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Nancy Cárdenas, icono del feminismo y la diversidad sexual
Jonathan Contreras

/ Ilustración: Natalia Vargas

La ansiedad de Jonathan Contreras llega a las diez de la noche

Luz Cecilia Andrade, estudiante / Corriente Alterna el 13 de diciembre, 2021

—Yo, la verdad, ya no me subiría a ningún Metro. 

La voz hace una pausa larga en el auricular. 

—Me entraría la ansiedad.

Han pasado siete meses desde la noche en que Jonathan Contreras perdió la tranquilidad. 

Dice que a los 24 años dejó Acapulco, donde vivía con su hermano y su padre, para regresar a su ciudad natal: el Distrito Federal, hoy Ciudad de México. 

Una tía le consiguió trabajo en el Centro Banamex de Perisur. Cada día, Jonathan salía de su casa en la colonia San Ixtayopan, tomaba un autobús que lo llevaba al Metro Tláhuac y bajaba en Eje Central, donde todavía tomaba el trolebús. 

Fue una de esas noches en que volvía a casa cuando el tren entero se vino abajo, con todo y vías. Jonathan sobrevivió, pero quedó con la columna desviada a causa de un esguince cervical grado uno. Camina con bastón y no puede apoyar bien sus pasos sin que el dolor lo atraviese de cuando en cuando. El desplome le dejó, también, un traumatismo craneoencefálico, un esguince más en el tobillo y un daño en el ligamento cruzado de la rodilla, que requirió cirugía y rehabilitación.

Al dolor físico, dice, se suma el maltrato del personal médico que lo atendió cuando solicitó su incapacidad.

 —Cuando intenté tramitar las incapacidades ahí, en mi clínica, la doctora que me evaluaba me dijo: “No tienes nada, es sicológico”.

Jonathan asegura que no miente: su dolor físico es real. Pero, sin duda, sus heridas son también sicológicas. Desde la noche del desplome, cualquier ruido fuerte le crispa los nervios; cualquier movimiento súbito lo asusta. El temblor del 7 de septiembre, con epicentro en Guerrero, le desató un ataque de pánico que le impedía mantenerse en pie.

Ahora, desde que despierta no deja de mirar series, películas, o aprovecha para jugar con su hijo. Necesita distraerse, mantenerse lejos de los recuerdos y de la depresión. A veces funciona. A veces, no. Entonces solo queda resistir y buscar, en algún lugar muy adentro de sí mismo, “un poco de fuerza mental para sobrellevarlo”.

Jonathan Contreras no fue el único afectado. Días después del accidente, su esposa le contó que su hijo pasó la noche, la madrugada y parte de la mañana del 4 de mayo mirando la televisión junto con ella, buscándolo en las noticias, sin dormir ni un minuto. Su hijo tiene apenas cuatro años.

Jonathan decidió pedir el apoyo de un sicólogo especializado en pedagogía al gobierno de la Ciudad de México. Necesita ayuda para soportar el dolor y sobreponerse del impacto emocional para recuperar su vida. 

—Por el tiempo, no había podido disfrutar a mi familia –dice al teléfono y recuerda que, con todo y Línea 12, él solía tardar una hora y cuarenta minutos en llegar a su trabajo; a veces, más en el regreso–. Una de mis metas, ahora, es convertirme en alguien mejor de lo que era. Quiero terminar la universidad: estudiar nutrición deportiva. 

Ante las negativas por parte de su clínica para otorgarle la incapacidad, las autoridades locales le han ayudado a conseguir otro trabajo que respeta su incapacidad; aunque, cada tanto, insisten en que ya debería incorporarse. 

—Yo todavía no estoy al cien para ir a trabajar, sigo saliendo con bastón –cuenta, siempre con voz pausada–. Pero tengo muchas ansias de sí, ya entrar, porque es otro ambiente, es otro tipo de trabajo que el que hacía yo antes. 

Tras meses de rehabilitación, lo único que espera Jonathan Contreras es justicia. Quizá eso le ayude a recuperar un poco de calma. A él y al resto de sobrevivientes, sus familias y las familias de las víctimas mortales: que los responsables de las irregularidades que provocó el desplome de la Línea 12 asuman su culpa. 

Por lo pronto, le conforta ver que su hijo vuelve a jugar con su patín del diablo; que comienza a parecerse “al niño que era antes”. A él todavía le sobresalta cualquier ruido. Sobre todo a las diez de la noche. A esa hora, en particular –la peor de todas, la misma en que ocurrió el desplome–, la angustia crece.

—Se me viene recordar todo eso —dice con dificultad—. Después del accidente no podía dormir, me despertaba llorando, literal. 

En ocasiones se descubre pensando en cómo sería la vida para su familia si no hubiera sobrevivido. A veces, Jonathan siente que fue así: que hace falta en su familia. Como si una parte de él se hubiera quedado allí, atrapada en ese 3 de mayo, en la estación Olivos. 

Meditar le ayuda a disipar esas ideas. Eso y procurar dar gracias por esto: por seguir vivo.