Todas hemos cuidado y hemos sido cuidadas. En Fruto (México, Antílope/UAM, 2023), la periodista Daniela Rea nos muestra diversos ángulos de una labor realizada, principalmente, por mujeres: cuidar. El cuidado es amor, pero también es trabajo, nos vincula afectiva y políticamente.
En la puerta cuelga un letrero que anuncia “Cupo Lleno”. Un grupo de mujeres se arremolina en la entrada suplicando pasar, pero el “No” del personal de la Feria Internacional del Libro (FIL) del Palacio de Minería es rotundo. Nos piden despejar el pasillo que conduce al auditorio 4; así que ocupamos una pequeña sala, a un costado de la puerta. Una joven se sienta y carga sobre sus piernas a su hijo, un niño delgado, moreno, ojos grandes, de aproximadamente siete años.
La madre decide quedarse porque quiere comprar Fruto y pedirle a Daniela Rea que lo firme. Entretiene a su niño con el celular hasta que se queda dormido. En los siguientes treinta minutos llegan más personas a las que se les niega la entrada. Ante la cantidad de gente que parece esperar a la autora, la madre del niño se debate entre ir a comprar el libro o esperar a que su hijo despierte. “Si quieres ir, déjalo, aquí le echamos un ojo”, nos ofrecemos. Ella lo acomoda en la silla, le pone su bolsa de almohada y se va deprisa.
“Siempre hemos cuidado a los hijos de otras y siempre hay otras que nos ayudan a cuidar de los nuestros”, cuenta Guadalupe Nettel en La hija única (Barcelona, Anagrama, edición digital 2020). Todas, sí, mujeres. En el informe El trabajo de cuidados y los trabajadores del cuidado para un futuro con trabajo decente (2019), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que, a nivel mundial, las mujeres realizan la mayor parte del trabajo de cuidados no remunerados: 76.2% del total de horas dedicadas a él. En términos económicos, según datos del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi), en 2021 el trabajo de cuidados no remunerado aportó 26.3% del Producto Interno Bruto (PIB) nacional, del cual 19.1% es una contribución hecha por mujeres.
Las cifras que exponen la desigualdad genérica en el trabajo de cuidados no son alentadoras. Sin embargo, nombrar, contar, escuchar la historia de las mujeres que cuidan y han sido cuidadas es una forma de quebrantar la rigurosidad estadística. Esto es, precisamente, lo que sucede en el libro de Daniela Rea. A través del testimonio de mujeres que cuidan y han sido cuidadas, se indaga en las preguntas “¿Qué cuidamos cuando cuidamos? ¿Cuándo ponemos cuerpo, mente, corazón, comunidad entera, para la vida de esos seres que necesitan de nosotros?”.
El pacto entre cuidadoras
El niño que duerme en la silla gira un poco. Las mujeres de la sala volteamos al unísono y, cual suricatas, estiramos el cuello para mirarlo, pero él no despierta. La madre llega y, con libro en mano, acomoda a su hijo en la cama improvisada. “Deberían venderlo digital: las que tenemos hijos, a veces sólo podemos leer en el celular, debajo de las cobijas, cuando ellos ya están dormidos”, comenta con voz resignada, pero alegre.
A veces, cuidar deja poco espacio para actividades como leer o escribir. Incluso, para hablar de cuidados hay que dejar de cuidar, señala Daniela Rea. Quienes son madres, constantemente se debaten entre los ideales de “la madre sacrificada, al servicio de la familia y las criaturas, y la superwoman, capaz de llegar a todo compaginando trabajo y crianza”, explica Esther Vivas en Mamá desobediente (Madrid, Capitán Swing Libros, ebook, 2019).
Sortear la culpa que genera no poder ser y hacer todo es parte de las contradicciones de la maternidad. Al respecto, pude entrevistar a Daniela unos días después de la presentación de su libro y esto me dijo:
―Siento que yo he acomodado la culpa desde otro lugar. Me he dado chance de decirles a mis niñas que, a veces, no me alcanza, que necesito que me ayuden. Sí es paradójico: para escribir el libro tuve que dejar de cuidar a mis hijas, no estar con ellas. Confío en que lo que pude pensar a partir de mis propios cuidados y lo que las mujeres comparten ahí, las cuiden de alguna manera, en algún momento, de sus propias vergüenzas, de sus propias dudas, culpas, miedos, soledades. En ese sentido, hago una especie de paz conmigo misma.
Para la autora, Fruto ha desbordado sus expectativas, creando un pacto de acompañamiento entre las cuidadoras que aparecen el libro; pero, también, entre quienes lo leen. Sin embargo, no sólo son los cuidados lo que vincula a todas estas mujeres. De acuerdo con Daniela Rea, existen secretos y susurros que también las hacen conversar.
―Cuando acabé el libro y le mandé a cada una de ellas lo que había escrito, para su revisión, una de ellas me dijo que había sido muy bonito saber que, aunque es difícil hablar de esto, no lo estábamos contando solas sino que nos estábamos acompañando todas a decirlo. Una especie de ofrenda para que esto no lo tengan que vivir las más jóvenes, las nuevas. Y que las que lo vivieron, lo sepan acomodar.
El rencor y otras posibilidades de relación
Se escuchan aplausos dentro del salón. El niño sigue dormido. Nos preparamos para levantarnos del asiento en cuanto se abran las puertas. Me ofrezco a cargar con el bolso-almohada de mi compañera de espera. “¿Tienes hijos?”, me pregunta. “Sí, una niña que se quedó con su abuela”, le respondo casi con vergüenza porque es ella, y no yo, quien arrulla a su cría en la presentación de un libro a la que ni siquiera nos dejaron pasar.
No todas y no siempre, las mujeres contamos con una red de apoyo en materia de cuidados. Se cuida como se puede, con lo que se tiene. De acuerdo con el informe La sociedad del cuidado. Horizonte para una recuperación sostenible de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “la injusta organización social de los cuidados obstaculiza la autonomía de las mujeres y reproduce las desigualdades de género, intersectadas con otras dimensiones de la desigualdad social (socioeconómica, étnica, racial y territorial)”.
Preguntarse por las condiciones en que las mujeres cuidan, dice Daniela Rea, nos da otras posibilidades de relación con ellas. Esto implica cuestionar lo que pensamos y sentimos por nuestras madres, abuelas y todas las cuidadoras que las preceden. Sobre todo, por aquellas que no se rebelaron, quienes “aceptaron sin cuestionamiento” su labor como mujeres, esposas, madres, hijas. “¿Es rencor lo que sentimos las hijas hacia nuestras madres por no haber dicho ‘no’, por no haberse defendido, por haber permitido los golpes, el abuso?”, se pregunta Daniela en Fruto y, ahora, me responde:
―Jenny, por ejemplo, tiene una madre que se sometió y no se rebeló a la violencia. Veo que en esa historia puede caber perfectamente el planteamiento del rencor hacia la madre de Adrienne Rich (escritora feminista y activista lesbiana estadounidense, 1929-2012). Jenny responde desde la protección y el cuidado, el agradecimiento, la ternura. Dice: “Tú no fuiste la que me falló, fue él”. En el caso de mi mamá, probablemente ella no se rebeló como se esperaba, desde una lucha más activa; pero, mal que bien, estoy aquí gracias a lo que ella hizo, yo puedo hablar gracias a lo que ella calló. Hay varios lugares desde los cuales podemos relacionarnos con nuestras madres. Pero si alguien se relaciona con ellas desde el rencor, también es válido.
Sostener la vida entre la belleza y el horror
Daniela Rea sale del auditorio en medio de un nutrido grupo de gente. Las firmas serán en el stand de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Todas las que permanecimos en la sala caminamos detrás del séquito. Ya en la fila, la autora de Fruto pide que dejen pasar, primero, a la mamá que carga con su hijo.
Con el pretexto del autógrafo me acerco a Daniela y, al fin, le pongo rostro y cuerpo a la voz de los textos “Mientras las niñas duermen”(México, Tsunami, Sexto Piso, 2018) , Esta noche ellas me cuidan (Revista de la Universidad de México, 2021) y el podcast Ellas me cuidan (Gatopardo, 2021). El abrazo para aquellas que hemos cuidado y hemos sido cuidadas, del que habla la autora en Fruto, se hace realidad.
En las palabras de Daniela, los lectores pueden encontrar consuelo, asombro, ternura, horror, tristeza. Para la escritora, la tensión entre belleza y horror resulta inquietante, pues considera que es posible habitar un espacio donde una cosa no impida ver la otra. Para ella, la belleza no sólo son imágenes sino acciones que reivindican la vida, lo que posibilita la creación de un espacio para vivir como queremos vivir, a pesar de esa tristeza:
―Siento que la tristeza me hace volver; no sé exactamente a qué, pero la tristeza me da la posibilidad de replegarme de vez en cuando, de hablar bajito, de estar cerca; de quedarme debajo de las cobijas, como cuando una es niña y tiene miedo o está triste. Me hace sentir segura y, quizá por eso, en general, es un espacio que busco.
Cuidar crea vínculos, no sólo entre la cuidadora y la persona que es cuidada sino entre todas las personas que participan, de una u otra forma, en sostener la vida. Visibilizar, pensar y cuestionar el cuidado dota de un sentido político y social a varios actos que, de otro modo, pasarían inadvertidos como parte de la cotidianidad de muchas mujeres: que una madre no tenga con quien dejar a su hijo y lo lleve a la presentación de un libro; o que una abuela se encargue de su nieta para que yo pueda conversar con la mujer que lo escribió.