos los otros les fallaron. Que él nunca las dejó solas, dicen. Que no es justo despedir a alguien así.
Los que se quedan
Las escenas de muerte masiva llegaron a México cuando aquí apenas comenzábamos a contar nuestros muertos por Covid-19. Ya es histórica la imagen de los 65 ataúdes cargados en vehículos militares en Bérgamo, Italia, enviados a otras ciudades ante la incapacidad de los hornos crematorios de la ciudad. O los ataúdes abandonados y los cuerpos incendiados en las calles de Guayaquil, Ecuador. O la gran fosa común de la isla de Hart, al este del Bronx, que el gobierno de Nueva York comenzó a usar para depositar también los cadáveres de Covid-19 no identificados o los que provienen de sectores tan pobres –como los migrantes– que no pueden pagar un entierro o cremación. O el centro comercial de Madrid que, el 8 de abril, fue habilitado como morgue.
Si bien la pandemia modificó nuestra vida diaria de forma abrupta —millones de personas se recluyeron en sus casas, el roce humano se redujo al mínimo—, si algo cambió desde que el coronavirus llegó a nosotros fue nuestra relación con la muerte. Una muerte de muchos ciudadanos con rostros y nombres, víctimas cada vez más cercanas: quienes se van, y quienes se quedan y no terminan de despedirse, como las personas arremolinadas alrededor de la palma a espaldas del Monumento a la Revolución.
En algunas ciudades como San Luis Potosí y Querétaro se ha prohibido ya realizar velorios. A mediados de abril, el funeral de una mujer infectada provocó que las autoridades cercaran de improviso todo el poblado de La Guásima durante nueve días, dejando a cientos sin provisiones.
Resulta imposible que los deudos se despidan en un contexto de pandemia y riesgo de contagio. A esto se suma un sistema forense cada día más rebasado. En México los Lineamientos para el manejo masivo de cadáveres por Covid-19, preveían desde el 21 de abril un incremento de la cifra de muertes y, ante el riesgo biológico que implica almacenar los cadáveres, subrayaban la necesidad de cámaras frías, crematorios, espacios de inhumación, morgues y funerarias. Indica que todo trámite administrativo debe acelerarse al máximo y que se deben generar apoyos económicos para aquellas personas que no cuenten con recursos suficientes para pagar por los servicios funerarios.
—Todo esto afectará de manera importante –anuncia la doctora Elia Nora Arganis, antropóloga con especialidad en el tema sanitario— va a ser muy necesario implementar medidas para que los duelos no deriven en procesos patológicos.
A la doctora Arganis le preocupa que las personas que pierdan algún familiar contagiado no cuenten con el apoyo psicológico para encarar la pérdida. Los ritos funerarios, dice, permiten que los dolientes puedan reconciliarse con la vida y reincorporarse a ella. Sin funerales ni contacto humano para amortiguar el impacto de la muerte en sus comunidades, sin vida cotidiana a la cual reincorporarse, ¿qué riesgos corren quienes sufran la pérdida de un ser querido y no puedan digerir el dolor de manera sana? La soledad del que partió aislado en una cama de hospital es la misma soledad que sienten quienes se quedan, aislados también en esta cuarentena que nos devora los días.
Morir aislada y sola
Tania y sus hermanos lo intentaron varias veces. Querían mirar a su madre a los ojos, asomarse una última vez a aquel rostro, despedirse.
Luego de unas breves vacaciones en Italia y de varias semanas de confinamiento en Barcelona, los padres de Tania habían regresado a México en el vuelo 6403 de Iberia. Era el lunes 16 de marzo. Pese a que Europa ya registraba miles de muertos, ningún protocolo sanitario los recibió en el aeropuerto. Al día siguiente su madre –Martha– presentó síntomas: cansancio, dolor de cabeza y esa tos seca que exprime los pulmones.
Si algo caracteriza al virus SARS-CoV-2 es la rapidez con la que afecta al cuerpo de los enfermos graves. A través de pequeñas gotas de saliva flota en el aire hasta alcanzar la boca, la nariz o los ojos de otra persona. De allí es muy posible que se instale en las membranas mucosas de la garganta y comience a invadir las células. Aquí es cuando la tos comienza a interrumpir la respiración.
Tania no tardó en llamar a Locatel y solicitar los servicios gubernamentales vía SMS, habló con un representante de la Secretaría de Salud, quien le dijo que personal médico iba en camino. Nadie llegó. El riesgo era real: Martha, su madre, se había hospedado en ciudades donde el contagio había sido masivo.
Ese mismo día pagaron una prueba en el Hospital ABC, un hospital privado al poniente de la Ciudad de México. Tres días después les avisaron que los resultados tardarían al menos otras 48 horas. Esperar tanto tiempo hubiera sido un despropósito. Da lo mismo que no lleguen nunca, pensaron los hermanos.
En los casos graves, este nuevo coronavirus inflama los pulmones y provoca fallas severas en los alvéolos, esas bolsas diminutas donde tiene lugar el intercambio de oxígeno y dióxido de carbono entre los pulmones y la sangre. Es cuando empieza la sensación de asfixia, la falta de oxígeno no tardará en afectar otros órganos. El hígado, el corazón, el riñón, el cuerpo entero puede colapsar.
El sábado –cinco días después del aterrizaje del vuelo 6403 de Iberia–, Martha amaneció con fiebre y el personal de salud seguía sin reaccionar. Asustados, sus hijos la llevaron al Hospital Ángeles donde le diagnosticaron neumonía. La oxigenación en su sangre bajaba dramáticamente cada hora, cada minuto. Martha entró de inmediato a cuidados intensivos.
Lo habían intentado todo. Solicitar los servicios de salud pública y esperar. Pagar una prueba en un hospital privado y esperar también. Tomar todas las medidas de precaución e higiene necesarias. Confiar en los médicos. Aislarse.
Sobre todo aislarse.
Porque si su madre estaba contagiada lo mejor era mantener una estricta distancia entre sí. Pero a estas alturas necesitaban verla: hablar con ella. Sobre todo en esos momentos, quizá los últimos. Ingresar a las salas de terapia intensiva era imposible, así que los enfermeros intentaron ayudar: colocaron el teléfono celular a la altura de la cara de Martha y los hermanos organizaron una videoconferencia para saludarla. Era difícil. Como muchas personas mayores, Martha —de 65 años— no estaba familiarizada con los teléfonos inteligentes.
—No podía contestar bien —recuerda Tania—. No sabía por cuál lado del teléfono hablar. Una vez sí pudimos verla, con sus lentes… tal cual la habíamos visto el día sábado. Y nada más.
Fue la última vez que cruzaron miradas. Ninguna autoridad se acercó a informarles sobre protocolo alguno pero cuando se confirmó la causa de muerte (infección respiratoria aguda – neumonía viral – Covid-19, el resultado de la prueba llegó un minuto antes de que se emitiera el acta de defunción; la prueba del hospital ABC, realizada casi una semana antes, llegó un día después de su muerte), los hermanos supieron que el cuerpo de su madre tendría que ser transportado dentro de una bolsa séptica. Los familiares decidieron cremarlo lo antes posible.
–Si hubiéramos hecho caso a Locatel, mi madre hubiera muerto encerrada en casa –dice Martha mientras tose: ella misma es un caso positivo de Covid-19–. Y si esos resultados hubieran tardado más, en el acta de defunción habría dicho que murió por neumonía. Gracias a ese diagnóstico confirmamos que era portadora de Covid. Hoy el gobierno federal dice que no es necesario cremar a los familiares. Pero nosotros decidimos que sí.
Fue el 23 de marzo, a las 5:28 de la tarde: la sexta víctima de coronavirus en México, la primera mujer, falleció en lunes. No hubo funeral, sus hijos no pudieron abrazarse.
La digna muerte
Revisar el número de defunciones se ha convertido en una rutina diaria para muchos. Dos muertes al 20 de marzo, cuatro más para el 25. Para final de mes se contaban 29 personas fallecidas y 332 a mediados de abril. Más de cinco mil a mediados de mayo.
El riesgo de la Covid-19 no es sólo morir por dificultad respiratoria aguda, boqueando en búsqueda de aire como un pez fuera del agua. La infección en órganos internos provocada por la poca presión sanguínea y la baja oxigenación puede provocar un choque séptico generalizado. Nuestro propio sistema inmunológico, en un intento radical por detener la infección, puede liberar un ejército de citocinas a través de nuestras venas: proteínas agresivas que arrasarán con todo, incluso con los tejidos sanos provocando fiebres, intensos dolores de cabeza, convulsiones, hasta llegar a un coma.
Pero quizá lo más doloroso no sea la muerte física. Si se tiene la suerte de contar con diagnóstico y atención hospitalaria, morir por Covid-19 implica despedirse del mundo en una sala de urgencias, sin visitas de familiares y personas queridas. O aislado en casa ante el riesgo de infectar a otro. Y esa asepsia sanitaria se extiende más allá de las clínicas y las camillas.
—Cuando se nos contrata, acudimos al hospital en donde falleció la persona y antes de ingresar al área donde se encuentra el cuerpo debemos ponernos un traje de material impermeable, goggles, guantes, un cubrebocas N95.
Quien habla es David Vélez, presidente de la Asociación de Propietarios de Empresas Funerarias y Embalsamadores de la Ciudad de México. Cuenta que hace unos días, en el principio de la pandemia, él y todos los trabajadores de las funerarias asociadas recibieron un curso por parte de la Agencia de Protección Sanitaria de la Ciudad de México.
”No hay evidencia hasta la fecha de que exista riesgo de infección a partir de cadáveres de personas fallecidas por Covid-19, sin embargo, puede considerarse que estos cadáveres podrían suponer un riesgo de infección“, se lee en la Guía de Manejo de Cadáveres por Covid-19 (SARS-Cov-2) en México publicada por la Secretaría de Salud el pasado 5 de abril. Pero muchos no conocen este documento o no les importa.
—Existe mucha gente desequilibrada que agrede a los médicos o a las enfermeras –señala Vélez–. Ahora les está dando por pasar y echarnos cloro a las funerarias. La gente piensa que el muerto porque ya está muerto van a salir gases, gusanos, ríos de Covid…
El protocolo es estricto. La guía recomienda no tocar ojos, nariz, ni boca del cadáver bajo ninguna circunstancia. Antes de transferir el cuerpo a la morgue del hospital los familiares tienen una sola oportunidad para ver, durante unos minutos y evitando todo contacto, al difunto. Después el cuerpo es introducido en una bolsa séptica impermeable, desinfectada con una solución de cloro.
—Cuando tenemos contacto con el cuerpo, este ya se encuentra en una bolsa séptica. Tenemos que sanitizar el cuerpo, es decir rociarlo con una solución con cloro y luego ingresarlo a una segunda bolsa séptica, previamente sanitizada. Una vez que el cuerpo se encuentra en la bolsa séptica tenemos que volver a hacer lo mismo: sanitizar por fuera la segunda bolsa e ingresarlo al ataúd. El ataúd también tiene que estar higienizado.
Dar digna sepultura implica riesgos. Por ejemplo, Vélez recibió la recomendación de no embalsamar ningún cadáver diagnosticado con Covid-19 ni de cualquiera cuya causa de muerte indicara choque séptico o neumonía. Manuel Ramírez, director de Funerarias J. García López, cuenta que ellos sí embalsaman cuando los clientes lo piden, incluso a los cuerpos infectados, siempre con las medidas sanitarias pertinentes. Al 5 de abril había dado ya servicio a 22 casos confirmados y a otros 30 por neumonía.
–Aquí podemos llevar un ritmo de 50 cremaciones al día –advertía entonces–. El problema es que no hay un censo acertado de cuántas funerarias existen: la mayoría operan en la informalidad. Y estoy seguro de que los servicios funerarios serían insuficientes para contener la emergencia.
Tenía razón. Apenas un mes después, los crematorios del Valle de México se declaran rebasados. A estas alturas, todo cuerpo debe esperar al menos 24 horas para ser cremado. Para acelerar el proceso muchos cuerpos son enviados a Cuautitlán Izcalli o Tultitlán pues los hornos en la ciudad no se dan abasto. Entre el 28 de abril y el 5 de mayo, el Hospital Ignacio Zaragoza rentó durante una semana un camión refrigerante pues no había otro lugar para para almacenar cuerpos de fallecidos por Covid-19.
La muerte sobre la muerte
Existen 263 anfiteatros con capacidad para almacenar 5 mil 171 cadáveres en México. A estas alturas ya no son suficientes. La crisis de homicidios y de cuerpos no identificados saturan los servicios médicos forenses desde hace al menos catorce años. La cercanía de los mexicanos con la muerte es más que un estereotipo folklórico.
Mientras la pandemia satura las morgues y los hospitales del país, la guerra entre cárteles no ha dejado de producir sus propios cadáveres. Tan sólo en los primeros tres meses del año se reportaron más de ocho mil víctimas de homicidio doloso en el país. En marzo, el número de asesinados por arma de fugo alcanzó un récord histórico: 2 mil 172 víctimas mortales. Mientras las autoridades usaban todos los medios a su alcance para promover el confinamiento y la distancia social, unas 83 personas murieron cada día durante los primeros meses de 2020 y no fue sino hasta el 21 de marzo cuando el coronavirus rebasó en fatalidad a las armas: ese día 145 personas murieron a causa de la enfermedad, otras 114 fueron asesinadas.
El número de asesinatos es tan grande, tantas las fosas clandestinas y los cuerpos en espera de ser identificados que las nuevas medidas respecto al manejo de cadáveres ante la pandemia en un momento se contraponían con las leyes en materia de derechos humanos. El Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios lo expresó así en un comunicado fechado el 12 de abril: ”…nos preocupan los contenidos de algunas disposiciones, por ejemplo, lo relacionado a la orden de incineración o cremación de las personas fallecidas aún sin confirmar la causa de muerte, ni la identificación certera de la identidad de estas”.
Una herida cruza el país de lado a lado. Además de los homicidios y mucho antes de que el coronavirus se convirtiera en el nuevo enemigo público, los mexicanos morían principalmente por enfermedades del corazón, por diabetes, cáncer y por padecimientos del hígado. El 23% de la población vive en pobreza alimentaria, el 12% sufre desnutrición crónica; paradójicamente, cada año el país ocupa los primeros lugares en obesidad y sobrepeso. En muchos lugares los mexicanos mueren por no comer. O mueren por comer lo que pueden comer.
Con esto en mente no resulta extraño que sea las población más pobre y desprotegida quien aporte el mayor número de bajas (tan sólo en Cdmx, Gustavo A. Madero e Iztapalapa, dos de las alcaldías con mayores índices de pobreza, son ya un foco rojo de muertos por Covid-19). El coronavirus llegó a una tierra arrasada, donde la vida parece haber perdido valor por varios frentes.
La doctora Arganis, quien ha documentado por años el comportamiento de las personas de la tercera edad en condición de diabetes, recuerda un ejemplo. Cuando pregunta la razón del poco cuidado alimenticio que tienen los enfermos por diabetes, ellos responden: ”De todas formas, de algo me voy a morir“. Respuestas similares dieron los vacacionistas de Acapulco que se asoleaban en la arena, pese a la orden de cerrar las playas públicas, y los habitantes de la comunidad Santa María Alotepec, Oaxaca, quienes ya con miles de muertos en el país decidieron celebrar una fiesta patronal en la explanada principal del pueblo. Como si el poco valor que la vida tiene para las instituciones se introyectara en nuestra conducta cotidiana: la vida no merece cuidado porque, nos han dicho, aquí la vida no vale nada.
Tan sólo en la Ciudad de México existen 119 cementerios. Desde 2019 casi todos se reportaban al máximo de su capacidad —apenas 70 mil fosas disponibles, en una ciudad donde mueren más de 60 mil personas cada año–. En el Panteón de Mezquitán, en Guadalajara, se construyen ya 700 fosas nuevas para alojar cadáveres cuyas familias no puedan pagar por un lugar. El Panteón Dolores, según informó El Sol de México el 13 de abril, ya tiene un diseño operativo que podría traducirse en cinco mil fosas que se ocuparían en caso de ser necesarias.
No sabemos si serán suficientes.
Epílogo
Para muchos la vida sucede ahora a través de pantallas. El teletrabajo ha hecho de las videoconferencias una rutina diaria, festejamos los cumpleaños a través de fiestas digitales, convivimos con nuestros familiares gracias a las webcams de nuestras computadoras e incluso algunos gobiernos han comenzado a recomendar el sexo virtual para evitar contagios.
No es raro que la muerte encuentre también dinámicas online. Desde hace años, algunas funerarias y capillas religiosas ofrecen “velorios virtuales” para que los dolientes puedan atisbar –de nuevo a través de una pantalla–, una suerte de rito fúnebre a la distancia. El servicio se ha extendido ya en Europa y Estados Unidos debido a la pandemia, pero es todavía escaso en México. Hasta el 13 de mayo, en funerarias Gayosso, se habían realizado 400 servicios funerarios online desde el inicio de la pandemia; “el más númeroso con 2 mil conexiones en un sólo servicio”, explica un directivo a Corriente Alterna.
“En este momento no hay de otra” explica la doctora Patricia Solís, del Instituto Nacional de Tanatología, “estamos viviendo una situación límite en donde los tanatólogos tenemos que pensar todo de nuevo, revolucionar los métodos. La gente que llega a los hospitales con su familiar no tiene tiempo de despedirse, de darle unas últimas palabras. Yo he sido crítica de cómo la tecnología modifica nuestros comportamientos y nos distrae. Pero en esta emergencia es una gran ayuda”.
Pero no todos cuentan con los recursos económicos y tecnológicos para acceder a este servicio. Además, explica la doctora Solís, no es la frialdad de pantallas y cámaras lo que nos calma sino la posibilidad de contacto y de expresar lo que sentimos, el cobijo comunal.
Sobre todo porque quien pierde a un familiar por Covid-19 no sólo enfrentara el dolor de la muerte, sino la culpa: por no haber reaccionado a tiempo, por no haber tomado las medidas necesarias… “Por eso no podemos renunciar a los rituales. Cuando todo esto pase, podremos tener funerales y velorios en forma, con los muertos de hoy. Pero ahora no podemos y tenemos que encontrar los ritos en casa que nos permitan desahogarnos, hablar. Sobre todo hablar. En México callamos los duelos. Sólo hablamos de la muerte el primero y segundo de noviembre, después no. Ante el confinamiento y la situación límite que vivimos, hoy es muy importante hablar de nuestra afección emocional ante una pérdida”.
El pasado primero de mayo, en el Hospital de Las Américas, en Ecatepec, decenas de familiares de personas enfermas de Covid-19 entraron en tumulto al hospital, agrediendo a personal médico, hasta el área donde se almacenaban los cadáveres. Acusaban falta de información sobre el estado de sus familiares. El incidente obligó al hospital a habilitar un sistema de videollamadas para que los pacientes del área de cuidados intensivos puedan hablar y mirar a sus familiares, al menos durante tres minutos al día. El personal de psicología y tanatología de varios hospitales de todo el país replicaron ya este sistema.
Entrar a un hospital por la fuerza y sin importar los riesgos de infección podría parecer un arrebato de locura colectiva. Es también una manera radical de exigir un derecho: el derecho a mantener un mínimo contacto con la persona amada, a no renunciar a esa última dignidad que implica despedirse antes de abandonar el mundo.