Gabriel López Jiménez sufrió traumatismo craneoencefálico, una lumbalgia postraumática, múltiples fracturas en el paladar y la mandíbula, además de la pérdida de las piezas frontales de su dentadura.
Durante meses, necesitó usar la silla de ruedas y la asistencia de sus familiares para realizar las tareas más elementales: orinar, tomar agua, ponerse los zapatos. Se recuperó poco a poco. Seis meses después de la catástrofe, con trabajo, empezó a caminar.
Gabriel, de 21 años, estudiante de Medicina en el Instituto Politécnico Nacional, sabe que la rehabilitación física no lo es todo. Antes de aquella noche del 3 de mayo del 2021 ya recibía atención sicológica. Sin embargo, hoy advierte que, además de su larga lista de lesiones y traumatismos, su salud mental también está totalmente fracturada.
Dice que la asistencia sicológica que ha recibido por parte del gobierno capitalino ha sido pobre. La persona asignada para esta tarea tardaba semanas en contestarle los mensajes de WhatsApp y las autoridades no le daban citas personalizadas.
–Se abren heridas muy graves, muy grandes. Llegué a sentir miedo, incluso, de sentarme frente al monitor. No podía tomar una clase porque todo, todo me llevaba al momento del accidente.
Optó por conseguir atención sicológica privada y cubrir los gastos de su bolsillo.
El dinero que el gobierno pueda ofrecerle para “reparar el daño” no sirve, dice. Nada le ayudará a recuperar su estado de salud anterior.
Le gustaría que el gobierno aceptara su responsabilidad en lo sucedido y ofreciera una disculpa a las víctimas. Porque más allá de lo económico, afirma, está la dignidad.
–Al menos espero, de parte del gobierno, una disculpa pública a todas las víctimas. Si no nos van a regresar nada, ni nuestra estabilidad emocional, que al menos acepten la culpa. Que al menos ellos se hagan responsables por lo que hicieron.
Hasta el colapso del tramo elevado entre las estaciones Olivos y Tezonco, Gabriel López solía despertar a las 4 de la mañana para bañarse y desayunar antes de irse a la escuela, al cuarto para las cinco. Casi siempre tomaba el Metro para ir y regresar de casi todos sus trayectos.
Siempre ha vivido aquí, en Tláhuac, en las periferias orientales de la Ciudad de México. Su familia, dice orgulloso, fue de las primeras pobladoras del pueblo de Zapotitlán.
Cuando inauguraron la Línea 12 tenía 14 años. Recuerda cómo, de pronto, las dos horas y media que tardaba en llegar al Centro Histórico se convirtieron en 45 minutos.
Tras la mala experiencia que tuvo con los médicos que lo han atendido durante este proceso, Gabriel se propone convertirse en un médico empático, atento. Alguien que, en verdad, haga todo lo posible para evitar el dolor a sus pacientes; que ninguno se sienta solo.
–Conozco el dolor. Conozco esa posición donde nadie quiere estar. Ahora sé lo que es estar postrado en una cama y sentir la desesperación.