Liliana tiene 10 años y la emergencia sanitaria le cambió la vida por completo. La razón que expone es incuestionable: “Yo nunca había vivido una pandemia”.
Antes de la crisis, Liliana pasaba la mitad del día en la escuela, donde estudiaba también su mejor amiga; luego asistía a clases de danza aérea y, ya en casa, aprendía a tocar el teclado eléctrico siguiendo las instrucciones de otra compañera de su misma edad.
Hoy su rutina es otra: “Me levanto, desayuno, prendo la tele para las clases, estoy tres horas ahí, me baño, juego muchas horas, me duermo. Ese es mi día”.
Antes se despertaba y se dormía muy temprano. Hoy sale de la cama a las 10 de la mañana y pueden darle las tres de la madrugada sin que le llegue el sueño.
“Antes podía salir —lamenta—. Salía a plazas, salía con mis abuelos, con mis primas. A veces, a veces —enfatiza—, o sea, casi nunca, voy a casa de mis abuelos”. Pero ese no es un gran viaje, reconoce, porque ellos viven en la banqueta de enfrente.
—Voy con cubrebocas y no me les acerco. Cuando la gente no usa cubrebocas me enojo muchísimo.
De hecho, Liliana tiene una fantasía: imagina que con una pistola de agua empapa a las personas sin cubreboca que ve caminar por la calle mientras les grita: ¡Ponte cubrebocas!
—Me encantaría hacer eso —dice—. O sea, estoy harta, y cuando tengo que salir porque es necesario y veo a alguien sin cubrebocas me enoja muchísimo. Y lo peor es que, si les digo algo, no van a obedecer porque son desobedientes. Estamos haciendo lo posible para que esto ya se acabe; porque el virus se va a quedar aquí para siempre, pero la pandemia sí se puede ir.
A veces Liliana también imagina a “AMLO con rayos láser en los ojos, como una cabeza gigante, diciendo ‘¡Quédate en casa!’”. Liliana no sabe que el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es uno de los personajes públicos más reticentes al uso de cubrebocas.
Pero no todas las aventuras que imagina tienen que ver con la pandemia. Otras tienen que ver con su conclusión. Extraña ir a plazas, por ejemplo, “de shopping“: corretear entre las tiendas junto a su hermano de 16 años, para comprar, acaso, un llavero, mientras su mamá y su abuelita admiran muebles.
—Si ahorita mismo no hubiera cuarentena, iría a una plaza.
Mientras tanto, lidia con el tedio. Juega Roblox en internet por horas, donde hace nuevos amigos a los que, en realidad, no conoce. Cuando se harta también de todo eso, cuenta, se entretiene molestando a sus gatos: “Una es muy payasa y no se deja acariciar ni bañar, se baña una o dos veces al año, aunque se supone que los gatos se bañan solos. Pero yo siento que se ensucian más, porque, ¡qué asco, se bañan con su saliva! ¿Y si comieron atún? Eso no huele muy bien que digamos”.
Secuelas de largo plazo
El confinamiento derivado de la emergencia sanitaria , prolongado ya por más de diez meses, puede llevar a los niños y niñas a escenarios de soledad y frustración. En algunos casos puede, incluso, generar regresiones a etapas tempranas de desarrollo, o la reproducción de comportamientos adultos, explica en entrevista con Corriente Alterna la maestra en psicoterapia infantil Xóchitl Padilla, académica de la Universidad Nacional Autónoma de México.
—Los hábitos y las rutinas son importantes en la vida temprana. Le permiten a los niños estructurarse: saber qué va a pasar y autorregular su comportamiento.
Pero la pandemia afectó seriamente los hábitos de niñas y niños. Este impacto inmediato en sus vidas, el estrés y la ansiedad de no saber qué va a pasar, puede dejar secuelas a mediano y largo plazo en su desarrollo, detalla la maestra Padilla.
—Ahora, lo que estamos viendo en los niños es que se vuelven muy adultos en su lenguaje y en su forma de expresarse. Esto no implica mayor madurez sino que están imitando a los adultos por el ambiente en el que ahora están confinados. Eso puede generarles problemas en el mediano plazo, cuando tengan la oportunidad de volver a interactuar con otros niños y niñas.
La convivencia entre pares —niños y niñas de la misma edad— les permite construir habilidades sociales: negociar, resolver problemas en conjunto y fomentar nociones de empatía con otras personas, desarrollar capacidades que les permitan expresar necesidades, pensamientos y sentimientos. Privados de esta convivencia pueden enfrentar dificultades para adquirir dichas habilidades en el futuro.
Sin embargo, las dificultades que puede acarrear la pandemia para el desarrollo humano de los menores de 0 a 12 años de edad, advierte Padilla, no derivan sólo de la pérdida de rutinas y actividades de convivencia sino, también, de las nuevas dinámicas familiares y sociales alteradas por el confinamiento, posibles duelos y adversidad económica.
La pandemia de estrés
—Antes de la pandemia —cuenta Diana, de 8 años—, cuando estaba en la escuela yo decía: ‘Extraño mi casa’. Era una bipolar. Ahora que estoy aquí soy de ‘Extraño la escuela’. Digamos que extraño uno de los dos, porque no estoy interactuando con él.
Durante el confinamiento Diana acepta que juega mucho y le encanta el maquillaje. “El maquillaje es mi hábitat natural”, dice. No sabe de dónde sacó ese gusto, aunque se considera una experta en aplicar iluminador en la nariz, entre otras cosas, gracias a los tutoriales de Youtube.
—Pero los Reyes Magos me trajeron maquillaje para niñas: ¡yo pedí maquillaje para señora!
Diana juega, sobre todo, dentro de su casa. “Por los conflictos que han tenido mi mamá y la familia de mi papá, ya no me siento a gusto”, aclara.
Las dificultades económicas que enfrentan muchas familias a consecuencia de la pandemia, la convivencia forzada, el contagio de COVID-19 de seres queridos, las mismas muertes, el miedo en torno a la enfermedad, también implican que, en muchos casos, los adultos vean disminuida su disponibilidad afectiva; y esto afecta la forma en que cubren las necesidades de su hijos y la forma en que se relacionan con otros integrantes de la familia.
Según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, a raíz de la pandemia 71% de los hogares mexicanos vieron reducido su ingreso económico. Lo cual significa “un impacto directo en otros derechos de la niñez y la adolescencia”. El derecho a una alimentación sana, por ejemplo, garantizado sólo en 21% de las familias.
Esto, subraya Xóchitl Padilla, puede llevar a papás, mamás, hijos e hijas, a cuadros de depresión, ansiedad y estrés postraumático: “Los niños que ven a familiares a quienes sacan de la casa en una aparatosa cápsula de seguridad sanitaria, pueden vivir esa experiencia como traumática”. Pero no es sólo eso: “Papás irritables, peleando, discutiendo. El estrés en los adultos genera situaciones tensas a la que los niños están expuestos, situaciones que no entienden pero que viven”.
La imposibilidad de hacer rituales para cerrar ciclos, en el caso de las familias que enfrentan la pérdida de seres queridos, puede derivar en una acumulación de sentimientos difíciles de asimilar durante la niñez.
Todas estas afectaciones inciden simultáneamente en adultos, jóvenes, adolescentes y en la población infantil, y son ya el origen de diversos problemas de salud mental, de socialización y de aprendizaje.
—Si no se toman medidas a tiempo —advierte la maestra Padilla—, orientadas a atender sus efectos, éstos podrían verse a largo plazo.
Espacios dignos
Ximena tiene 10 años y todos los días juega en su patio.
—Ayer jugué un ratito, estuve corriendo un poquito afuera de mi casa. Todos los días desayuno, hago algún quehacer, veo videojuegos y, cuando no tengo nada qué hacer, salgo a jugar con mis perros. No voy a jugar al parque porque tengo un patio que está un poquito grande. Además, cerraron el parque de por mi casa.
En México, al menos 20% de los hogares carece de un patio donde puedan jugar niñas y niños, según la Encuesta Nacional en los Hogares 2017, del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi). Para el resto de la población infantil, los parques y jardines públicos representaban un espacio de juego, encuentro y aprendizaje.
Pero, tal como afirma Ximena, la mayoría de los espacios para convivencia infantil ubicados en parques y jardines públicos están cerrados, por recomendación de la Academia Mexicana de Pediatría, que sugirió a la Secretaría de Salud mantener esta medida preventiva con el fin de evitar contagios entre menores, mientras prevalezcan los brotes de COVID-19.
Sin embargo, “A”, de 2 años, que vive con su papá, su mamá y su hermana en un departamento de la Ciudad de México, no acepta ese argumento.
—¡Están cerrados, están cerrados! —protesta cuando se percata de que el acceso a los juegos infantiles del parque aledaño a su edificio está cancelado.
En este parque hay dos resbaladillas: una para niños y otra para perros.
Nos saltamos la valla de los juegos infantiles —narra su papá— y mi hija se pone a jugar con su hermana, que tiene seis años. Pero, entonces, llega un policía y nos ordena retirarnos. Su mamá discute: ‘Éste es un espacio abierto con muy poco riesgo de contagio; los niños llevan meses encerrados, tienen derecho a jugar; en lugar de cerrar el espacio podrían controlar que se use con sana distancia y cubrebocas’.
Pero nada saca al policía de su postura. “Se tienen que ir”, les dice.
—¿Por qué el área de los perros, con todo y sus resbaladillas, sí está abierto; quién tiene derecho al espacio público?
Esta es la nueva rutina cada vez que van al parque. Jugar hasta que el policía las corra.
Pero la desigualdad en la que viven los niños y niñas mexicanos, va más allá de los patios y los parques.
—Algunas casas no tienen techo —explica Miriam, de seis años—. Tienen que ponerles algo seguro cuando no tienen techo, porque de la calle se viene el aire y se lo traen (el coronavirus) a su casa.
Aunque no existen evidencias de que el COVID-19 pueda viajar grandes distancias a través del aire, encapsulado en gotas de saliva, Meztli acierta en el hecho de que las condiciones de las viviendas determinan, en mucho, las posibilidades de las familias mexicanas para sobrellevar el confinamiento.
Ana, por ejemplo, tiene 10 años y vive en Tamaulipas, en donde una tormenta de nieve congeló las tuberías y los caminos en febrero pasado, lo que provocó apagones, además escasez de agua y gas. Así, con mucho frío, Ana sobrelleva el asma que padece.
—Mi mamá me regaló un cubrebocas —dice—, está muy bonito, pero no tiene caso porque no puedo acompañarla a hacer las compras y, si salimos, me quedo en el auto.
Según el Inegi, 27% de los hogares mexicanos carece de agua corriente en cocinas o baños, imprescindible para mantener las medidas de higiene contra el COVID-19, como lavado constante de manos y limpieza de superficies. En 3.5% de los hogares se debe acarrear el agua desde los ríos cercanos.
De todas formas, Miriam, la pequeña de seis años preocupada por el deterioro de las viviendas, no está tan equivocada: 44% de los hogares mexicanos necesitan reparar sus techos, para que no se les meta el aire.