La primera División Femenil de Futbol en México se fundó en 2016, casi cien años después de que se creara la Liga Mexicana de Fútbol Amateur en 1902 (en la que jugaban exclusivamente hombres). La brecha de género en el fútbol mexicano data de, por lo menos, un siglo.
Fue inevitable pensar en esto el pasado 28 de febrero. Estábamos en el Estadio Hidalgo donde, cuatro años atrás, se celebró el primer partido de la Liga MX Femenil. Acudimos ese día al partido de Tuzas-Tigres para acompañar a la Barra Feminista: un grupo de aficionadas que han tomado en sus manos la responsabilidad de hacer crecer el fútbol femenil, exigir mejores condiciones para las jugadoras profesionales y combatir la violencia en los estadios.
Eriza la piel ocupar un espacio así y ver a otras mujeres dominar un deporte cuya práctica profesional, hasta hace poco tiempo, era exclusiva de los varones. Es inevitable unirse a las porras y a los gritos de entusiasmo cuando una ve a dos equipos de morras poner su alma en la cancha, corriendo tan rápido, brincando tan alto, pateando tan fuerte.
En el estadio Hidalgo, las integrantes de la Barra Feminista no cumplían el papel de simples animadoras. Eran verdaderas voceras de quienes jugaban allá en el césped: conocen todo de ellas, sus nombres, sus cumpleaños, los goles que han anotado o los que han parado.
También eran las responsables de recordar la rabia. Porque la industria deportiva ha sido injusta con las mujeres. No es sólo la diferencia de salarios, el sexismo con el que se les retrata en medios o el poco reconocimiento que se le brinda al futbol femenil en México; es también una afición violenta y los estereotipos con los cuales se intenta mantener a las mujeres lejos de los deportes.
Estar con ellas en las gradas también nos permitió conocer formas de exigir y pelear nuestros espacios. No sólo con la rabia necesaria para exigir los cambios que necesita el fútbol mexicano, sino con alegría: acudir con ellas a un partido es tremendamente divertido. Las integrantes de la Barra bromean todo el tiempo con los vendedores de frituras o de cervezas y con los acomodadores; también reciben a cualquier niña o mujer que quiera acercarse.
Ese día le cantaban porras incluso a la trabajadora del estadio encargada de vigilarlas, apodada “la Diabla”. “¡Diabla, hermana, aquí está tu manada””, gritaban.
Para el final del partido, a la Diabla se le escapaba una sonrisa.