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“Cuando logremos vencer la pandemia tenemos que recordar estos nombres”

El doctor Juan Romero ya vio caer a un buen amigo: su compadre, el doctor José Porras González murió el 22 de abril a causa del virus.

Carlos Acuña, reportero / Corriente Alterna el 23 de mayo, 2020

El doctor Juan Romero trabaja en el Hospital General de la Zona 30 del IMSS, en Iztacalco. Médico internista y de terapia intensiva cada día atiende pacientes con Covid-19. En el momento de recoger su testimonio, el 12 de mayo, se cuentan ya 111 muertes de personal médico y miles de contagios. Él ya vio caer a un buen amigo: su compadre, el doctor José Porras González murió el 22 de abril a causa del virus.  “No podemos cantar victoria; si esto fuera una guerra, te diría que estamos bajo fuego”, afirma. 

Había hablado con Pepe el viernes, antes de acostarme. Ese día mandamos pedir un concentrado de oxígeno porque estaba bajando su saturación en sangre. Llevaba siete días, quizás ocho desde que comenzó la evolución de los síntomas. La fiebre había bajado ya 48 horas antes, pero tenía un dolor en la espalda que nos preocupaba. Esa noche tuve mal sueño, no pude dormir. Apenas desperté, a las seis de mañana, le envíe un mensaje. Tardó en contestarme. 

–Tengo la saturación muy baja– me dijo, por fin.

–Voy para allá.

A las nueve llegué a su casa, él estaba inclinado sobre la cama ordenando algunos papeles. 

–Por cualquier cosa –dijo, y después me presumió algunas de sus camisas del Atlante.  

Pepe, le deciamos. Pepe Porras. Lo terrible de la pandemia es que se puede llevar a las mejores personas como él, a los que más necesitamos. Todos los días hacía dos horas hasta el hospital, porque vivía en el Estado de México. Pero él era originario de Tepito. Para estudiar su carrera en la FES Zaragoza tuvo que pasar hambre. Así lo contaba él. Y logró estudiar su especialidad como cirujano gracias a que muchos compañeros lo apoyaron para que pudiera continuar. Por eso tenía tanta vocación, yo creo, por eso le gustaba ayudar tanto a los pacientes. Porque le había costado y porque estaba agradecido. 

Un amigo nos había enviado una ambulancia. Me hubiera gustado hablar más con él en el camino pero Pepe tenía que viajar aparte: pesaba más de 100 kilos y había que maniobrar con el tanque de oxígeno así que necesitábamos espacio y alguien que nos apoyara. Mientras esperábamos, me dijo que tenía miedo. Pero se daba valor. Yo sabía que lo que le angustiaba era estar solo, sin contacto con su familia y amigos. 

–Vamos a salir de esta –repetía en voz alta pero cuando llegó la ambulancia, no quería levantarse de la silla. 

–Vámonos pues, Pepe –le di una palmada en la espalda -pasaré a verte a Terapia Intensiva.

No debería haber dicho esto. Pero en verdad no quería dejarlo solo y pensé que, como tenemos buenos amigos en Centro Médico, podría haber una oportunidad. Le había comprado además un celular y un cargador para estar comunicados. Se despidió de su esposa y de sus hijos, que se habían quedado en sus cuartos aislados para minimizar todos los riesgos. Seguí a la ambulancia en mi carro pensando en él y en el insomnio de los últimos días, en cómo la vida ha cambiado por completo.

Del SARS-CoV-2 no sabemos nada. O no lo suficiente. Hay quien dice que lo doloroso de la Covid-19 es que es una muerte muy rápida. Mi percepción es que el problema radica en que la recuperación es demasiado lenta, si acaso se presenta. Y no sabemos cómo se comporta el SARS-CoV2 ni cómo puede avanzar el daño en cada caso. En los niños se han registrado alteraciones vasculares. Yo he visto alteraciones de necrosis, pacientes que desarrollan afecciones cardiacas o dolores abdominales asociados con sus gases arteriales. El daño en el pulmón, vaya, no había visto algo similar que yo recuerde. Entonces tenemos que tener cuidado con todo. Cada intervención en un paciente merece el máximo cuidado. Esto genera un estrés muy grande en todos. Porque, encima, el más mínimo descuido, una manija que no se lave o una botella de agua que no se desinfecte y te lleves a la boca nos puede costar la infección.

Y no me gusta ser así de negativo. Pero leo la opinión de epidemiólogos expertos y lo que afirman me preocupa: “no hay forma en que podamos evitar el contagio”. ¿Qué nos queda entonces? Tener fe, tal vez. Fe en que los tratamientos puedan ser efectivos, por ejemplo. Hace diez años el oseltamivir sí lograba sacar adelante a las personas infectadas de H1N1. Los medicamentos que usamos ahora ayudan pero no lo suficiente. Y desconocemos cuáles serán sus efectos negativos, que también los tendrán. Necesitamos ganar tiempo, evitar que esto se salga más de control. Yo me sorprendo cuando salgo a la tienda a hacer compras: muchos siguen afuera. El mundo sigue activo como si nada pasara. 

Yo no soy epidemiólogo. Soy médico de urgencias y de terapia intensiva, pero sé cómo funciona un cerco sanitario y, en mi opinión, hay muchas cosas que se han hecho mal y tarde. Las autoridades han anunciado un regreso a la normalidad, pero yo no estoy tan seguro que hayamos llegado ya al pico de contagios. Lo dudo pero, de nuevo, no soy especialista, yo sólo lidio con las consecuencias: el hospital lleno, médicos contagiados, gente que muere a cada rato.

A Pepe lo admitieron de inmediato en el Centro Médico. No pude evitar sentir angustia en ese momento. Sabía que posiblemente no iba a poder verlo de nuevo y así fue: los médicos estaban demasiado atareados para hacernos un favor así.  Eso sí, tuvieron la atención de mantenernos informados de todos los detalles técnicos a mí y a su esposa, sabiendo que éramos colegas. Por la tarde Pepe me contó por mensaje que le habían dado un chorro de medicamentos, que lo habían volteado boca abajo como indica el protocolo. Pero no mejoraba, la oxigenación seguía bajando. Tenían que intubarlo esa noche a un ventilador.

–Tengo miedo –me escribió–. Nos vemos cuando despierte.

Al día siguiente amaneció con complicaciones pulmonares, retenía dióxido de carbono. Los médicos hicieron algunas maniobras de ventilación y mejoró un poco. Fue cuando comenzó a colapsar el riñón.

Lo que más entristece es que no pudimos despedirnos de él. Y eso es muy fuerte. Porque Porras estuvo en la primera línea sabiéndose él población de riesgo: tenía diabetes y obesidad. Tuvo la opción de irse y se decidió por los pacientes; decidió quedarse a ayudar. No poder despedirse de alguien así, de alguien que además de colega era un buen amigo, duele.

Su esposa llegó al hospital al poco tiempo, entró a terapia intensiva para recibir el certificado y de inmediato tuvo que buscar una funeraria donde cremarlo. Fue complicado porque todo es muy rápido, los trámites se han minimizado para acelerar todo y no había ningún horno crematorio cerca. No hubo ceremonia. Su esposa no quería contacto con nadie porque tenía ya leves síntomas, igual que sus hijos. No hemos podido hacer nada más. Ese mismo día, el 22 de abril, el Atlante lanzó un comunicado en sus redes sociales, lamentando su muerte y el personal del hospital le dedicó varios minutos de aplausos y porras. Pero no es suficiente. Y, vaya, no es algo que su memoria no merezca, tampoco es un simple deseo de llamar la atención. Tenemos que honrar el recuerdo de personas así. Cuando logremos vencer la pandemia tenemos que recordar el nombre de mi compadre, el doctor José Porras González.