En este barrio de clase media al norte de Culiacán no hay plazas ni grandes comercios. En medio de la colonia, destaca por su tamaño la escuela primaria pública, que se extiende por dos manzanas. A su costado, un edificio de dos pisos es distinto a los demás: la fachada ostenta una gran ventana negra -completamente polarizada-, una pequeña puerta automática -siempre cerrada- y en la pared, un vistoso mural donde se aprecia a Donkey Kong cargando una rubia princesa, Peach. El simio sostiene un enorme cigarro de marihuana. También llama la atención un globo con forma de cigarro de marihuana que cuelga de dos hilos desde el techo.
Para entrar hay que tocar el timbre que está bajo una discreta cámara. Adentro hay una sencilla smoke shop: una tienda que vende todo lo necesario para fumar marihuana, excepto la marihuana misma. Unas pocas pipas, sábanas de papel para forjar, encendedores, bongs… El local parece abandonado. En la pared del fondo hay una segunda puerta.
Tras la segunda puerta
Para ingresar a la parte trasera del local sólo hay que girar la perilla. Dentro, el panorama es completamente distinto. Lámparas sin sombra, anaqueles varios, repisas con diversos productos, un mostrador repleto de bolsas y cajas de todos los colores; Cheetos, mazapanes, gomitas dulces, galletas, refrescos, paletas. Todo contiene alguna sustancia psicoactiva, casi siempre tetrahidrocannabinol (THC), la sustancia activa de la marihuana. Los empaques son réplicas exactas de las marcas comerciales tanto en diseño como en materiales, aunque todas tienen algún giro peculiar en el nombre (como WeedieCrisp en lugar de CookieCrisp), además de que indican con claridad la cantidad de psicoactivos añadidos en miligramos o mililitros. Resaltan grandes frascos de cristal llenos de cannabis con etiquetas como “Afghan”, Gorilla”, Jack Herer” y “Candy Kush”.
Tras el mostrador atiende un joven de unos 20 años de edad. Viste ropa cómoda. Es amable pero serio; parece desconfiado. El espacio es luminoso, colorido, con música a volumen agradable, pero aún hay algo de tensión. Al lado suyo se encuentra una pantalla que muestra en tiempo real el exterior a través de al menos cuatro cámaras ocultas cuidadosamente ubicadas para ver la calle desde ahí.
Por favor, no se meta
Los dispensarios (o dispes, como les llaman sus clientes), surgieron casi al mismo tiempo que la pandemia de covid-19. A principios de 2020 llegaron los rumores. Inicialmente se decía que eran lugares secretos. Sin embargo, son bastante notorios; pueden estar junto a una primaria pública o en el piso de arriba de un Oxxo, tal como el que opera en las inmediaciones de un concurrido complejo universitario. Hoy existe aproximadamente una decena. Las “marcas” o “cadenas” de dispensarios se diferencian por estética y concepto, por ejemplo el “Dispe de las morras” es atendido y administrado únicamente por mujeres.
De acuerdo con un ex empleado que habló con Corriente Alterna con condición de anonimato, cuando abrió el dispensario donde trabajó, estaba abarrotado diariamente en su horario habitual, de 9 de la mañana a 9 de la noche (actualmente su afluencia es similar a la de una miscelánea). La inquilina del piso de arriba llamó a la policía para denunciar la venta de droga, pero ninguna patrulla se presentó. Ante su insistencia, oficiales acudieron a su domicilio para pedirle que por favor no se metiera en las actividades de la planta baja.
De los propietarios se sabe poco. De los trabajadores se sabe que generalmente son jóvenes de clase media no vinculados a la mafia que se hicieron de confianza por ser clientes regulares de los dispensarios.
Hoy, mientras aumentan las detenciones por posesión simple a nivel nacional, comprar drogas en Culiacán no necesariamente implica contactos peligrosos ni transitar callejones poco iluminados. Existe registro de detenciones asociadas a los dispensarios, pero la norma tiende a ser la tolerancia para quienes compran en los dispes, que tras la segunda puerta anuncian mientras tanto la última novedad: “YA CONTAMOS CON LSD”.