Lo que debiera ser un proceso natural se convierte en un serio desafío para algunos cuerpos. Menstruar a contracorriente de las instituciones significa también construir pequeñas formas de de apoyo mutuo para encontrar la dignidad en contextos de opresión.
Alicia Guerra tenía 19 años cuando llegó a la cárcel. Hasta entonces sólo había menstruado una vez, en su casa. Aún recuerda las palabras de su madre:
—¡Ay, ponte eso y no estés chingando, al rato te cambias!
Tres semanas después de ingresar al penal de Barrientos —el Centro de Prevención y Readaptación Social Lic. Juan Fernández Albarrán en Tlalnepantla, Estado de México— el flujo menstrual regresó.
Alicia recuerda la confusión de aquel día, mientras caminaba manchada por los pasillos de la cárcel. Cruzó primero la sección de mujeres, luego la de hombres, rumbo al servicio médico donde le dijeron que no había toallas.
—Tenía miedo —recuerda—. Me sentía como una niña de primaria que no sabía ni qué pasaba.
En México no hay recursos públicos destinados a la adquisición de productos menstruales para las cárceles; así que, la mayoría de las veces, sólo es posible conseguirlos a precios excesivos o por la donación de organizaciones o familiares de las internas. Esto último algo difícil, puesto que la mayoría de las mujeres cautivas padecen abandono familiar.
De acuerdo con los datos más recientes, en México hay 11,933 mujeres privadas de la libertad; 92% de ellas tiene entre 18 y 49 años; según la Organización Mundial de la Salud (OMS), están en edad reproductiva; es decir: menstrúan. En 73 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha señalado que en 73 centros de reclusión existen irregularidades en el servicio médico; de estos, en 68 se reportó falta de atención ginecológica. Además de la falta de medicamentos e insumos para la gestión menstrual, las mujeres suelen ser atendidas por médicos generales del área varonil.
Es el caso del penal de Barrientos, donde permaneció por cinco meses. El resto de su condena, de seis años, la cumplió en el Centro Femenil de Readaptación Social Santa Martha Acatitla donde, según reporta la CNDH, el servicio ginecológico tampoco existe.
—Haz de estar en tus días —decían las reclusas, con sorna, cuando alguien se levantaba con mal genio—.
—¡Chinga tu madre!
Alguna vez Alicia llegó a escribir para la organización Mujeres Unidas x la Libertad sobre el significado de menstruar. Lo que resulta siempre evidente, explica, es que las toallas sanitarias sólo existen en momentos privilegiados: “Decimos que el agua de la cárcel es de tamarindo —por el color café—. Obviamente, no quieres usar esa agua insalubre para lavar tu parte íntima cuando estás en tus días”.
Alicia procuraba no enrarecer el ambiente de su dormitorio con la incomodidad física y emocional que le detonaba la menstruación. Se salía a las áreas verdes con botellas de refresco rellenas de “agua de tamarindo” caliente, para colocárselas en la espalda y el vientre. Los cólicos los sobrellevaba con fármacos, pero cuando no había dinero para mandarlos traer de una farmacia externa tomaba té de canela hirviendo. “Nunca me quitó el dolor –dice–, pero yo siempre lo tomaba con la esperanza de que, esa vez, sí funcionara”.
Pero la cárcel tiene dos caras, advierte. Los tabúes que pesan sobre la menstruación, aquí se gestionan de otra forma. Diseñada tanto para contener cuerpos como para limitar la intimidad, la cárcel hace de la menstruación un acto mucho más público. Y es allí donde las internas pueden encontrarse más, para buscar apoyo ante la desatención de las autoridades penitenciarias.
—En ese momento de la menstruación hay mucha ayuda entre reclusas; que con la amiga, que con la compañera de celda. No te puedes negar porque es algo que todas padecemos.
Menstruar como hombre
Menstruar con dignidad supone que un proceso natural experimentado por todas las mujeres en edad reproductiva no se complique por determinadas condiciones sociales o económicas. Es decir, que las instituciones del Estado deben contemplar los procesos por los que atraviesa el cuerpo de las mujeres para garantizar que todas las personas sean iguales ante la ley.
Pero las mujeres no son las únicas en menstruar. O no todas las personas que menstrúan se identifican como mujeres. Mateo Gorga Navarrete tiene 33 años y todavía hace dos, cuando inició su tratamiento hormonal, menstruaba.
Como toda persona trans, Mateo mantiene un debate intenso en torno al cuerpo humano —su propio cuerpo— en relación con la identidad, el género, la sexualidad. Un varón trans es una persona que nació en el cuerpo de una mujer pero que, en determinado momento de su vida, decide transicionar y cambiar su identidad de género al masculino: además de cambiar de nombre y de maneras de vestir y de expresarse, el proceso suele ser acompañado por intervenciones quirúrgicas y hormonales.
Y si la menstruación es, de suyo, un proceso lleno de estigmas y prejuicios para las mujeres, en algunos varones trans puede significar un evento traumático. El discurso binario y reproductivo que prevalece en torno al sangrado menstrual resulta violento para quienes disienten de las identidades tradicionales.
Psicólogo y sexólogo, Mateo explica que si, para muchas mujeres cisgénero –es decir, que no son trans– la visita ginecológica puede ser incómoda, “para hombres trans o personas no binaries resulta mucho peor, sobre todo en el sector público”.
La primera vez que Mateo menstruó fue a los 16 años. Durante 14 años, más allá de cierta incomodidad, la menstruación no le causaba mayor dolor o conflicto, pero carecía de significado. Sin embargo, los productos de higiene menstrual suelen ser promovidos por las marcas mediante estereotipos femeninos, lo cual puede desatar dismorfias o disforias de género en las personas trans: trastornos de ansiedad vinculados a la ansiedad generada por la autopercepción del propio cuerpo.
“Las toallas no deberían estar en el pasillo de higiene femenina, sino en los de higiene en general”, dice Mateo. Recuerda que, para evitar los cuchicheos, optó desde hace años por comprar una copa menstrual por internet. Situación que, explica, ha provocado que muchos pequeños negocios de personas trans hayan crecido en los últimos años gracias a la venta de toallas de tela y otros artículos con diseños neutros.
Mateo sigue menstruando. Desde que comenzó a recibir tratamiento hormonal, hace dos años, el sangrado ha desaparecido casi por completo. Si interrumpe su tratamiento de testosterona el ciclo volverá a activarse, a menos que decida hacer una histerectomía —cirugía que consiste en la extirpación del útero, cuello uterino y trompas de falopio. Pero no es algo que le preocupe.
—Yo no deseo gestar, pero hay hombres trans que gestan después de su transición hormonal —explica—. Muchos otros no desean gestar, pero están bien con su menstruación. Esto es básico: no todas las mujeres menstrúan y no todas las personas que menstrúan son mujeres. Que a mí me pase no me quita ser persona trans masculina o no binarie. Pero, para salvar todos estos prejuicios en torno a la menstruación, necesitamos educación integral: que se hable de equidad de género, de perspectiva de género y de diversidad sexual desde la primaria, desde el kínder.
Ni agua ni educación
Pero un panorama así, donde la educación pueda ser útil para superar los tabúes y prejuicios en torno a la menstruación, todavía parece lejano. Roselia Gutiérrez, por ejemplo, recuerda que su primera menstruación llegó cuando tenía casi 15 años y ni siquiera sabía qué era lo que le pasaba:
—Vi sangre y no sabía por qué estaba sangrando: pensé que me había hecho alguna herida. No sabía cómo decirle a mi mamá. Pensé que me iba a regañar. Lo que hice fue quedarme hincada, esperando a que pasara el sangrado. Cuando vi que no pasaba, empecé a llorar.
Roselia es integrante de la Red por los Derechos Sexuales y Reproductivos en México (ddeser). Vive en San Mateo del Mar, una comunidad en el Istmo de Tehuantepec, Oaxaca. Allí, como en otras comunidades indígenas del país, menstruar es algo que se hace en silencio: “No se habla, no se toma en cuenta, las mujeres lo ocultan, es invisible. Para los hombres en la comunidad es algo sucio”.
Si la educación pública resulta insuficiente y poco adecuada para abordar el tema de la menstruación desde una perspectiva de equidad y diversidad, en los contextos indígenas la información puede, simplemente, no existir. Según relata Roselia: “Es posible que en (las clases de) Biología se hable algo, pero si el maestro es de fuera no podrá explicarlo en la lengua originaria y esto influye mucho, porque la mayoría aquí hablamos ombeayiüts”.
El ombeayiüts es una de las variantes de la lengua huave. “La peay akoiy ximeats” suelen decir las mujeres de San Mateo del Mar cuando menstrúan. Significa, literalmente “ya me llegó mi dolor de vientre”.
Pero la educación no es el único problema. En el Istmo de Tehuantepec más de una comunidad indígena ha denunciado la falta de servicios de agua potable. Situación que, además de violar un derecho humano fundamental, agrava las condiciones en que las mujeres indígenas pueden gestionar su menstruación.
Al respecto, Steph Ferrera y Laia Cerqueda, creadoras del proyecto Ixchel Aradia, añaden que los ingresos familiares resultan insuficientes para destinar una parte a la compra de toallas sanitarias o tampones. Con este proyecto intentan facilitar el acceso a copas menstruales en comunidades indígenas, cárceles y barrios marginales, siguiendo el modelo de las “carpas rojas”: establecer un lugar donde las mujeres puedan reunirse para compartir saberes médicos y tradicionales sobre la menstruación, los cólicos, el embarazo y otros procesos que atraviesan sus cuerpos.
—Imagínate a una familia en una comunidad rural con una mamá y adolescentes de 14, 15 y 18 años. Los paquetes de toallas están entre 40 y 50 pesos por mes, por mujer. Y hay familias que son diez. Supone un costo que las familias no pueden asumir.
Desde su experiencia, intentan definir los obstáculos que atraviesan las mujeres que viven en una comunidad indígena para acceder a una menstruación digna. Por un lado, está el control patriarcal sobre los cuerpos de las mujeres, entendidos sólo con fines reproductivos. Pero, también, existen prejuicios de índole religiosa y un sistema de consumo en donde los productos de gestión menstrual se promueven sin contemplar a todos los estratos; mientras que la educación pública aborda el tema de manera superflua.
“Hemos estado en comunidades en donde una mujer de 20 años, con su bebé en brazos, le cuenta a su mamá sobre su primera menstruación porque nunca habían hablado de eso”, cuenta Steph.
Cuando menstruar duele más
Durante su estancia en el penal femenil de Santa Martha, Mayola Narváez vendía sus toallas por 10 pesos. La menstruación no era una prioridad, como sí lo eran las drogas. “Cuando estás drogada, menstruar no es algo que se viva o que se sienta”, explica cinco años después de recuperar su libertad. Solucionaba el problema con retazos de tela que dejaba en su ropa interior hasta por dos días: “Cuando había mejor suerte, con rollitos de papel de baño”.
Las prisiones mexicanas son uno de los sitios donde la indiferencia de las instituciones públicas en torno a la salud menstrual resulta más evidente. Desde 2019 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha emitido una serie de recomendaciones a los centros de reclusión de cada estado en la que advierte que “las toallas sanitarias se adquieren con recursos propios, ya que el centro no se los proporciona”. Tres años antes, en la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL), el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) documentó que sólo 41% de las mujeres privadas de su libertad recibieron artículos de higiene personal.
Mientras las activistas por la menstruación digna han logrado que en ciudades como Nueva York el Estado esté obligado a proveer productos de higiene menstrual a las mujeres privadas de la libertad, en México apenas comienzan a finales de 2020 se presentaron algunas iniciativas a nivel federal y en la Ciudad de México para que las autoridades garanticen el acceso a toallas, tampones o copas menstruales a las mujeres en prisión. Mientras que el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) reporta que entre 15% y 50% de las mujeres jóvenes de 12 a 24 años experimentan dolor durante sus periodos.
—Te pega lo de las hormonas —expresa Mayola, quien fue trasladada de Santa Marta al Centro Femenil de Readaptación Social Tepepan, donde superó las adicciones y volvió a sentir sus ciclos menstruales—. En la noche, sola en tu cama, viene todo el sentimiento de nostalgia, de tristeza. A mí así me pone la menstruación; yo sí te hago un chilladero. En esas noches me llegaban un montón de cosas a la cabeza. ‘No manches, estoy en la cárcel, ¿y hasta cuándo voy a salir?’, pensaba, enojada porque no podía escoger mis toallas; las que vendían adentro me rozaban bien feo.
Cuando nuestros periodos se sincronizaban se volvía una cosa tremenda: todas mentándonos la madre. Nunca llegamos a agarrarnos a madrazos, nos toleramos todo. Yo me ponía chille y chille porque, de por sí, menstruar duele: en la cárcel duele más.