Durante dos años, los vecinos del Edificio Trevi protagonizaron un conflicto con la inmobiliaria que compró el inmueble. Su lucha, articulada en torno al acceso pleno al derecho a una vivienda digna y adecuada, encontró un final abrupto debido a la pandemia de covid-19.
Resulta curioso que el último habitante del Edificio Trevi sea Daniel Gutiérrez: un profesor de sociología que ha dedicado su trabajo a estudiar, entre otras cosas, las causas culturales y religosas que determinan la discriminación de las comunidades otomíes de Querétaro y el Estado de México; o cómo las comunidades de Guerrero encuentran en la autonomía estrategias para acceder a derechos que les son negados a causa de su identidad indígena.
–Nuestro caso es muy parecido a lo que les ocurrió a los otomíes de Actopan, Hidalgo, en el valle del Mezquital –dice–. Una cementera compró buena parte del territorio. Ahora que no hay forma de sembrar, porque la cementera ha contaminado las aguas, la gente tiene que trabajar para la misma cementera. Detrás de estas estrategias de despojo hay nuevas dinámicas de esclavitud.
El departamento 23 es hoy apenas un escritorio, una pequeña parrilla y los restos astillados de lo que alguna vez fue un librero. Hay también una pequeña cama en otra habitación, una computadora, algunos trastes, poco más. Hace tiempo que el profesor Gutiérrez decidió convertir su apartamento, el cual arrendaba desde hace más de dos décadas, en una suerte de búnker.
–Soy el último de los mohicanos –dice, riéndose de sí mismo aunque sin ocultar su enfado.
Desde hace más de dos años, el profesor mantiene una guerra abierta contra una empresa inmobiliaria. En abril de 2018, y en alianza con diez de sus vecinos, inició una demanda contra la familia Cabrera Villoro: los antiguos dueños del inmueble. Un mes antes, en marzo, alguien deslizó por debajo de la puerta de algunos de los vecinos un par de hojas engrapadas: se anunciaba que el edificio sería vendido, con toda una veintena de familias todavía habitándolo. El documento especificaba que, si alguno de los inquilinos quería acceder a su derecho al tanto, tendría que pagar 80 millones de pesos.
Esa misma semana los vecinos improvisaron una asamblea. Fue un miércoles por la noche. Ninguno de los vecinos era abogado y nadie había escuchado jamás ese término: “derecho al tanto”. Hasta ese momento, el Edificio Trevi era habitado por diversas personas: un par de jazzistas que comenzaban a practicar escalas a las ocho de la mañana –en el saxofón o en la guitarra–, un guitarrista que trabajaba como mesero, un matemático melómano que había puesto un bar a unas cuantas cuadras, un artista sonoro que solía presentar su trabajo en los museos de los alrededores, una psicóloga, un percusionista que hacía sonar su marimba por las tardes, la administradora del Café Denmedio –un cafecito en las faldas del edificio, sostenido y atendido por músicos de son jarocho–, dos cineastas que casi nunca estaban en casa, un escultor, una familia de comerciantes en vía pública, dos reporteros, una contadora, una mujer de 80 años con su nieta, sus dos hijas –que trabajaban dando servicios de intendencia– y su nieta, un danzante conchero, una partera tradicional, una trabajadora del hogar y su hijo, una señora jubilada, el velador de una secundaria, un panadero y un fumador empedernido de sesenta y pico encargado de cobrar las rentas y efectuar los trámites administrativos del edificio.
De todo aquello queda sólo el departamento 23 y el profesor Gutiérrez, sus malos chistes y un enfado enquistado por el estado actual de lo que fuera su casa.
–En los años noventa -dice- viví en Francia, en el barrio más antiguo de Marsella: Le Panier. Hasta que, en 1996, comenzaron a desalojarnos a todos los migrantes: a los africanos, a los latinos, a los de medio oriente. Todavía no existía el término gentrificación, pero era esto exactamente: expulsar a las clases populares para beneficio del turismo.
Después de aquella expulsión volvió a establecerse en México, en el Centro Histórico, entonces considerado un territorio en decadencia. Más de dos décadas han pasado, meses y meses de pagar renta puntualmente. Su demanda tiene como objetivo acceder al “derecho tanto” de manera plena. El derecho al tanto significa, en resumen, un trato preferencial a cambio de los años de dinero, trabajo y tiempo invertido en un espacio como inquilino. Es decir: antes de vender un inmueble sobre el cual pesa un contrato de arrendamiento, el arrendador tiene la obligación de ofrecerlo primero al arrendatario. El reclamo del profesor Daniel, de los vecinos y locatarios es claro: ofrecerles el derecho al tanto por todo el inmueble y no por los departamentos que arrendaban fue una trampa para hacer este mecanismo algo inalcanzable.
Desde entonces, el profesor ha tenido que enfrentar dos demandas en contra suya con el objetivo de desalojarlo, además de otros procesos engorrosos. Hasta antes de la emergencia sanitaria por covid-19, también soportó un ejército de trabajadores de la construcción que martillearon cada una de las paredes alrededor de su casa durante ocho horas al día. El escándalo era enloquecedor.
–Han demolido ya muros internos, por supuesto –refunfuña mientras señala los polines metálicos que sostienen la carcasa de otro de los departamentos ya vacíos–. Logramos que cancelaran las obras en dos ocasiones pero ahora la PAOT (Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial) dejó de respondernos. Dicen que ahora sí ya tienen todo en regla. Yo fui personalmente a sus oficinas gritarles que había vidas en riesgo, que no podían permitir esto; les importó poco… asquerosos tecnócratas.
Los vecinos insisten que no fueron “intervenciones menores” las que se realizaron dentro del edificio. Además del estruendo, los trabajos ocasionaron interrupciones en los servicios de agua y luz. El polvo y los bultos de escombro se acumulan todavía en los pasillos y en las escaleras. No es raro que, a causa de esto, la mayoría decidiera abandonar el inmueble. Hace unas semanas los inquilinos que permanecían en la demanda firmaron un acuerdo con la empresa titular del Fideicomiso que compró el edificio: Inmobiliaria Iterativa S.A.P.I. o Público Coworking, según su nombre comercial. A cambio de una indemnización, aceptaron desistir del proceso legal y entregar los espacios en disputa, los cuales resultaban ya inhabitables.
También el profesor Daniel Gutiérrez firmó aquel convenio. Pero nunca estuvo de acuerdo con él.
–Para mí importaba llegar hasta el final, incluso si perdíamos –dice–. Si acepté el trato fue porque el cariño que nos teníamos como vecinos. Eso que nos mantuvo dos años peleando, fue usado como una forma de chantaje. Firmé por el Café Trevi, por ellos acepté irme.
Dos días después de esta charla, el 31 de julio, Daniel se despidió de los 70 metros cuadrados que solían ser su casa.
El derecho al tanto
Yo (el autor de este texto) fui uno de los diez inquilinos y dos locatarios que participó en la demanda junto al maestro Daniel Gutiérrez. La demanda estuvo dirigida a cuatro miembros de la familia Cabrera Villoro, por habernos mantenido al margen de la compra-venta y ofrecernos el derecho al tanto de manera viciada. Al juicio fue llamada, como tercera involucrada, la empresa compradora: el fideicomiso 2476/2017 de Banca Mifel, cuyo titular es Público Coworking.
No fue una ocurrencia ni un divertimento lo que nos llevó a participar en un conflicto así. Algunos de los vecinos estaban realmente ofendidos porque no se les haya contemplado con seriedad, puesto que cada año insistían en su deseo de comprar un departamento o incluso los locales que arrendaban. No era para menos: el alquiler en el Centro Histórico es cada día más caro. En la última década, decenas y decenas cafés centenarios, cantinas tradicionales, fondas, tiendas de abarrotes y ultramarinos, carnicerías, restaurantes han desaparecido a causa de ese fenómeno hoy llamado gentrificación: la expulsión de habitantes y el alza forzada en los costos de alquiler a causa de la especulación del suelo urbano.
Desde hace varios sexenios, cada candidato a jefe de gobierno de la Ciudad de México suele hacer una promesa de campaña: volver a poblar el Centro Histórico. Si para los años setenta se contaban alrededor de medio millón de habitantes en esta zona, para principios de milenio el número de habitantes era menos de 200 mil. Las explicaciones sobran: el sismo de 1985, los cambios de uso de suelo que privilegian el uso comercial de los edificios, las obras de renovación urbana y, actualmente, plataformas como Airbnb que han permitido que espacios habitacionales (edificios enteros) se conviertan en lugares para el hospedaje turístico a gran escala. Los residentes del Centro hoy difícilmente llegan a los 70 mil y se ha vuelto una escena común ver a familias desalojadas de sus casas acampando a pie de calle.
En mayo de 2018, la todavía candidata a jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, realizó un mitin a los pies del Edificio Trevi, en la esquina de la calle de Doctor Mora y Colón, frente a la Plaza de la Solidaridad. Con diferentes organizaciones del Movimiento Urbano Popular se comprometió por escrito a emprender políticas públicas que “garantizaran el derecho a la ciudad” y “evitaran la gentrificación”.
Pese a ello, hasta la fecha, todas las iniciativas de ley que han partido de la ciudadanía y que han tenido por objeto detener los desalojos forzados han sido rechazadas en el Congreso local. Por ejemplo: la propuesta de reforma al Código Civil de la Ciudad de México que pretendía evitar desalojos forzados durante la pandemia y establecer una mínima relación de equidad jurídica entre inquilinos y caseros, fue desechada a principios de junio.
En este contexto, el derecho al tanto se nos presentó como un mecanismo legal capaz de equilibrar la balanza y honrar el contrato entre caseros e inquilinos, ya no como una relación de subordinación sino como un pacto entre socios.
Resulta curioso que, más o menos en los mismos años en que fue construido el edificio Trevi, en 1954, tuviera lugar un intenso debate en la Cámara de Senadores respecto al derecho al tanto. En el Diario de los Debates, fechado el 9 de noviembre, quedó constancia del carácter de fondo de este mecanismo como una forma efectiva de ligar la figura de la propiedad privada a su función social, además de garantizar un banco de vivienda para la clase media de una ciudad ya encarecida:
“Los únicos que deben tener derecho al tanto –enunció el senador Alfonso Pérez Gasga– son los inquilinos para satisfacer profundas necesidades sociales. (…) La admisión del derecho del tanto al inquilino, sin restricción de ninguna especie, de ninguna naturaleza, podrá incluirse una norma que evite que este derecho se convierta en un camino para la especulación, sino en la protección de una verdadera necesidad”.
El recuerdo de las huelgas de alquiler impulsadas desde 1921 por Herón Proal, María Luisa Marín y el Sindicato de Inquilinos estaba todavía vivo. Apenas una década antes decenas de organizaciones replicaban las acciones del sindicato en las colonias céntricas de la capital y en varias ciudades del país. Más de medio siglo después, cientos de inquilinos intentan hacer válido un derecho fundado en una larga historia de movilización social. Sin embargo, las empresas inmobiliarias han encontrado huecos legales, lagunas en la ley, para convertirlo en letra muerta.
En el caso del Edificio Trevi, la familia Cabrera-Villoro argumentó que el edificio no estaba regularizado bajo el régimen de propiedad en condominio y, por ende, no estaban obligados a ofrecer el derecho al tanto de manera diferenciada por los departamentos que arrendábamos los inquilinos.
El conflicto duró dos años y el litigio no llegó a resolverse. En parte porque el Fideicomiso encabezado por Público Coworking hizo lo posible por retrasarlo –interpuso, por ejemplo, trece demandas en otros juzgados que terminaron enredando todo el proceso–. A principios de año, cuando pensábamos que la jueza del juzgado XX por fin se pronunciaría al respecto, la pandemia de coronavirus paralizó buena parte del mundo, incluidos los juzgados de la Ciudad de México.
Edificio Trevi: el último sobreviviente
Es una leyenda entre sus parroquianos más añejos que el Ernesto “Che” Guevara y Fidel Castro solían sentarse en los sillones rojos de la Cafetería Trevi, ubicada en la esquina de Doctor Mora y Colón, frente a la Alameda Central. No hay una sola foto que lo demuestre pero tampoco sería raro. La cafetería fue fundada en 1955, justo un año antes de la partida de los insurrectos a bordo del bote Granma y sus paseos por el Centro Histórico y la colonia Tabacalera sí fueron documentados a detalle.
Últimamente, la historia de la cafetería ha sido contada hasta el cansancio. Fundado por el emigrante italiano Franco Pagano, en el local comercial más grande de un edificio recién construido, el Trevi prevalece como símbolo de otro México: el intenso color carmín de sus sillas replica el neón que enmarca sus ventanales, la máquina Bezerra que hace tiempo que dejó de funcionar, la célebre fontana di Trevi en Roma –a la cual le debe su nombre– pintada sobre uno de los muros… todo aquí es vestigio de mejores días.
De Narcos a José José, pasando por Matando Cabos o Los insólitos peces gato, las decenas de series, películas y comerciales que usaron la Cafetería como locación reafirma su valor como escenario vernáculo. Antes de Instagram, en el Trevi todos fuimos fotogénicos.
Antes de que el terremoto de 1985 derribara un centenar de edificios en el Centro Histórico, desde los ventanales del Trevi podía mirarse el Hotel Regis, con su cine y sus baños de vapor donde los políticos de la ciudad solían reunirse para discutir asuntos de Estado. Muchos de ellos se sentaban en estas mesas al salir de sus reuniones, lo mismo que los directores de orquesta al terminar los ensayos en el Palacio de Bellas Artes. Algunos empleados recuerdan que Óscar de Léon alguna vez se echó un palomazo en este lugar. Pero pocos mencionan que el poeta León Felipe, símbolo encarnado del exilio español en México, lo consideraba uno de sus tres cafés favoritos de la ciudad –«el París al mediodía, el Trevi en la tarde, el Sorrente en la noche», rememora el escritor José de la Colina. Tampoco que este fue uno de los últimos lugares donde fue visto el también poeta Mario Santiago Papasquiaro –Ulises Lima en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño–, según cuenta su colega Marko Lara Klahr.
Después del terremoto, Franco Pagano decidió huir del país, regresar a su patria donde los ravioles sabían mejor y los sismos derribaban cientos de edificios. A cambio de una suma considerable, dejó el Trevi en manos de uno de sus empleados más antiguos, don José Luis Dávila, quien trabajaba con él desde los 15 años.
De vez en cuando, una o dos veces al mes quizá, uno todavía puede ver encontrar al señor José Luis Dávila pasear por la Alameda Central. Una enfermera o uno de sus sobrinos suele empujar su silla de ruedas. Hace tiempo que el señor ha perdido lucidez debido a malas prácticas médicas y a una vejez cada vez más frágil: buena parte de los ingresos del restaurante se destinan a su cuidado y tratamiento médico, el suyo y el de su esposa, también enferma.
Hace ocho años, el señor Dávila se mostraba feliz. Durante la remodelación de la Alameda Central, vivir, caminar o trabajar cerca del Café Trevi representaba un peligro. Las obras se extendieron durante ocho meses y la Alameda fue cercada por enrejados cubiertos con plástico negro: oscuro, sin vigilancia y rodeado de nubes de polvo, nadie se atrevía a poner un pie en el lugar. Para pagar los sueldos y aguinaldos de meseros y cocineros (muchos de ellos con décadas de servicio), el señor Dávila decidió vender las joyas de la familia, pedir préstamos y empeñar lo necesario. Cuando las obras acabaron, estaba convencido de que sería para bien: “¡va a venir mucha gente ahora sí!”, decía. No imaginaba que la remodelación de la Alameda, efectuada con recursos públicos, iba a cambiarlo todo; que retirar al comercio informal de las plazas, por ejemplo, era sólo el primer paso para impulsar un modelo de desarrollo en donde él y su restaurante pronto tampoco tendrían lugar.
José Luis Dávila enfermó a los pocos años. Una fractura de fémur seguida de tres operaciones con uso de anestesia general, le detonaría una demencia senil, además de otras condiciones médicas. Hoy tiene 79 años. Dejó a cargo del restaurante a su sobrino, Julio César, y se retiró con su esposa.
A bordo de su silla de ruedas, desde la bruma de su memoria, debe parecerle irreconocible el paisaje cada que lo traen aquí. La enfermera o sus sobrinos suelen detenerse a unos metros del Restaurante-Cafetería Trevi, algunos comensales se acercan a saludarlo. Pero el señor Dávila no dice mucho; asiente con la cabeza y mira el lugar como si este fuera la única pieza sobreviviente de un rompecabezas extraviado en el tiempo. El estanquillo de la cuadra desapareció hace años y se convirtió en el lobby del desarrollo comercial Barrio Alameda –que ofrece hospedajes hasta por cinco mil pesos la noche–. El “Antiguo Café Colón” cerró sus puertas en el 2017. El “Café Internet” y la “Rayuela” –dos tugurios emblemáticos para la comunidad LGBT de bajos recursos– fueron desalojados al poco tiempo, lo mismo que las Tortas Jake. En 2019 desaparecería la Cantina el Hórreo y el Café Denmedio; también el local de Foto Regis, apenas cruzando la calle. Sólo las Tortas Robles siguen en pie, aunque la señora Lupita Robles murió el año pasado.
La contingencia sanitaria obligó a la familia Dávila a cerrar su restaurante durante tres meses. Los gastos médicos de la familia, además de los sueldos de los trabajadores y los gastos legales –sólo por copias certificadas, el restaurante había tenido que pagar hasta 20 mil pesos para responder cada demanda en contra suya– hizo que la familia considerara seriamente terminar con el conflicto. Era urgente buscar una negociación antes que la salud del señor Dávila les impidiera continuar y lo perdieran todo.
–Fue aquí donde nos hicieron una mancuerna –dice el profesor Daniel–. La inmobiliaria les ofreció una cantidad mínima para retirarse de la demanda, con una condición: que se retiraran todos los vecinos del juicio.
Una historia centenaria
Hija de un hacendado potosino, María Luisa Toranzo llegó a la Ciudad de México en plena Revolución Mexicana. La familia huía de las tropas villistas que regaban la pólvora en el norte del país. Tras las Leyes de Reforma de 1861, el convento de San Diego ubicado al poniente de la Alameda Central había sido parcelado y puesto en venta. La familia Toranzo se instaló sobre lo que había sido la antigua huerta del convento.
Lo cuenta el mismo Juan Villoro en su libro El Vértigo Horizontal: una ciudad llamada México. Apenas pasando la Revolución, María Luisa huiría del acoso de un soldado villista hacia Barcelona, donde contraería nupcias con el médico Miguel Villoro. Cierto encanto habría encontrado el catalán en la hija de un hacendado millonario: “Con el matrimonio abandonó la medicina, por la que no parecía tener tanta pasión, y se dedicó, con mala mano y mucha simpatía a administrar propiedades. Entre otras pifias, vendió la casa de la Alameda ‘con todo lo que tenía adentro’”.
El filósofo Luis Villoro, el padre de Juan, fue fruto de aquel transoceánico matrimonio que terminó regresando al Centro Histórico. Algo falla en el relato familiar, sin embargo. La Casa Toranzo siguió perteneciendo la familia y, aunque con varios colapsos en sus techos, durante décadas albergó la cantina y restaurante español El Hórreo: un salón taurino donde, en los últimos años, el polvo se acumulaba sobre los meseros. A un costado del Hórreo fue construido el Edificio Trevi a mediados de los años cincuenta. Al momento en que el conflicto con los inquilinos estalla, el edificio tenía cuatro dueños: todos hijos o nietos de María Luisa Villoro, tía del autor de La casa pierde.
Después del terremoto del 19 de septiembre de 1985, el edificio Trevi se mantuvo en un estado de semiabandono debido, según contaba el administrador, a la mala relación entre los familiares. La mayoría de los departamentos se convirtieron en bodegas o se abandonaron; era común encontrar asaltantes aguardando en alguno de los pasillos. Fue a partir del año 2000 cuando los pocos inquilinos que resistieron el deterioro del Centro Histórico, plantearon la posibilidad de volver a habitar por completo el edificio. Con más inquilinos pagando una renta, dijeron, los dueños no tendrían excusa para posponer más el mantenimiento necesario.
Por lo demás, María Luisa Toranzo terminó sus días a unas cuadras del Edificio Trevi, en un destartalado departamento de la avenida Bucareli, intentando emular la vida sencilla de los inquilinos que pagan su renta mes con mes. Su nieto piensa que, en aquel final, había un intento de redimirse:
“La ampliación del reparto agrario en los años treinta y la congelación de las rentas en 1942 perjudicaron a la clase de ociosos propietarios a la que pertenecía mi abuela. Mi padre repudiaría a fondo esa vida burguesa basada en la injusticia. Lo mismo haría su hermano mayor, Miguel, jesuita y abogado. Lo más interesante es que, al llegar la vejez, también mi abuela se arrepintió de su derroche (…) Una radical conversión la llevó a cruzar la barrera inmobiliaria y envejeció como inquilina de una casa que se caía a pedazos”.
Un futuro interrumpido
Apelar a la nostalgia es peligroso: no es recomendable perder de vista el camino por mirar demasiado el retrovisor. Pero las historias, como los objetos, están más cerca de lo que aparentan. No es melancolía lo que ataba a los inquilinos y locatarios a los espacios que habían habitado, tampoco lo que los llevó a entablar una demanda para que se les reconociera el derecho al tanto, sino la dolorosa certeza de que el futuro no los contemplaba.
Durante dos años, además de una demanda legal, los vecinos optamos por ampliar el debate: el conflicto de los inquilinos del edificio Trevi y el Fideicomiso que encabeza Público Coworking se dio en el contexto de una ciudad donde el número de desalojos crece año con año. De acuerdo con una solicitud de información dirigida a la Secretaría de Seguridad Ciudadana, entre el 2014 y el 2018 se usó a la fuerza pública para desalojar, por lo menos, a ocho familias al día. Esto es: 18 mil 243 familias en la calle; lo suficiente para poblar dos veces la colonia Condesa. El número se queda corto: muchos desalojos no dejan registro pues ocurren sin órdenes judiciales.
Dice el geógrafo David Harvey que la industria inmobiliaria funciona gracias a un mecanismo básico: la “acumulación por desposesión”. Se trata de un concepto marxista que intenta echar luz sobre la desigualdad que cimienta el mercado inmobiliario. Para que las empresas puedan obtener los recursos necesarios para sus negocios –dinero, suelo, mano de obra– necesitan desplazar, explotar o minar los derechos de buena parte de la población. El historiador Luis de la Cruz Salanova señala, en su libro Barrionalismo, un último agravio: el despojo de la memoria por medio del cual se borra del relato oficial las recientes luchas obreras que han definido el carácter de las ciudades.
Lo narrado por Luis de la Cruz Salanova nos inspiró a llevar el conflicto legal a una resistencia que no pasara por asambleas tradicionales –que muchas veces suelen repetir la burocracia del poder– o las manifestaciones. Lo comprobaríamos sobre la marcha: la fiesta como herramienta de identidad –como ritual de defensa– es un rasgo distintivo de cualquier acto de defensa comunitaria. Según Salanova, los conciertos en vivo fueron decisivos para frenar ciertos proyectos urbanos que pretendían arrasar con los barrios madrileños de Malasaña o Vallekas. “Las fiestas populares tienen un contenido político marcado por sus manifiestos, su gestión horizontal y un programa alternativo”.
Así que los vecinos comenzamos a organizar mitotes, convites y bailongos en la Cafetería Trevi. Nuestra intención no era apelar a a la nostalgia sino a otro futuro posible, donde pudiéramos ser algo más que empleados o clientes de los proyectos que se imponían sobre los lugares donde decidimos envejecer.
Durante dos años una nueva generación de músicos y colectivos de jóvenes se adueñaron del restaurante y gestionaron decenas de eventos gratuitos en donde el Trevi brillaba como en sus mejores tiempos y se revelaba como un espacio en donde la diversidad chilanga se manifestaba plena. En los últimos dos años, sobre un improvisado escenario, llegó a presentarse Belafonte Sensacional, La ReDada, la Valentina Conde & La Voluntad, Geo Equihua, Laura Murcia, Omar & los Invisibles, Perro Mapache; DJ Tropicaza, Sonido Sincelejo, las Mujeres Vinileras. Más de un escritor decidió presentar sus libros allí, amén de colectivos nahuas o ñuu savi que presentaban libros en distintas lenguas o discutían el racismo en la capital.
La fiesta se convirtió en una manera de aglutinar de nuevo a una comunidad con problemas comunes pero con pocas oportunidades de encontrarse. Colectivos de artistas como Ovnibus hicieron un registro audiovisual de todo el conflicto y convocaron a seminarios y mesas de debate en torno al conflicto del edificio; el Movimiento Urbano Popular encontraba en el Trevi una excusa para reunirse más allá de sus asambleas y gestiones políticas. Los vecinos de otras colonias acudían a veces más por curiosidad que por convicción política pero terminaban participando de los debates entre una canción y otra.
La cafetería y el edificio se convirtieron en una caja de resonancia de numerosas resistencias urbanas: allí conocimos la historia de Sergio González, Alicia Cardona y Darío Ramírez, vecinos de la colonia Juárez que habían intentado hacer válido su derecho al tanto ante la inmobiliaria Reurbano; o la historia de Adrián Flores quien intentaba frenar un megadesarrollo a un costado de la casa de su madre, en la colonia Roma; conocimos también a Oswaldo Mendoza, quien entabló una batalla contra las torres gigantes de Mítikha, en el pueblo de Xoco; a la Cooperativa Palo Alto que lograba mantener sus tierras a un costado de los rascacielos de Santa Fe; al Colectivo Callejero que trabaja con las poblaciones callejeras de los alrededores; a los vecinos de la Asociación de Residentes, Comerciantes y Trabajadores de la Zona Alameda (ARCTZA) que habían logrado frenar los megadesarrollos alrededor de la Alameda proyectados por Reichmann International a fines de los años noventa.
La última fiesta del Café Trevi, antes de que la pandemia lo suspendiera todo, ocurrió el 30 de enero. Ese día, la comunidad que se agrupaba en torno al debate del edificio había logrado que el saxofonista inglés Shabaka Hutchings –una de las leyendas vivas del jazz contemporáneo– ofreciera un concierto gratuito en solidaridad con la defensa del restaurante. En la organización de este evento-fiesta, los vecinos del Trevi apenas participamos: fue Yolanda Robles, exbarista y arraigada habitante del Centro, quien logró coordinar a decenas de personas hartas de perder espacios a causa de la extorsión de los grupos criminales locales o de la especulación inmobiliaria, que le cedía espacios a grandes franquicias.
Existía un reclamo legítimo: pese a que el sabor de sus platos había venido a menos –la cocinera tiene más de medio siglo de trabajo y se niega todavía hoy a abandonar la cocina– la Cafetería Trevi merecía quedarse, honrar su memoria y convertirse en un espacio plenamente ciudadano.
–Aquí venía gente de la tercera edad y también jóvenes, la comunidad LGBT, los activistas después de las marchas, de todo, de todo –dice Julio César Castillo, el actual administrador de la Cafetería–. Si salimos adelante de los terremotos y de las crisis económicas fue por el apoyo de la gente, de nuestros clientes, de los vecinos. Que nos vayamos implica que toda esa comunidad perdió el chance de decidir qué hacer con este espacio, con sus recuerdos en este espacio. Pero lo que sucedió aquí… no sé, yo digo que es histórico, se van a acordar de nosotros.
El viernes 31 de julio, los inquilinos restantes del Edificio Trevi entregaron los departamentos en disputa; una parte de la indemnización pactada ya ha sido pagada. La Cafetería Trevi cerrará sus cortinas a principios de noviembre. Lograron negociar un par de meses más, dice Castillo y explica: esperan que la pandemia pase para intentar otorgarle una despedida digna –multitudinaria– al edificio, al restaurante, a 65 años de historia.