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Creadora del biosensor para detectar covid-19

Tatiana Fiordelisio es profesora-investigadora de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Al lado de Mathieu Hautefeuille y un equipo de casi 30 personas, desarrolló un biosensor para detectar covid-19 de manera rápida y barata. Foto: Eunice Adorno

Prueba mexicana para covid-19 choca contra burocracia y falta de recursos

Hace más de un año, el 23 de mayo de 2020, Corriente Alterna publicó la historia de Tatiana y el biosensor. En ese entonces, su invento ya había demostrado sensibilidad para detectar covid-19. Pero Fiordelisio estaba detenida.

Emiliano Ruiz Parra, reportero / Corriente Alterna el 7 de septiembre, 2021

Esta es la segunda parte de la historia de Tatiana Fiordelisio (acá, la primera), la bióloga que inventó una prueba rápida y barata para detectar si una persona está contagiada de covid-19.

Ese invento —conocido como “biosensor”— tiene ventajas sobre la prueba de PCR: da resultados en 45 minutos, no necesita un laboratorio y cuesta alrededor de 160 pesos. Por ahora requiere, todavía, de un lector de placas de Elisa. Pero la idea es que, pronto, pueda convertirse en un point of care: un dispositivo portátil que compras en la farmacia, te haces la prueba en tu casa y en unos minutos tienes tu diagnóstico.

Una prueba rápida de este tipo podría significar un giro en la estrategia de contención de la pandemia de SARS-COV-2. Antes de salir de casa verificas que no tienes covid-19 y sales a la calle sin convertirte en contagiador. Este escenario ya lo previó este reportaje de The Financial Times.

El biosensor, sin embargo, se ha estrellado contra un doble muro: la falta de apoyo al desarrollo científico en México y una regulación sanitaria que solo se puede cumplir si tienes una gran inversión detrás o si perteneces a la gran industria.

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Tatiana Fiordelisio llevaba años experimentando con el biosensor. Quería inventar un dispositivo barato para diagnóstico médico: un método que midiera la glucosa a los diabéticos y los niveles hormonales a personas con hipotiroidismo. Era una idea con vocación social: que allá, lejos, en las comunidades marginadas, sin clínicas, las personas tuvieran un diagnóstico confiable y barato con un mínimo de infraestructura.

Fiordelisio ha dicho que la investigación debe ser como una balsa, un vehículo para generar certezas y posibilidades. “Debemos intentar construir espacios cotidianos donde la ciencia se ejerza de manera zapatista, donde enseñemos a nuestros alumnos, a nuestros compañeros de trabajo, que en el día a día de nuestro quehacer podemos y debemos construir horizontal y colectivamente, debemos recuperar nuestra esencia para ser una balsa”, como publicó Corriente Alterna en mayo de 2020.

En 2019 Fiordelisio amplió el alcance de su invento: los brotes de zika, dengue y chikunguña la llevaron a experimentar su biosensor con los virus que provocaban estas enfermedades, transmitidas por la picadura del mosquito Aedes Egypti. Hasta entonces no había probado su invento con virus, pero lo logró: el biosensor también era sensible para detectar enfermedades virales. Unos meses después llegaron noticias de China: un nuevo coronavirus provocaba una infección respiratoria aguda. Fiordelisio puso manos a la obra para que su invento pudiera detectar SARS-COV-2.

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El biosensor funciona así: se toma una muestra nasofaríngea del paciente con un hisopo. Esa muestra se coloca en un líquido que inactiva el virus: rompe su membrana y expone su material genético. La muestra se vuelve inofensiva y es posible manipularla sin exponerse a un contagio. El líquido está funcionalizado para reconocer el RNA del virus.

Luego viene el segundo proceso: unas perlas magnéticas pescan ese material genético, reaccionan con fluorescencia, y detectan la presencia o ausencia del virus. Por ahora, la lectura se puede hacer en un microscopio o, bien, en una placa de Elisa. Ésta última opción es la más conveniente porque se pueden leer 96 muestras en una sola placa.

El proceso completo se lleva unos 45 minutos. El equipo de Fiordelisio trabaja, ahora, en un prototipo para que pueda desarrollarse en un dispositivo portátil que se compre en una farmacia, como una prueba de embarazo, y se pueda hacer en casa. Actualmente, el equipo de Fiordelisio ha logrado que esa misma tecnología se emplee para medir los anticuerpos contra SARS-COV-2 que una persona desarrolla después de recibir la vacunación o de haber transitado por la enfermedad.

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Hace más de un año, el 23 de mayo de 2020, Corriente Alterna publicó la historia de Tatiana y el biosensor. En ese entonces, su invento ya había demostrado sensibilidad para detectar covid-19. Pero Fiordelisio estaba detenida. Trabajaba con los recursos del Laboratorio Nacional de Soluciones Biomiméticas para Diagnóstico y Terapia (LaNSBioDyT) de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Para el siguiente paso necesitaba comprar un “robot pipeteador”: un aparato que pone cantidades tan pequeñas como un microlitro en una pipeta. Costaba cinco millones de pesos.

El equipo —o, mejor dicho, la equipa, porque la integran en su mayoría mujeres— de Fiordelisio se sostenía con voluntariado y tequio: cerca de una treintena de personas entre las que había estudiantes desde licenciatura hasta posdoctorado, regalaban su trabajo “de luna a luna”: en turnos de 6 de la mañana a 3 de la madrugada. Sus madres les preparaban comida y hasta vendían un mezcal para recaudar fondos.

Después de esa entrevista, y de otras que ofrecieron Fiordelisio y Mathieu Hautefeuille —coordinador del proyecto al lado de Tatiana— brotó la solidaridad. Diversas fundaciones aportaron dinero: Casa Córdoba, Sertull, Fundación Kaluz, Fundación Roberto Hernández. La Fundación UNAM abrió una cuenta para recibir donativos. En ella, la gente depositó desde 50 pesos hasta cientos de miles. El equipo recaudó casi 20 millones de pesos: compraron el robot, las investigadoras recibieron una beca y se prepararon para los siguientes pasos.

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Fiordelisio ya tenía el biosensor, el robot pipeteador y recursos para becar a su equipo. Pero necesitaba que el biosensor tuviera una validación oficial: las autoridades sanitarias debían aprobarlo. Decir: sí, es confiable, seguro y se puede producir en masa para llevarlo a las clínicas del país o bien para sacarlo al mercado.

Tatiana y su equipo tenían una certeza: no querían entregarle su invento a una gran empresa trasnacional. Para la investigadora, la ciencia debe ser una herramienta para la independencia: que México produzca sus pruebas y no dependa de si una gran empresa extranjera le vende o no sus insumos. Por eso rechaza la idea de venderle el biosensor a una multinacional.

La bióloga universitaria descubrió que el paso siguiente consistía en una validación del Instituto Nacional de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (InDRE). Se acercó al Instituto y firmaron un proyecto de colaboración: el InDRE entregó muestras de personas con sospecha de covid-19 y Fiordelisio las analizó con su tecnología.

Las mañanas de los lunes, miércoles y viernes el equipo de Fiordelisio hace pruebas de covid-19 en el estacionamiento de la Facultad de Ciencias. En la imagen, una químico-fármaco-bióloga que aplica el hisopado nasofaríngeo. / Foto: Eunice Adorno

Había ánimo de colaboración y camaradería en el personal científico del Instituto. Gracias a ello, se modificó ligeramente uno de los procesos del biosensor –cambió el líquido que reconoce el ARN del virus—, con lo que se afinó la sensibilidad del método.

Hay un día feliz en esta historia: el 20 de agosto de 2020. Tatiana Fiordelisio recibió el oficio número 09743 del Instituto Nacional de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (InDRE). El documento decía que el biosensor tenía una sensibilidad de 100%. En otras palabras, que sus resultados para detectar positivos de covid-19 eran tan buenos como los de una prueba PCR.

¡Eureka!

Lo había logrado. Habían pasado, apenas, seis meses desde que la pandemia había llegado a México y Fiordelisio había probado que su tecnología era tan eficiente como otras, pero a un costo mucho menor.

Un invento hecho en México. Un invento hecho en la Facultad de Ciencias de la UNAM.

Pero, entonces, llegó la advertencia:

—A partir de ahora es una relación diferente —le dijo uno de los funcionarios del Instituto.

Una vez concluida la etapa de colaboración, al InDRE le tocaba asumir su papel regulatorio. Le dieron un tríptico con los requisitos. Y, otra vez, topó con pared.

Porque los requisitos están pensados para la gran industria. Más claramente, para un modelo maquilador. Diseñados para una empresa capaz de invertir millones de dólares en prototipos y trámites regulatorios; o para empresas que importan tecnología extranjera y la maquilan en el país, pero no para la innovación nacional desarrollada con los recursos de una universidad pública.

Le pedían, por ejemplo, el número de lote. Eso significa una producción en masa. ¿Y cómo iba a producir en masa si apenas había probado un prototipo? Otros requisitos también denotaban desafíos que ella ni se había planteado, algunas muy simples: una fotografía del kit para su presentación comercial. Eso implicaba contratar, al menos, un diseñador industrial y un fotógrafo, profesionales que trabajan de manera rutinaria en una empresa.

Fiordelisio no se arredró. Le puso nombre comercial a su biosensor (MyRNA Fastest), armó el kit, le tomó foto. Pidió que le exentaran el número de lote. Lo importante era cumplir con la trazabilidad de las pruebas. Le dijeron que sí, que la llamarían para darle una cita.

Y luego vino el espeso silencio. Pasaron meses sin noticias del InDRE hasta que la convocaron durante las vacaciones de diciembre: que acudiera con su biosensor para someterlo a otro examen. Lo mismo: contrastar sus resultados con los de un PCR ahí, en una prueba presencial.

Sí, claro, respondió Fiordelisio, tengo todo listo.

Pero hay un detalle, informaron los del InDRE: “No tenemos un lector de placas de Elisa para hacer la lectura de las pruebas del biosensor”.

—Pero tienen en otro piso del Instituto —respondió la bióloga.

—Es que el lector tiene que estar en ese piso porque así lo dice la normativa. Ustedes traigan el equipo, ustedes traigan el lector.

—Oiga, pero yo no puedo llevarme el lector de Elisa del laboratorio. No puedo meterlo a mi coche y llevármelo porque se descalibra, se desajusta y pierde la certificación (en el LaNSBioDyT hay un lector de placas de Elisa, pero moverlo de lugar pone en riesgo de que el laboratorio pierda su certificación ISO-9001).

—Pues háganle como quieran —zanjaron los del InDRE.

El lector de placas de Elisa del LaNSBioDyT es muy sofisticado y cuesta varios millones de pesos. En efecto, afirma Fiordelisio, existen lectores más baratos, de 500 mil pesos; ella podría comprar uno y llevarlo al InDRE. Pero la bióloga no está segura de que sea buena idea gastar esos recursos en una máquina que se usará en una sola ocasión. Le propuso al InDRE hacer la validación en el LaNSBioDyT, pero la norma dice que debe ser en las instalaciones del Instituto.

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Fiordelisio se percató de que ese obstáculo sería el primero de una larga serie. Podría gastar los 500 mil pesos para el lector de pruebas Elisa, pero salvar ese requisito sólo la llevaría al siguiente atolladero. La inventora tenía que reinventarse: la vida entre matraces, microscopios y colegas ya no era suficiente. Tuvo que convertirse en empresaria y gestora, en experta no sólo en biología sino en recaudación de fondos y regulación administrativa.

Con su equipo, la bióloga estudió la regulación sanitaria. Faltaban algunos pasos importantes: reunir, al menos, 1,400 muestras analizadas por el biosensor. Hicieron 600 pruebas en la clínica 198 del IMSS (Coacalco, Estado de México) y otras mil en el Hospital Zambrano (Monterrey, Nuevo León) del Sistema de Salud del Tecnológico de Monterrey.

El equipo de Fiordelisio elaboró esta gráfica a la que tituló “Periplo”, con la cronología y algunas de las instituciones con las que ha buscado alianzas para el desarrollo masivo del biosensor.

Y, entonces, se decidió a probar ella misma su biosensor a escala masiva. Abrió al público un servicio de pruebas de Covid-19 con una cuota de recuperación de 700 pesos y 500 para la comunidad de la UNAM. Por las mañanas, los lunes, miércoles y viernes toman muestras en el estacionamiento de la Facultad de Ciencias de la UNAM y hacen un doble análisis: de PCR (con el apoyo de la Facultad de Química) y con el biosensor. Por la noche, a los usuarios les entregan sus resultados de PCR vía correo electrónico. Además, hizo convenio con cinco empresas mexicanas: todos los lunes le hace pruebas a su personal.

A fines de agosto de 2021 el equipo de Fiordelisio había acumulado más de 15 mil muestras analizadas que le permitían contrastar el biosensor con el PCR. Sus resultados: 91% de sensibilidad y 91% de especificidad (o sea, que el biosensor atina en nueve de cada diez casos positivos y negativos).

Pero acumular pruebas era sólo un paso. Si pasaba la verificación del InDRE, después tendría que pasar la de Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris). Y la Cofepris le pondría la misma obligación: entregar un biosensor hecho en un ambiente de preproducción. Ese ambiente de preproducción debe cumplir con la Norma Oficial Mexicana (NOM) 241 “Buenas prácticas de fabricación para establecimientos dedicados a la fabricación de dispositivos médicos” (sic).

La NOM 241 es un documento de 18 mil palabras que regula cómo deben ser los espacios, las paredes y hasta las rutinas de un taller dedicado a fabricar dispositivos médicos; condiciones que no podría cumplir el LaNSBioDyT: ni es su función ni tiene la capacidad de mutar en una fábrica de biosensores.

El equipo de Fiordelisio hizo cuentas.

—Montar un cuartito que cumpla con la NOM-241 cuesta 30 millones de pesos —me dice Fiordelisio—. Hay que entender que se debe cumplir la normatividad. Yo he puesto como ejemplo: no quiero ir a la farmacia, comprar un paracetamol, dárselo a mi hija de seis años y pensar: “estos que hicieron el paracetamol ¿habrán pasado todo el proceso de calidad?”

—El problema no es la norma sino tus capacidades para cumplirla.

—Exactamente.

Siguieron sacando cuentas: a los 30 millones que costaba construir el cuartito con las normas de la NOM-241 había que añadirle 30 millones para equiparlo. Sesenta millones de pesos y, eso, sin contar insumos ni salarios. Una cifra astronómica para un equipo de académicos.

Había que salir a tocar puertas. En total, el equipo del biosensor ha recurrido a unas 30 instituciones: desde la Canifarma y la Coparmex hasta los laboratorios Chopo y Polanco, en busca de alianzas e inversiones.

El invento siempre despierta simpatías. En la mayoría de las puertas Fiordelisio recibe buena voluntad, elogios y consejos, pero casi nunca recursos financieros o materiales. Algunas fundaciones y empresas sí han aportado recursos: la farmacéutica Liomont y las fundaciones Kaluz, Roberto Hernández, Sertull, Casa Córdoba y FunSalud. Diversos académicos e instancias de la UNAM también han aportado apoyo valioso, como la Facultad de Química y el Instituto de Biotecnología.

El biosensor desarrollado en el LaNSBioDyT tiene una sensibilidad cercana a la de una prueba PCR y su confiabilidad es mayor a la de una prueba de antígenos. A la fecha, se han realizado más de 15 mil pruebas con esta tecnología. / Foto: Eunice Adorno

Fiordelisio le propuso a la UNAM montar ese cuartito de 30 millones de pesos: un espacio de preproducción para “artículos médicos clase II” que se desarrollaran en la UNAM, no sólo para el biosensor. Hasta el momento, no se ha logrado.

—Ese espacio es para que hagas prototipos clínicos: una preproducción de mil biosensores para probarlos en un hospital. Es lo que se llama fase clínica 1. Los prueban y te dicen “sí funcionó” o te dicen “no, cuando lo abrimos se botó todo y se rompió”. No puedes llevar nada al mercado si no pasas por esas fases. Es una traba, porque ninguna empresa quiere meterle a esa fase; ellos [los empresarios] quieren que se los des ya que funciona.

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A fines de abril de 2021 le envié a Fiordelisio el vínculo al podcast de Corriente Alterna “Una montaña en altamar”, sobre el viaje del Escuadrón 421 del EZLN a Europa. El 3 de mayo me respondió con una fotografía: es La Montaña —así se llamó el barco zapatista— zarpando de Isla Mujeres, Quintana Roo, hacia el puerto de Vigo, en España. Ella no capturó la imagen. Sé que le hubiera gustado tomarla, estar en la playa, despedir a los compas —como se refieren a los zapatistas— pero no está ahí. Fiordelisio corre de una reunión virtual a otra, va al LaNSBioDyT, y es madre de tres hijxs.

La bióloga de perspectiva zapatista ahora milita para el biosensor: como un invento para la sociedad, y en especial para las comunidades donde no hay laboratorios o donde sus precios son prohibitivos. Su siguiente paso: construir una empresa —le ha llamado Biowit— para reunir inversiones y construir y equipar “el cuartito” de 60 millones de pesos que necesita para pasar las siguientes fases regulatorias. Una empresa concebida como un spin-off de la UNAM, en donde no sólo su invento sino el de otros investigadores de la universidad —como estos respiradores artificiales que desarrolló Gustavo Medina Tanco— encuentren el entorno de preproducción exigido por la normativa; para que estos inventos con vocación social beneficien a personas concretas y no se queden en ideas para escribir un paper o como promesas que nacen y mueren en laboratorios.