Marco Antonio quita la piedra grande y las cuerdas que sujetan la puerta de su escuela, El Porvenir, una construcción de madera de 12 metros cuadrados. Apenas logra entrar, muestra una pintura que los alumnos hicieron cuando todavía tomaban clases en este salón. Cree que el sol, las nubes y el avión los dibujó Mili, su vecina de 11 años. En la pintura también hay un río que atraviesa un cerro grande. “Cuando nos fuimos de estas ‘clases’ –dice Marco Antonio–, ya comenzamos con esas ‘tareas’ en la casa”.
Marco Antonio tiene diez años y, como todos los alumnos de educación básica del país, en 2020 debió despedirse de las aulas temporalmente y continuar su formación escolar en su hogar, a raíz de la pandemia de COVID-19.
Solo que, a diferencia de otros niños y niñas de México, Marco Antonio no puede usar la televisión o el internet para tomar clases a distancia, porque en su localidad no hay luz eléctrica ni cobertura de servicios digitales.
En la región norte de Chiapas, donde vive, predomina la tenencia privada de la tierra y un esquema caciquil que impulsa el monocultivo y la ganadería extensiva.
Ese contexto define la comunidad de Marco Antonio, en la sierra de Platanar Arriba, a 30 kilómetros de la cabecera municipal de Pichucalco, Chiapas, una de las 8 mil 500 localidades mexicanas que de, tan marginadas, no cuentan con maestro de planta. Quienes están en el sistema escolarizado son instruidos por voluntarios que asisten por temporadas a impartir clases.
–Yo y mi primo nos sentábamos aquí –señala la banca más alejada del pizarrón–. Jugábamos en el recreo, por aquí afuera, todo tipo de juegos. Los de “la botella” y “la chancla” son juegos de casa. De escuela son juegos como “la escondida”, el de “enredar”, “toca-toca”, “cerillito congelado”. También “la sarna”, el que jugábamos ayer, como tipo “toca-toca”.
–¿Cuál es tu materia favorita, Marco Antonio?
–Me gusta más matemáticas –responde–. Estoy viendo fracciones, sumas y restas, multiplicaciones, divisiones. ¿Y qué más de matemáticas? Namás me sé ese poquito.
En la escuela El Porvenir están inscritos siete niñas y niños que siguen recibiendo clases presenciales durante la pandemia, a pesar de que formalmente están prohibidas, gracias a que en febrero pasado, a Platanar Arriba llegó sudando el maestro Quintín, del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), luego de tomar transporte público y caminar 11 kilómetros de serranía, para dar clase en las casas de los niños.
“Vengo los miércoles, jueves y viernes –narra Quintín, originario de la región–. Acá me quedo a dormir esos días.” Imparte clase en las cocinas o al aire libre, con los libros de texto gratuitos de los niños como único material pedagógico.
Cuando ve llegar al profesor voluntario, Marco Antonio corre a su cama para terminar ahí la tarea, porque su mamá tiene la mesa ocupada. Doña Araceli no para en todo el día, trabaja en casa, muele maíz, cacao, cocina huevos o carne, lava ropa. Además, trabaja en el campo, cuando se requiere.
La llegada del maestro Quintín es una buena noticia no sólo porque revisará las tareas de los niños, sino porque el educador también lleva a la familia los sobres de leche en polvo que les asigna el Programa de Abasto Social Liconsa, y así les evita el viaje a la cabecera municipal. El tiempo y la cercanía que Quintín tiene con la familia lo han convertido también en amigo.
Fabián, de tres años y hermano de Marco Antonio, recibe los sobres y luego vigila que nadie los toque.
La casa es habitada por Marco Antonio, Fabián, su primo y su prima, su mamá y el abuelo. Son jornaleros, no son propietarios de la tierra donde viven y sólo tienen permiso para asentarse en el terreno en el que moran este año. Legalmente, los cerros y aguas de la zona le pertenecen a un terrateniente, que no vive aquí.
“No es muy distinto a como estábamos antes de la pandemia”, comenta la señora Araceli: casi todo lo que comen lo consiguen cerca, pues siembran y tienen animales de corral. El agua es pura y limpia porque llega desde un manantial natural. Pero, al menos una vez a la semana, alguien tiene que recorrer a pie los 11 kilómetros, hasta llegar al camino donde puede abordar un mototaxi, luego un transporte colectivo, para comprar en las tiendas de abarrotes de la cabecera municipal; y, más tarde, el camino de regreso.
No es un viaje que disfrute Marco Antonio. “Me gusta más aquí –dice, seguro– porque trabajo y hago mis tareas. Trabajo de leñar, picar monte, dar de comer a las gallinas, a los pollitos. Cuando gritan los pollitos, yo les doy”.
La soledad y el miedo a la pandemia
Miriam tiene 6 años y vive en el Estado de México, es decir, a 800 kilómetros de distancia de Marco Antonio.
Miriam tiene luz eléctrica, internet y una computadora, lo que durante la pandemia de COVID-19 le ha permitido tomar clases a través de la plataforma de videoconferencias Zoom. Los beneficios de la vida doméstica en la ciudad, aunque con menos árboles y sin espacios abiertos. El barrio, las calles, apenas existen por la ventana. Miriam extraña tanto la escuela que juega con sus peluches y nenucos: ella es la maestra que les revisa las tareas a diario.
“Ahora, para que me escuche la maestra, nos ponen un microfonito –explica–, lo aprietas para que lo prendas y ya: le dices a la maestra lo que quieres decirle. Y cuando ya no le quieres decir nada, se le apaga el microfonito”.
La vida de Miriam transcurre, hoy, en un espacio interior, riguroso. El confinamiento por la pandemia implicó el cierre de escuelas, juegos infantiles, incluso parques. La pantalla sustituye esos espacios. En Zoom, Miriam aprende las vocales, platica y juega con sus amigas y le sirve, también, para mostrarle a su maestra que todavía se porta bien.
“Quiero hacer las vocales y las hago cuando mi maestra dice, y me comporto cuando está diciendo las cosas; me quedo quieta”. Lo contrario de lo que hacen algunos de sus compañeros, que apagan la cámara y dejan a la maestra hablando sola.
“Extraño a mis compañeros –dice Miriam–, extraño a una amiga que se llama Zoe. Cuando llegaba nos ponían juntas, nos ponían los juguetes, ella agarraba uno y me lo daba y jugábamos.” Pero, desde hace muchos meses, ya no juegan “porque, ahorita, está en su casa, no tengo su dirección”.
Cuando termina sus clases por Zoom, Miriam va con su papá, ve películas, “vi la de Barney y vi la de Xico”, por ejemplo. Luego se reúne en el patio con sus tres primos.
En total, son cuatro: dos niños y dos niñas, pero sólo hay tres triciclos y uno no sirve. Entonces, “cada quien espera su turno, no nos peleamos y así. El triciclo más grande lo agarro yo y después mi prima, después le toca a Misa y después a Gabo. Después yo, otra vez, y mis primos”.
–¿Qué no te gusta, Miriam?
–Me enoja que estoy encerrada y que no hay cines y no hay dónde ir. Estoy aburrida, pero no hay cines. Me enoja que no puedo ir a las fiestas de mis compañeros o que nos mandan cartas, pero no puedo ir a las fiestas.
–¿Te da miedo el coronavirus?
–Me da miedo que mis abuelitos se contagien –responde–. Y que también me contagie yo.
La tierra, la sombra y otros seres vivos
En Platanar Arriba nadie habla del coronavirus.
Marco Antonio platica de otras cosas: “¿Sabías que la tierra es un ser vivo? Respira como nosotros, cuando el aire corre es que lo está sacando y cuando no hay aire, lo mete. Y allá está mi fruta favorita: el nance. Hay uno que tiene puros colores del amarillo, hay uno morado, uno de manzanita (sabe al sabor de la manzana), uno rojito y anaranjado”.
–¿Qué te gusta jugar más, Marco Antonio?
–Futbol –responde–. Me gusta ser portero porque no quiero que metan goles.
–Hace unos días fue tu cumpleaños, dijo tu mamá.
–Comimos pollo a la coca y espagueti. Tomamos esa cosa blanca, la horchata.
–¿Qué te gustaría hacer después, cuando pase el tiempo?
–No sé.
La familia de Marco Antonio se prepara para ir a la Cascada de la Niña y al río Guaymas, que están a cinco kilómetros. Llevan de paseo a familiares que los visitan unos días; entre ellos, otros niños que juegan Super Mario Bros en un teléfono celular.
El aparato pasa de mano en mano y Marco Antonio observa atentamente el videojuego.
Pero, luego, advierte en el suelo una proyección tan sorprendente como la de la pantalla. “Mira mi sombra –dice, sonriente–: ya está más grande que mi cuerpo”.