“Recetario: sabroes entre generaciones” de Mariana Maytorena fue el segundo lugar del Segundo Premio Crónica Cultural de CulturaUNAM
Hace poco que falleció mi abuela materna y ya estamos vaciando su casa. Mi madre y mi tío se están encargando de un cuarto; mi padre y mi hermano, de otro; mi prima Yolanda y yo, de la biblioteca. En este cuarto oscuro no hay un pedazo de pared que no esté adaptado para ser librero. Estoy sentada en el piso de madera junto a varias pilas de libros que Yolanda me va pasando. De repente, el flujo de libros se detiene.
Levanto la vista para verla sosteniendo con ambas manos una pequeña caja de madera tallada. Me mira como si hubiera encontrado el continente perdido de Atlantis. Es una caja bonita, pero no me parece para tanto; hasta que la abre.
Dentro, pequeñas tarjetas escritas a mano con letra cursiva están ordenadas alfabéticamente. Al diablo Atlantis, esto es mejor: son las recetas de la abuela. Yolanda busca frenéticamente entre la letra F con la esperanza visible en los ojos. ¿Será que aquí está guardada la legendaria receta de frijoles que creímos que la abuela se había llevado a la tumba?
El hambre y la prisa
Mis tripas protestan por la falta de desayuno y rugen en exigencia, pero no hay tiempo para atenderlas. Camino con paso apresurado hasta que, por fin, llego a la base del Pumabús, el transporte interno de Ciudad Universitaria, y busco con la mirada algún cartel que indique la ruta especial a la feria. Este año son posters muy coloridos; magenta, azul y verde limón son los principales tonos que anuncian la V Feria Internacional del Libro de las Universitarias y los Universitarios (Filuni).
Apenas comienzo a preocuparme cuando, a la vuelta de la esquina, sale un Pumabús con una enorme manta pintada con los llamativos colores de la feria. En el camión somos pocos; algunas parejas, un grupo de amigos riendo y un señor canoso con una bolsa de tela que me recuerda un poco a mi papá. A él le hubiera gustado ver la feria, es de esos señores que tragan libros y tiene la buena memoria de acordarse de qué trataron. Pero él está en Ensenada, donde vive la familia y donde crecimos mi hermano y yo.
Aprovecho el trayecto para recordar mi hogar; debe hacer suficiente calor para disfrutar del mar frío. La imagen de unos tacos de camarón empanizado con crema y repollo me asalta la mente y mi estómago lo toma como ofensa personal. Sigo nadando en mis pensamientos mientras hojeo con soltura el programa general. Me dirijo a la presentación del libro Recetario: Sabores compartidos entre generaciones durante la pandemia. Este recetario es producto de un concurso culinario que se organizó durante la pandemia.
Con base en el título y en la difusión que le ha dado el Seminario Universitario Interdisciplinario sobre Envejecimiento y Vejez (SUIEV) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), me parece sensato asumir que gran parte de la población involucrada en el concurso fue de la tercera edad. Eso complica aún más las cosas para un certamen culinario durante la pandemia. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), los adultos mayores son quienes presentaron la tasa de mortalidad más alta por infección de coronavirus a nivel global.
Considerando la estadística, creo poco realista que la competencia se haya realizado de forma presencial. El programa no da más información al respecto, pero me tiene sin cuidado porque ya llegué.
A juzgar por la gente apenas saliendo del salón, parece que el evento anterior acaba de terminar. Significa que llegué a tiempo. Cuando logro entrar a la sala me doy cuenta de que el único lugar disponible es el piso y lo tomo sin protesta, convencida de que también ese espacio se llenará pronto si no lo aprovecho ahora.
Tradición de los saberes culinarios
Más que una presentación del libro, esto parece una reunión familiar. En la sala debe haber, por lo menos, un representante de cada edad, desde los 4 años hasta los 80. Varios de los asistentes traen flores y unas orgullosas sonrisas de oreja a oreja. Deben ser los familiares de los concursantes que lograron posicionar su receta en el libro; cualquiera estaría orgulloso.
Una vez que las paredes del salón estuvieron llenas de espectadores parados, intentando hacerse un lugar para recargarse cómodamente sin molestar a nadie, una de las tres mujeres de la mesa tomó el micrófono e inició la presentación.
Teolinda Balcázar Sol se presenta como una de las coordinadoras del proyecto, y agradece el espacio. Es una mujer de mediana edad, con cabello castaño ondulado a la altura del hombro; viste una blusa negra con un estampado blanco y unos lentes redondos que se pone o se quita según amerite la situación. Habla sobre las dificultades de realizar un concurso de cocina en plena pandemia, y que fue gracias a un esfuerzo colectivo de organizadores y participantes que se logró sacar el recetario adelante.
—Hacer este concurso en línea contribuyó a la intergeneracionalidad del proyecto —¡En línea! Lo ha dicho tan casualmente que casi pasó desapercibido.
Sin elaborar más, Teolinda pasa el micrófono a la mujer de cabello corto a su izquierda. La doctora Verónica Montes de Oca Zavala, del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, comienza dando una cálida bienvenida y leyendo una parte del prólogo que ella misma escribió.
—Este recetario es el reflejo del esfuerzo que se llevó a cabo en algunos hogares para afrontar la crisis, compartir el espacio, convivir en entornos no siempre óptimos.
Tiene razón. El tema de la comida, naturalmente, suscita la convivencia. Siempre hay relajo en la cocina. Así lo he vivido yo.
La cocina de mi abuela paterna siempre está a rebosar de gente. No tiene puertas ni hay paredes que la separen del comedor; así que queda perfecta para ser el centro de la casa. La escena es la misma cada que voy: los primos más pequeños corriendo alrededor del comedor; los tíos sentados en la mesa haciéndoles fiesta a los niños; nosotros, los primos, recargados en las paredes blancas, chismeando; las tías calentando tortillas y repartiéndolas. Y mi abuela, contenta; a veces, frente a la estufa; a veces, sentada alegando con sus hijos, pero siempre contenta.
Preservar los saberes de los abuelos
Frente a mí hay una mujer sentada en el piso; jugando con quien, asumo, debe ser su hija, debajo de una silla. La niña tiene, cuando mucho, 4 años. Ambas visten colores amarillos y se les nota visiblemente contentas. Sentado en la silla está un muchacho joven que, a juzgar por su camisa amarilla, debe ser parte de la familia. La sonrisa no se le ha borrado desde que empezó la presentación. Sobre su regazo posa un enorme ramo de flores blancas envueltas en papel café.
De repente, la niña conecta sus enormes ojos cafés con los míos y no puedo evitar sonreírle. Son prueba en carne viva de que el libro evocó la presencia familiar; por lo menos hoy.
Ahora, Teolinda vuelve a hacer uso de la palabra y retoma el énfasis familiar y comunitario del discurso de la doctora Verónica, revelando que este Primer Concurso de Cocina Intergeneracional “Chepito Balcázar” lleva el nombre de su padre. Me atrevo a usar la palabra amorosa para describir su forma de hablar, evocando la tradición chiapaneca de su familia; misma que, asegura, se hace evidente en la cocina.
Según su relato, el homenajeado don Chepito siempre ha sido un ávido cocinero. Ha sido él quien se ha encargado de asegurarse de que las recetas ancestrales de su familia no se pierdan.
De pronto, alguien se levanta en el público, es el mismísimo don Chepito. Desde donde estoy solo le veo la espalda. Tiene la cabeza cubierta de cabello blanco y una camisa de manga larga impecablemente blanca.
Su hija no desperdicia el tiempo y le hace pasar un micrófono. Don Chepito habla con la voz entrecortada de alguien que se ha conmovido hasta las lágrimas. Con esa voz temblorosa asegura que es un gran honor darle su nombre a un concurso tan noble; insiste en la importancia de no abandonar los saberes de los abuelos e invita a toda la sala a preservar el conocimiento familiar. Cuando termina, todos aplaudimos.
Si don Chepito hubiera seguido hablando yo también hubiera lagrimeado, pero el micrófono regresa a la mesa justo a tiempo.
La cocina, un acto de complicidad con otros
Teolinda le cede la palabra a la doctora María del Pilar Alonso Reyes, la otra coordinadora del proyecto. Su blusa bordada de todos colores y sus pantalones magenta contrastan con los tonos cromáticos de las otras dos presentadoras, pero combinan muy bien con la paleta de colores de la feria.
La doctora Pilar habla del placer de cocinar, de comer y de convivir. Cuenta de aromas, texturas, sabores y colores con una fascinación, tal vez, filosófica. No deja de poner en el centro de la mesa la relación de los sentidos con la experiencia, y por lo tanto con la identidad.
—Transformar los elementos físicos y químicos para producir un guiso, que nos nutre, que nos permite vivir y que, al mismo tiempo, a través de sus texturas y de sus aromas, nos traslada a lugares especiales del presente y el pasado, evocando momentos que forman parte de nuestra trayectoria de vida.
Sin querer, fantaseo con una fonda donde mi mayor problema es elegir entre bistec ranchero o chicharrón en salsa verde; pienso en el olor a salsa, en la textura de la carne, en la naranjada fría… Comienzo a pensar que venir en ayunas fue un acto de masoquismo involuntario.
La doctora Pilar cierra su participación describiendo la cocina como un acto de complicidad con otros. Esas últimas palabras me gustan tanto que las anoto: un acto de complicidad, tan cotidiana y tan poderosamente entramada en el tejido social. Una vez más, Teolinda toma el micrófono y lee una pequeña porción de la introducción que ha escrito para el libro.
—Desde la infancia hasta el presente hemos acumulado recuerdos de esos momentos: el olor de una pieza de pollo o guajolote bañada con mole acompañada de arroz y una tortilla caliente…
¡Que alguien la detenga!
—… el olor a pan de muerto recién horneado…
Si lo mío es masoquismo involuntario esto es sadismo accidental.
—… la sensación reconfortante de un ponche calientito para quitar en frío en las Posadas…
Trato de recordar alguna canción para no escuchar el banquete ficticio, pero sin éxito. Hasta que, afortunadamente, Teolinda me tiene piedad y se detiene.
Medidas contra el olvido
Una mujer con largo cabello negro pide la palabra desde su asiento en el público y se la conceden sin problema. Cuenta que ella no es originaria de la Ciudad de México sino de Durango; habla de la diversidad de la cocina mexicana, de cómo los platillos del lugar de origen son una forma de volver a casa sin pagar boleto de avión; pero, al mismo tiempo, son un duro recordatorio de la distancia que hay de por medio. Se me arruga el corazón, me tiembla el labio y me llora el estómago vacío.
Recordar el hogar no siempre es racional. Yo juro y perjuro que la cerveza de la ciudad y la de mi casa saben diferente. Se lo he atribuido a la temperatura, al traslado, a la fábrica, a todo; pero, en el fondo, sé que es cuestión de escena. Ninguna caguama urbana se va a comparar con la que se toma tirada como lagarto bajo el sol en una piedra frente al mar.
La nostalgia le gana terreno al hambre y no sé por cuál de las dos tomar partido. Ni siquiera me di cuenta en qué momento Teolinda retomó el micrófono, pero ahora habla de la memoria como un componente implícito en la comida.
—Las medidas para el control y mitigación de la pandemia obligaron a muchas personas a resguardarse en sus hogares; muchas perdieron sus empleos y, lo más grave, muchas familias tuvieron que sufrir la pérdida de sus seres queridos.
La comida como una forma de recordar a quien ya no está.
Hace algunos años, mientras le ayudaba a mi madre a organizar sus libros de cocina, me topé con uno que se titulaba Recetario para la memoria; honestamente, pensé que se iba a tratar de un guía de alimentos contra el Alzheimer o algo así, pero nada que ver.
En la primera página leí: “Le estuve cocinando cada día durante semanas, hasta que comprendí que no volvería”. Resultó que el libro es una recopilación de los platillos favoritos de los y las desaparecidas de Sinaloa. Sus madres se dedicaron a compilar las recetas en un esfuerzo por inmortalizar ese rasgo de sus hijos. Un esfuerzo por preservar su identidad y no dejarlos caer en la estadística. Ahora existen dos ejemplares, el de Sinaloa y el de Guanajuato, que salió apenas el año pasado.
La presentación parece estar acercándose a su fin. Ya hay gente reunida afuera de la sala, esperando el próximo acto. Varias personas se aproximan a la mesa pidiendo una foto y las ponentes las conceden todas. Fuera de la sala, me propongo preguntarle a Teolinda si alguna vez ha escuchado del Recetario para la memoria; creo que podría interesarle y tengo curiosidad de su reacción ante el tema.
Cuando, por fin, sale del salón me acerco con la excusa de pedirle su firma para mi programa general. Me la concede sonriente y aprovecho para hacerle la pregunta. Me contesta que no lo conoce y me animo a contarle un poco de qué va el proyecto. Su expresión amable nunca cambia y me dice, como si fuera lo más obvio del mundo, que eso son los recetarios: “medidas contra el olvido”. Le agradezco su tiempo mientras se ocupa firmando otros programas, y me apresuro a sacar mi teléfono para anotar la frase.
El hogar
Deambulo como ausente por la feria, sin prestarle atención a nada en particular. Los puestos de libros se ven un tanto austeros, supongo que por ser el penúltimo día de la feria. No puedo evitar pensar en mi difunta abuela; en sus frijoles.
La receta legendaria nunca la encontramos. En vida ya nos había avisado que se la llevaría a la tumba. Más de una vez nos había explicado su razonamiento: que no era egoísmo, era miedo al abandono.
Ella decía que si aprendiéramos a hacer los frijoles ya no iríamos a comerlos con ella, ya no la necesitaríamos. El miedo al olvido se presenta de muchas formas, en muchas direcciones, hay quienes cocinan para no olvidar y quienes lo hacen para no ser olvidados.
Me interrumpe el tren de pensamiento la sensación de las tripas pegadas del hambre y me dirijo a las enormes puertas cuadradas para salir del edificio hacia la explanada frontal, donde había visto varios camiones de comida, con algunas mesas entre ellos, cuando recién llegué. De lejos parecían una opción decente para comer, pero de cerca la oferta culinaria se ve menos apetitosa. Apenas estoy decidiendo cuál es el menos peor, cuando suena mi teléfono. Es Santiago, mi pareja, llamándome. Contesto y, al pegarme el celular al oído, lo primero que escucho: “¿Qué se te antoja que haga de comer?”