Para Santiago el lenguaje es una barrera. Hacerse entender por su familia y compañeros de clases ya era difícil, pero tomar terapias particulares le ayudaba a expresarse mejor. Entonces llegó la pandemia y el confinamiento puso todo en suspenso: la escuela, la terapia, el contacto con otros niños y niñas.
Con el paso de los meses Santiago puso cada vez menos atención a sus compañeros: es difícil interactuar a través de una pantalla. Empezó a olvidar palabras. Hoy se comunica solo a través de señas.
–No tengo idea de cuál sea el retroceso –dice Itsi Molina, su madre–. No lo sé medir. Pero es mucho, lo veo. Y me pesa horrores. Si algo le debo reclamar a la pandemia es eso.
Santiago tiene nueve años; quiere regresar a la escuela, pero no puede hacerlo sin arriesgar su salud. Como muchos otros niños y niñas con síndrome de Down, su condición lo vuelve propenso a males pulmonares y cardiovasculares: tiene altas probabilidades de enfermar de gravedad ante un contagio de COVID-19. Por esa misma razón, su familia mantiene un confinamiento estricto desde hace 15 meses.
Aunque varios estados han reiniciado clases presenciales, en México no existe un plan de retorno pensado especialmente para las y los estudiantes que, como él, tienen alguna discapacidad u otra condición de vida.
Durante la pandemia, las actividades de todos los niveles educativos en México se trasladaron a la modalidad a distancia. No obstante, para niñas y niños con discapacidad intelectual no se crearon programas especiales ni adaptaciones curriculares.
Esto ha provocado que estudiantes con discapacidades y otras condiciones de vida presenten retrasos en su aprendizaje o pierdan habilidades.
La subsecretaría de Educación Básica de la SEP publicó el 16 de abril de 2021 la Estrategia Nacional para el Regreso Seguro a Clases Presenciales en las Escuelas de Educación Básica; solamente hay una mención, en la página 38, al “plan de intervención” y/o “proyecto de vida” en el caso de estudiantes con discapacidad.
De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020, 16 de cada 100 personas en México viven con discapacidad o con limitaciones para ver, oír, hablar, caminar o comunicarse. Una de cada diez de ellas está entre los 15 y 29 años de edad, sector de población que todavía no recibe turno en la campaña nacional de vacunación contra COVID-19. No se sabe con exactitud cuántas personas con síndrome de Down viven en México; pero se estima que cuatro de cada diez mil nacimientos tienen esta condición.
La educación a distancia, otro problema
Antes de la pandemia los estudiantes con discapacidades que cursan educación básica tenían acceso a dos servicios proporcionados por la Secretaría de Educación Pública: los Centros de Atención Múltiples (CAM) —planteles dedicados por completo a estudiantes con discapacidades— y las Unidades de Servicios de Apoyo a la Educación Regular (USAER) —grupos de docentes, trabajadores sociales y psicólogos que apoyan presencialmente en escuelas públicas a estudiantes con discapacidades o con capacidades y aptitudes sobresalientes.
–Si, de por sí, era difícil en actividad “presencial” trabajar con los alumnos, en este caso, con la pandemia, es todavía un reto muchísimo más grande. Nunca imaginamos que la pandemia duraría tanto.
Quien habla es Elizabeth Aguilar, docente de USAER en una escuela secundaria de Atlixco, Puebla. Está a cargo de 17 estudiantes con discapacidades; de los cuales, uno tiene síndrome de Down. Sus alumnos ya quieren regresar a las aulas.
El distanciamiento social puede tener consecuencias negativas a corto y mediano plazo en el comportamiento de jóvenes con síndrome de Down, explica la doctora Julia Barrón, posdoctorante en el Laboratorio de Neuropsicología del Desarrollo de la Facultad de Estudios Superiores (FES) Zaragoza, de la UNAM. Explica que la reclusión aumentó los comportamientos identificados como “perturbadores sociales” en las personas con síndrome de Down: la apatía, la hostilidad y la ansiedad se instalaron en su vida cotidiana, entorpeciendo su aprendizaje escolar y social, así como la formación de relaciones interpersonales saludables a largo plazo.
Pasar tanto tiempo lejos de las aulas y de sus compañeros de clase, advierte Barrón, puede afectar las habilidades del lenguaje de las infancias con síndrome de Down: las margina, las condena al silencio.
Jóvenes con síndrome de Down, vulnerables a COVID-19
En la escuela de Santiago la mayoría de los padres de familia votaron contra el regreso presencial el 7 de junio pasado. Itsi respaldó la negativa: no quiso exponer a su hijo al contagio.
Janeth Cruz vivió una encrucijada similar. Su hija Valentina, de 15 años, cursa sexto de primaria en un CAM ubicado en la alcaldía Iztacalco. Los directivos de la escuela preguntaron a padres y madres de la comunidad si querían volver, lo antes posible, a clases presenciales. Las familias se negaron. ¿Cómo podían garantizar la prevención de contagios si en el plantel ni siquiera hay agua para lavarse las manos?
“No es que queramos que vayan a clases porque ya no aguantemos a nuestros hijos; sino que, con los chicos con discapacidad, es más severa la situación”, explica Janeth Cruz. “A Vale trato de calmarla, pero llega un momento en que quiere salir, dice que quiere ver a sus amigos, a los del entrenamiento de atletismo, a su entrenador. Yo le digo: hay que esperar”.
Doble y triple jornada
Remedios Ortega, de 56 años, es de las mamás de jóvenes con síndrome de Down que apoyan el regreso a clases presenciales, pese a los riesgos. Su hijo Pável tiene 14 años y cursa segundo de secundaria en un CAM.
Durante la pandemia, Remedios se ha hecho cargo del acompañamiento de la educación a distancia de Pável, a la par de su trabajo remunerado y el mantenimiento de la casa. Aunque su hijo se adaptó bien a las clases virtuales, necesita apoyo personalizado para seguirlas, y ella no siempre tiene el tiempo o la energía.
—Me desesperé: o era la junta con la escuela o eran mis juntas de trabajo o era la actividad de Pável. Había momentos en que yo tenía que decir: “Mire, discúlpeme, no voy a poder entrar porque tengo una junta”.
Pável practica atletismo, natación y barras. Es un adolescente sociable. Vive con síndrome de Down y con una sordera media que le detectaron a los cuatro años; desde entonces recibe atención médica especializada, además de haber sido sometido a dos cirugías: una para extirparle las amígdalas y otra para reparar la membrana de sus tímpanos. Pese a todo, Pável aún pronuncia frases que resultan difíciles de comprender.
Por eso, en cuanto se manejó la posibilidad de regresar a clases presenciales con el semáforo epidemiológico en verde, Remedios se manifestó a favor ante la comunidad de su CAM. Sin embargo, la falta de mantenimiento de la escuela impidió que volvieran en la fecha indicada por el gobierno capitalino. Dos semanas después se suspendió el regreso debido a un crecimiento en los contagios de COVID-19.
—Según la escuela, no estaba en condiciones: tenían que sanitizar, limpiar, ordenar. Debieron haber empezado por ahí; no que, primero preguntan si preferimos regresar y ya, luego, prácticamente nos dicen “pues, no” —explica molesta.
Por ahora tendrá que seguir atendiendo su triple jornada laboral en casa. “Veré la manera de seguir apoyándolo; pero, ahora sí, con toda la pena, voy a tener que decir que habrá momentos en que no pueda conectarme; y no porque no quiera, sino porque lo que me paga es atender mi trabajo y de eso vivo”.
El esfuerzo de las familias
En este proceso de cambios sociales abruptos que impone todavía la pandemia, son las familias de las infancias y juventudes con síndrome de Down quienes cargan con casi todo el peso de su educación.
Las familias entrevistadas por Corriente Alterna han aprendido junto con sus hijas e hijos y, a pesar de las complicaciones, siguen comprometidos con su formación. Lo dice Remedios Ortega: “Pável me ha enseñado su capacidad, sus ganas de vivir con todo lo que él ha aprendido, pero sé que no ha sido solo: siempre ha tenido gente a su alrededor”.