La comunidad artística mexicana se enluta en medio de la pandemia. La noche del 7 de junio falleció el escultor y pintor zacatecano Manuel Felguérez en la Ciudad de México a los 91 años. El artista realizó aportaciones formales en la pintura abstracta y en los murales tridimensionales sentando bases para el arte computacional y el diseño generativo en México.
Setenta y dos años atrás Manuel Felguérez había viajado a Inglaterra, a una reunión de Boy Scouts. Con no más que unas cuantas libras esterlinas en los bolsillos visitó varios museos y al salir del Británico pareció alucinar. Caminó hacia el río, se subió a un bote. Desde la proa no hizo sino mirar las ondas del agua que se dibujaban en el Támesis. Lo supo. Era otoño de 1947, tenía 19 años. Fue cuando supo que quería dedicar su vida al arte.
Era tenaz. Persistente. Porfiado. A los 20 años, entró a la Academia San Carlos pero su estancia duró poco. Cuatro meses le bastaron para comprobar que dibujando jarros y lápices no llegaría a donde quería. Buscó otro tipo de formación hasta que entró a la Academia de la Grande Chaumier, y gracias a una beca del gobierno francés, se hizo estudiante de la prestigiosa Colarossi parisina.
Mientras estudiaba escultura, era empleado del Colegio de Francia y seguía guardando muy poco dinero en los bolsillos, pero a él no le importaba. Estaba descubriendo el mundo del arte junto a figuras admirables. De aquella época diría: “rentaba un cuarto y a veces tenía para comer, ¿qué más quería yo en la vida?”
Las influencias no se hicieron esperar. Conoció la geométrica constructivista. El informalismo. El expresionismo abstracto. Fue alumno del post cubista de origen ruso Ossip Zadkine. Se dejó capturar por la belleza de los círculos, los triángulos y los rectángulos. Y en la fusión de esas vertientes fue creando su estilo propio.
Para el historiador de arte Cuauhtémoc Medina, cuando Manuel Felguérez regresa de París “es un artista muy joven, con autoconciencia del color como material, que está apenas planteando su investigación y el trabajo que lo define tiene que ver con ese momento del inicio de los sesenta donde se combina su modernización del muralismo y la manera en que sus cuadros están atacando la centralidad de algo como figura en medio de una situación no reconocible”.
Para la prensa era un artista abstracto que volvía de Europa, uno más a quien confrontaron con la tradición de la Escuela Mexicana de Pintura. Siqueiros había dicho: “No hay más ruta que la nuestra”, a lo que Felguérez había respondido: “¡A la chingada!”.
Para él las rutas eran múltiples. Iba contra el establishment del muralismo liderado por “los tres grandes”: Diego Rivera, José Clemente Orozco y el mismo David Alfaro Siqueiros, quienes habían dispuesto de muros en recintos oficiales y contratos públicos para retratar el nacionalismo posrevolucionario.
Felguérez se desligó del neonacionalismo: de las figuras del ranchero, del mariachi, de la batalla revolucionaria. Tampoco creyó en el arte como método catártico. Desmintió el mito de la emocionalidad como materia prima de su trabajo. Fue visceral. Se enfocó en la estética bajo sus propias condiciones: “pintando con la cabeza y luego con las manos”.
A partir de su estética, la crítica Teresa del Conde lo ubicó en lo que ella misma llamó Generación de la Ruptura.
¿Con qué rompió Manuel Felguérez en el arte mexicano? La curadora Amanda de la Garza dice que “con la figuración y con el muralismo de la Escuela Mexicana, pero además, planteó la posibilidad del arte abstracto e impulsó otras figuras artísticas como la de sus amigos Vicente Rojo y José Luis Cuevas”. Para Cuauhtémoc Medina “hay un momento en el que Felguérez organizó su recuerdo y lo hizo públicamente a través de sus obras, en ese momento entró a ocupar el lugar de los muralistas nacionalistas, a desafiarlos en sus propios términos, de manera que sí fue un artista que deliberadamente estaba en una ruptura con esa ortodoxia oficializada”.
Felguérez fue rebelde desde chico. Pero también aventurero. Mientras estudiaba en el Colegio México de los hermanos maristas, se hizo boy scout y amigo del escritor Jorge Ibargüengoitia, quien lo recreó en varios de sus escritos, uno de los más recordados: “Falta de espíritu scout” donde ambos, en la lejanía de su tierra, ansiaban comer “unos tacos de carnitas, unos frijoles refritos, unos huevos rancheros”. Quizá desde esa época se haya revelado en el artista su obsesión por el recurso, la exploración y el invento.
Solía decir que el arte viene del arte, por eso cuando no trabajaba visitaba museos, se rodeaba de bailarines, músicos e intelectuales. Estableció lazos profundos con Juan y Fernando García Ponce. Su relación con Vicente Rojo siempre fue reconocida. Fue cercano al historiador Jorge Alberto Manrique y a la escritora Margo Glantz, quien hoy a través de Twitter lamenta su muerte.
Desde su primera exposición en el Instituto Francés de América Latina (IFAL) participó en un sinnúmero muestras individuales y colectivas, elevando en cada exhibición la importancia de su legado artístico.
Como lo confirman De la Garza y Medina, Manuel Felguérez fue un gran impulsor de otros artistas. Promovió los festivales artísticos a favor de los estudiantes en el movimiento estudiantil del 68 e impulsó la creación de un mural efímero en Ciudad Universitaria.
Le obsesionaba la originalidad. Fabricar, diseñar, crear algo que solo él pudiera hacer. Y todo para probarse que era mejor, constantemente, con el transcurrir de los días, para superar, no a otros, sino a él mismo. Esa obsesión lo llevó a crear obras como Máquina del deseo (1973) construida a petición expresa del chileno Alejandro Jodorowsky para la película La montaña sagrada: un artefacto fantasioso, retrofuturista que respondía a la estimulación sensitiva para su activación, una maquinaria gris acero, parte engranaje, parte geometría. O Crisálida (2014) una escultura que nació de la transformación de un Volkswagen sedán metamorfeado en mariposa. Y también lo llevó a ganarse la beca Guggenheim en 1975 y a empezar a trabajar con computadoras buscando apoyo en la Universidad de Harvard, sentando bases para el arte computacional y el diseño generativo en México.
Luego, como era de esperarse, vinieron los galardones: fue premio Nacional de Ciencias y artes de 1988, creador emérito por Conaculta en 1993, doctor honoris causa por la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México y Medalla Bellas Artes 2015 y 2016.
“Tuve la ventaja de empezar a los 20 años”, diría, y desde entonces la locomotora de su arte no paró.
La última exposición de Manuel Felguérez
Manuel Felguérez se despidió del mundo con una muestra de 200 obras en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, MUAC: Trayectorias: una muestra que recoge tres momentos emblemáticos de su carrera artística: Los murales de desecho, La máquina estética y su obra más reciente.
Tras inaugurarse la exposición en diciembre pasado, Felguérez recorrió el MUAC en una visita guiada. Habló de su trabajo, en el que empleó materiales de desecho y chatarra para la construcción de murales en obras como Canto al océano (1963) y Mural de hierro (1961). Dejó ver su interés por la experimentación en obras como La máquina estética, que en los años sesenta resultó paradigmática en el país porque por vez primera se puso a prueba una computadora como instrumento en el diseño y la creación artística. Pero además, deleitó al público con la vigencia de su obra que combina pintura, escultura y arquitectura. Y con sus chistes: “Yo ya soy un artista clásico, uno del siglo veinte”, decía mientras mostraba sus piezas, infatigable, con bastón en mano.
Para lamento de muchos, la pandemia impide por ahora visitar la muestra que hasta el 15 de octubre se presentará en la sala 9 del MUAC. Ese reto que él mismo, trabajando hasta nueve horas al día, se trazó y que la curadora Pilar García le ayudó a materializar: una apuesta por mostrar ––como si fuera en un teatro del mundo barroco–– la vista simultánea de esos distintos tiempos donde se puede ver la complementariedad de su obra. Donde Felguérez dejaba ver la ambición de sus últimos años: presentar cuadros de más de siete metros de largo y unos enormes relieves en la parte superior de la sala pensados para ocupar el espacio del MUAC en un intento de plantear la posibilidad de que se viera su mundo como un mundo con lógica a largo plazo.
Para Cuauhtémoc Medina, a Felguérez hay que recordarlo como un hombre de felicidad campesina. Un artista que no parecía atormentarse. Alguien que parecía bastante cómodo en el mundo. “Solía contar con gracia la historia del arte mexicano y también sus propias historias. A mí me contó cómo llegó por primera vez a Nueva York. Cruzando la frontera se vistió de boy scout y empezó a pedir aventón a fines de los años 40. La gente se lo llevaba porque iba vestido así y en esas apareció una patrulla. Él se asustó. Los patrulleros le preguntaron: “en qué carro te quieres ir” y él señaló un convertible. Así entró Felguérez a Manhattan: vestido de boy scout y en un convertible”.
“Trabajar, inventar, hacer o crear nunca será tiempo perdido”, dijo el artista que nació el 12 de diciembre de 1928 en Zacatecas. A los 91 años y a causa del coronavirus deja el mundo pero también sus creaciones: desapegadas y desarraigadas de lleno del concepto de lo trágico. Y todo para dar fe de lo que siempre se ufanaba de decirle a sus amigos: que ante la muerte, y para siempre, el arte seguiría estando vivo.