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8M:  a cinco años del #MeToo mexicano

Actualmente "Gallina" se dedica a dar información sobre uso responsable de sustancias psicoactivas a jóvenes que asisten al espacio para la atención de personas usuarias y sus familias en Iztapalapa. Él asegura ser un referente en su colonia y un ejemplo a seguir con las y los más jóvenes. Foto: Diana Hurtado / UIP

“Los prejuicios matan”: la deuda del Estado mexicano ante el consumo dependiente

Diana Rubí Hernández Hurtado, estudiante / Corriente Alterna el 24 de octubre, 2021

Los sicarios llegaron de sorpresa, mientras los internos del centro de rehabilitación realizaban sus actividades cotidianas. Abrieron fuego para luego huir. Dejaron 28 personas asesinadas y tres heridas. El móvil del ataque nunca fue esclarecido, pero esta masacre, perpetrada el 1° de julio de 2020 en Irapuato, Guanajuato, fue minimizada de inmediato: para las autoridades no se trató de un atentado contra un espacio de atención a personas con consumo dependiente de sustancias sino contra un “semillero de la delincuencia organizada”, tal como declaró el secretario de seguridad estatal Álvar Cabeza de Vaca.

Bajo la lógica de la autoridad, las víctimas merecían morir solo por ser consumidoras de sustancias psicoactivas. 

Como si aquellas vidas no importaran.

No es algo nuevo. Desde hace poco más de 100 años, a través de la prohibición de las drogas como política pública, se ha ido construyendo un imaginario colectivo donde los límites entre “la droga”, la criminalidad y la moral son imperceptibles.

“Un pinche drogadicto nunca va a cambiar, ni aunque esté en todos los ‘anexos’ del país”. “Una cosa te lleva a otra: a consumir y luego a robar”. “Ya cuando están ingeridos en el vicio, violan y todo eso”, son frases que algunas personas, elegidas al azar, expresaron para este reportaje cuando Corriente Alterna les preguntó su opinión sobre las personas con consumo dependiente a sustancias.

Los resultados de la Encuesta Nacional de Cultura Cívica sirven de faro para entender lo anterior. En esta encuesta, realizada en 2020 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 73% de las personas entrevistadas dijo que no le rentaría una habitación de su hogar a una persona que consumiera marihuana. 

Tal imaginario construido en torno al uso de sustancias psicoactivas tiene efectos concretos en la vida de las personas consumidoras, en general, pero, sobre todo, en aquellas que padecen de consumos problemáticos o dependientes a una o varias sustancias, y que se ven orilladas, incluso obligadas, a tomar tratamientos en centros de rehabilitación no regulados: sitios donde sus derechos humanos no están plenamente garantizados y donde el Estado es un cómplice invisible. 

Una historia de 100 anexos

“‘¿Quieres un capuchino?’ Y yo, todavía de pendejo, le dije que sí. Allá hacíamos del baño en botes de 20 litros, del dos y de la pipí. Pues [el padrino] metió un vaso en la mierda y otro en los miados y me lo hizo tomar. Que ese era un capuchino, y que si no me lo tomaba iban a sacar a ‘La Güera’, un palo bien grueso, y con ése me iban a pegar a mí y a los demás. Cuatro tablazos a todos los anexados. Y me lo tuve que tomar.” 

Él es Alejandro Acosta González, mejor conocido en el barrio de San Miguel Teotongo, en la alcaldía Iztapalapa, como “Gallina”. Es padre de un pequeño de 10 años y promotor social en el Centro Colibrí. A sus 38 años, “Gallina” calcula haber sido “anexado” cerca de cien ocasiones, en centros de rehabilitación de todo tipo. 

“Mi primer acercamiento a las sustancias psicoactivas fue a los 13, con la cocaína”, cuenta, segundos antes de mover su nariz de un lado, provocando un tronido, explicando sin más palabras que es producto del daño por el consumo dependiente a esta sustancia. “Estoy malo de tanto que me periqueaba”, añade. 

“Por una telenovela que se llamaba Soñadoras yo quise ser como uno de ellos. Fui a una disco, andaba un poco borracho, quise imitarlo y dije: ‘Pues me voy a chingar un pase’, y como traía mi grapa [100 miligramos de cocaína], pues me la jalé”. Su “grapa” la tenía en la bolsa porque, por problemas económicos, a los 13 años comenzó a vender sustancias ilegalizadas, junto con su madre y hermanos. Vendía cocaína, pero, hasta antes de ese día en la disco, nunca la había probado.

Después de un consumo cada vez más progresivo de cocaína Alejandro comenzó a consumir “piedra” o crack, además de solventes de todo tipo. Desarrolló un “consumo problemático”. 

Primer Paso Zapotitlán, Generación Nezahualpilli, Regla 62, La Luz del Amanecer, Grupo Xaltocan y Jóvenes en Adicción fueron algunos de los centros de rehabilitación a los que llegó entre los 13 y los 37 años de edad. En algunos de ellos recibió castigos y violencias, así como rechazo, exclusión y abandono por parte de sus redes más cercanas, familia y amigos.

“Los prejuicios matan”

Las personas usuarias de sustancias ilegalizadas son clasificadas bajo ciertas etiquetas que terminan por reducir e, incluso, invisibilizar las diferencias entre los diversos tipos de consumo, mismos que pueden ir de ocasional a recreativo, experimental, terapéutico y ritual, hasta problemático y/o dependiente. 

Frente a ello, “el primer estigma es que pareciera que todo uso es abuso”, explica Angélica Ospina, profesora e investigadora del Programa de Políticas de Drogas (PPD) del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). La mayoría de las personas, detalla, “no se pregunta cuál es tu patrón de consumo, cuál es tu dosis y cuál es tu frecuencia sino que, inmediatamente, te tilda de ‘adicto’”.

La antropóloga Pamela Chávez explica que, una posible causa de este prejuicio, es que las personas adoptan como propias las posturas de gente cercana o de los propios medios de comunicación, donde ponderan experiencias dolorosas y problemáticas de quienes desarrollaron dependencia; con lo que “se considera que todas las experiencias asociadas a las sustancias pueden llegar o van a llegar a ese mismo fin, que puede ser un accidente, una muerte, un internamiento, entre otros”. 

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Pero de todo el universo de personas consumidoras, quienes se enfrentan a prejuicios que ponen en riesgo su propia vida son aquellas que por factores como el contexto, la sustancia o sus características individuales desarrollaron dependencia. Las llamadas personas “adictas”. 

La adicción, no obstante, es un término que va en desuso, al igual que “drogodependencia” y “toxicomanía”, por la carga estigmatizante que tiene. 

“El concepto que se viene acuñando es el de ‘consumo problemático de drogas’ porque, en alguna medida, amplía el abanico a distintos momentos propios del consumo, que no necesariamente es el episodio donde hay una dependencia”, aclara en entrevista Juan Carlos Mansilla, psicólogo argentino especialista en consumos problemáticos, consejero en materia de drogas e investigador. 

Los estigmas hacia las personas dependientes ocasionan que al resto de la gente no le importe las violencias que pueden llegar a sufrir quienes presentan consumo problemático: “la muerte, la desaparición o la tortura vienen acompañadas de un ‘se lo merece’ o un ‘pero eran drogadictos’ (…) Entonces, pareciera que eso los hace menos víctimas”, subraya Angélica Ospina. 

“Drogadictos”, “viciosos”, “desviados”, “moralmente defectuosos” o “criminales”, son los rótulos que los marcan y es sobre ellos que se construyen determinados discursos, tanto en las políticas públicas como en los lugares que ofrecen una supuesta solución de tratamiento. 

“El estigma mata 一añade Ospina一 y mata por eso: porque vas reduciendo poco a poco los derechos de las personas”. 

Derechos básicos como el acceso a la justicia, a los servicios de salud y a la vida.

Los tratamientos en México

En México, los centros públicos para la atención de personas usuarias de drogas, específicamente para aquellas que necesitan tratamiento, son escasos. Tanto, que para las 564 mil personas que desarrollaron dependencia, de acuerdo con la última Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco, el Estado mexicano ofrece solo 40 unidades de internamiento, de las cuales nueve son unidades de hospitalización. 

Esto quiere decir que, para satisfacer la necesidad de tratamiento a personas con dependencia 一en caso de que todas ellas requirieran de internamiento一, cada una de las 40 unidades disponibles tendría que contar con 14, 100 camas. En el presente, sin embargo, estas unidades tienen una capacidad promedio de 25 camas por centro, según la investigación “El sistema de atención y cuidado al uso problemático de drogas en México: aislamiento, estigmatización y desamparo”, de la especialista Angélica Ospina.

En respuesta a la falta de oferta gubernamental surgieron los establecimientos privados que, en muchos de los casos, representan la única esperanza de las familias y de las personas que desean rehabilitarse. 

Tribuna y sala de juntas del anexo San Miguel Teotongo. Los Grupos de Ayuda Mutua son definidos por la NOM-028 como espacios integrados por personas ex dependientes cuyo propósito es apoyar a otras personas con este tipo de consumo, con base en la experiencia compartida de los miembros del grupo. Las salas son el lugar donde hablan de su experiencia y dan consejos a quienes los escuchan. Foto: Diana Hurtado / UIP

Más comúnmente conocidos como “Anexos” o “Granjas” –como se llama a los establecimientos localizados en las afueras de las ciudades–, estos centros privados aparecieron en México en 1970 como grupos de ayuda mutua, cuyos principios de tratamiento se fundamentan en los 12 pasos de Alcohólicos Anónimos (AA), y brindan asistencia a personas con bajos recursos, principalmente. 

De acuerdo con el Informe sobre la Situación de la Salud Mental y el Consumo de Sustancias Psicoactivas en México 2021, se tiene registro de 2,129 establecimientos privados residenciales operando en el país; lo que representa 98.15% de la oferta total, mientras que las unidades públicas en esta modalidad apenas representan 1.84%.

Además, de esos 2,129 establecimientos privados solo 238 (11.17%) están reconocidos por la Comisión Nacional Contra las Adicciones (Conadic), según el último directorio de centros registrados. El resto opera al margen de la ley. Entre ellos, los autodenominados “Fuera de Serie”. 

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Los “Fuera de Serie”

En alguna ocasión, cuenta “Gallina”, los “padrinos” de uno de los centros en los que estuvo internado, conocido como Regla 62, realizaron una revisión del lugar en busca de cualquier elemento ajeno al tratamiento. En esta búsqueda –llamada “operativo”– encontraron verduras en la basura. Al cuestionar a los internos y recibir silencio por respuesta dijeron: “Pues a partir de mañana van a comer pura cebolla”. No importaba quién las había tirado ni si había sido un error por parte de los cocineros: “Por uno, pagan todos”. 

“Y que mandan comprar costales de cebolla. Una camioneta llena. Casi 20 días [pasamos] comiendo pura cebolla. Desayuno, comida y cena”, recuerda “Gallina”. 

Los anexos “Fuera de Serie” son llamados así porque el tratamiento se basa en castigos y sanciones violentas. Lo explica Pamela Chávez, también investigadora de los centros de rehabilitación en México:

“Es ‘Fuera de Serie’ porque no hay reglas”, recalca. “Son grupos a los que llegaban ex ‘caneros’ [personas ex presas], putas, delincuentes y asesinos. Entonces al haber personas con estas conductas o perfiles, [sus impulsores] consideraban que la terapia debía ser sumamente violenta porque eran personas con transgresiones sociales múltiples o graves, por lo que debían ser castigados. Y las familias eran las que principalmente solicitaban el internamiento”, continua. 

Asociaciones y grupos de la sociedad civil, entre ellos el Colectivo de Acción y Transformación Integral AC y el Colectivo por una Política Integral hacia las Drogas (Cupihd), documentaron en 2015 experiencias de maltrato y tortura en centros no reconocidos ni regulados. Maltratos que van desde el internamiento forzado o bajo engaños, alimentación deficiente, violencia física y emocional, hasta abuso sexual y trabajo esclavo. A pesar de que las investigaciones fueron publicadas hace seis años, al día de hoy sigue siendo una realidad para miles de personas.

Entre abril, mayo y junio de 2021, medios locales de varios estados del país registraron distintos tipos de violencia en estos centros.

El diario local Novedades Campeche dio a conocer el caso del director del centro Aprendiendo a Vivir, responsable de la muerte de un interno, quien fue golpeado por él a manera de terapia. O el diario El Sol de Puebla, que registró el caso de un joven de 21 años, quien murió camino al hospital tras la golpiza recibida en el anexo La Piedad, en el estado de Puebla.  O el caso de Karla N, encontrada sin vida en uno de estos centros poblanos. O el de José Antonio, de 26 años, asesinado a golpes con una tabla y abandonado en la vía pública por los encargados del lugar. 

No en todos los centros o anexos de la oferta privada hay violación de los derechos humanos de las personas internas, pero es la desatención del Estado –su escasa oferta de servicios de salud para esta población y el poco monitoreo y verificación a los mismos– lo que genera las condiciones propicias para que esto suceda en gran parte de ellos. 

De hecho, la falta de monitoreo a los anexos es una de las características más criticadas por parte de colectivos y organizaciones civiles. En 2018, 2019 y 2020 se realizaron solamente 150 supervisiones en términos de la norma oficial mexicana (NOM-028) de los 2,129 centros: 33 en el primer año, 71 en el segundo y 46 en el tercero, de acuerdo con una solicitud de información hecha a la instancia correspondiente por Corriente Alterna. 

“La población usuaria de drogas es discriminada a través de la escasa oferta de tratamiento por parte del sector público (…) pero también por la falta de supervisión de los centros del sector social que atienden a esta población. Todo lo cual agrava la situación de los usuarios, al permitir la existencia y actividades de centros de tratamiento donde se abusa de los pacientes en diversas formas y grados”, se lee en la investigación “Abusos en centros de tratamiento con internamiento para usuarios de drogas en México”, realizada por Cupihd.

Actualmente, en los espacios llamados “Fuera de Serie” cualquier persona, incluso aquellas sin un consumo problemático, puede ser internada, casi siempre de manera involuntaria.

Mario es un ejemplo de ello. Él es un joven de 24 años quien, hasta el cierre de esta edición, se encontraba internado en el anexo San Miguel Teotongo. Le gustan los tambores africanos, el grafiti y sueña con ser escritor. A los 19 años era consumidor dependiente de inhalantes o “mona”, como él le llama, y también consumía habitualmente cristal, cocaína, marihuana y alcohol. Sin embargo, sin tener el perfil, su primer anexo fue un “Fuera de Serie”. 

Mario, interno del anexo San Miguel Teotongo. Además del gusto por el arte, le gusta ser payaso y hacer todo tipo de actos en los semáforos: desde malabares hasta maniobras con el balón de fútbol. Foto: Diana Hurtado / UIP

“Yo empecé a empujar a todos, no quería estar ahí porque mi mamá ya me había contado cómo eran. Me amarraron de a ‘pescadito’: es cuando te amarran los pies con las muñecas así, hacia atrás, me metieron los calcetines en la boca y, pues, me amarraron”. 

Este tipo de castigos son conocidos como “aplicaciones”, los cuales se emplean para mantener la disciplina en el lugar. Lo “indisciplinado” puede ir desde no sentarse bien, platicar con otros y otras durante las juntas, no querer comer lo que les ofrecen o hasta escaparse del centro. “Allá nomás sentado: ver, oír y al frente. Todo lo que hicieras fuera de eso [merecía] una ‘aplicación’”, explica “Gallina”. 

Cerca del Metro La Paz, en un anexo “Fuera de Serie” conocido como La Casa Azul el señor David Miguel, con la voz entrecortada por el recuerdo, dice que “por cualquier cosita e insignificancia” los golpeaban o los castigaban: “En alguna ocasión me escondí tres o cuatro dulces de las piñatas de las posadas y me dejaron 15 días parado. Eso bastó para que me castigaran”.

Después de pasar por diez anexos David considera “normal” los palazos que recibió en estos lugares.

“Tocar fondo”

La privación de sus redes de apoyo, alimentación deficiente como forma de castigo, golpes e insultos, se justifican en este tipo de centros como parte del tratamiento. Para algunas personas, el estilo de vida antes del internamiento como ir a trabajar, tener dinero o estar con amigas y amigos, se “aprende a valorar cuando estás adentro”, explica Axel Mendoza, un exinterno que actualmente trabaja en el centro Amor y Libertad. 

Axel reconoce que existen centros donde profesan la valoración de la vida para justificar el no ofrecer servicios dignos: “Hay cosas que sí se deben valorar, pero hay otras que también son nuestra obligación y no tiene nada que ver con el tratamiento; esa parte se ha tergiversado, para conveniencia de los encargados de algunos anexos”, afirma. 

Con este enfoque se pretende que las personas “toquen fondo”, pues solo despojando de su humanidad y de sus derechos podrán recuperarse. Se piensa que solo así aprenderán a “valorar” lo que “perdieron en el camino de las drogas”, explica Romina Vázquez, investigadora y coordinadora del área de Comunicación para la Incidencia del Instituto RIA, asociación civil mexicana dedicada a impulsar políticas de drogas basadas en justicia social. 

“Y en esta búsqueda de ‘salvar’ a las personas adictas, se vale de todo”. 

El señor David Miguel nació en la Ciudad de México. Hasta al cierre de esta edición llevaba cuatro meses internado en el anexo San Miguel Teotongo. A él le gusta la música que define como “tranquila”; los grupos The Beatles y The Rolling Stones son parte de la lista. Foto: Diana Hurtado / UIP

Los centros profesionales, inaccesibles

El número de los centros privados aumenta rápidamente. En un informe oficial de 2019 se registran 2,108 centros; pero en una solicitud de información respondida en agosto de 2021, el número ya había ascendido a 2,145.

La posibilidad de ingresar a un centro privado no reconocido es alta; no solo por su cantidad, que supera a la oferta pública, sino porque los centros privados son económicamente más accesibles. 

Si una persona quisiera internarse a sí misma o a algún familiar en un anexo de ayuda mutua, el costo promedio nacional por tres meses de tratamiento sería de 5 mil 591 pesos.

Si quisiera hacerlo en un anexo con tratamiento mixto (combinación de ayuda mutua con algún tipo de asistencia profesional), el costo promedio sería de 26, 372 pesos; mientras que hacerlo en un centro con rehabilitación profesional, basado en procedimientos clínicos y terapéuticos, el costo sería de 150,972 pesos por el mismo periodo. 

De todos los centros registrados en la actualidad solo existen 51 gratuitos: 33 privados y 18 públicos. Lo anterior, según los datos encontrados en el directorio de centros de rehabilitación. 

En Tlaxcala, por ejemplo, no existe ningún centro de rehabilitación reconocido por la Conadic, mientras que en Guerrero solo existe uno público, aunque el costo de tratamiento es de 27,000 pesos. En Tamaulipas solo hay un centro público, cuyo costo de tratamiento es de 135,000 pesos. 

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Infografías: René Zubieta / UIP.

Un caso de éxito con tratamiento profesional

Avelina Fonseca es una mujer de 31 años, activista, politóloga, bailarina. A los 16 años, entre la secundaria y la preparatoria, tuvo consumo dependiente al crack, una sustancia estimulante proveniente de la hoja de coca sometida a un procesamiento químico específico. Para rehabilitarse, ella tuvo acceso a una clínica privada profesional. 

“La composición química genera una dependencia muy rápida. Yo, ya después, decía: dos segundos de cielo (de placer o de éxtasis) por un día entero que se va a la mierda (con mucha paranoia y depresión)”, cuenta Avelina en entrevista. 

No obstante, aclara que su consumo dependiente tuvo que ver con el tipo de sustancia que consumía, la cual es una de las más riesgosas al producir, con mayor rapidez, consumo dependiente; pero, también, con otros factores significativos: haber vivido situaciones de violencia en su familia y en su barrio, por ejemplo; o pertenecer a grupos de consumo, tanto en la escuela como en su colonia. 

“Entre los 12 y los 15 sufrí muchos, muchos episodios de abuso y de acoso que, después, en terapia, reconocí. Miré y observé lo mucho que había trastocado mi autoestima, mi seguridad sobre mi persona, mi idea sobre la sexualidad… Entonces, digamos que, al momento del consumo, ya me encontraba con una serie de traumas complejos”, explica. 

La clínica a la que llegó estaba en Ixtapaluca, creada y atendida por un psicólogo y neurólogo especialista. Allí recibió un tratamiento personalizado, de acuerdo con su historia, su contexto y su tipo de consumo; a diferencia de los centros de ayuda mutua y algunos mixtos, donde el tratamiento es homogéneo, es decir, exactamente el mismo sin importar variables como el género, la edad, el contexto o la sustancia. 

Avelina cuenta haber caído en un “paraíso” pues, a pesar de ser un centro profesional era relativamente accesible: de 600 pesos por consulta, el costo se redujo a 350 tras realizarle un estudio socioeconómico. Actualmente, de todos los centros que aparecen en el directorio solo siete realizan estudios socioeconómicos y tres otorgan becas o descuentos.  

El resultado de la terapia profesional y el acompañamiento familiar fue claro: la abstinencia. Sin embargo, aclara: “Era un objetivo mío, no un objetivo del tratamiento”. Las y los expertos coinciden: sin la voluntad de quienes son pacientes, si la persona no lo fija como meta, la abstinencia puede ser ineficaz. 

La adicción es mucho más que la droga

“Casi toda la vida mi mamá tuvo drogadicción, estaba en programas de rehabilitación desde que yo estaba pequeño y murió cuando tenía 17, dos años antes de mi primer anexo (…)”. Al igual que “Gallina” y Avelina, Mario creció en un contexto en el que la precarización de su comunidad y la cercanía con sustancias psicoactivas formaron parte de su entorno. Él tenía el deseo de terminar el bachillerato, pero no lo logró a causa del daño emocional que le dejó la muerte de su madre, lo que facilitó su entrada al consumo dependiente. 

Los tratamientos actuales se caracterizan, en su mayoría, por ser individualizantes; es decir: que el único culpable del consumo dependiente es el o la consumidora. Esa perspectiva deja de lado el contexto y los factores psicológicos que llevan a un consumo problemático y/o dependiente. 

Este discurso “hace que todos nos podamos lavar las manos porque es muy fácil decir: ‘Ah, pues para qué se metió en eso, es su culpa, quién lo manda’. Y, entonces, la persona es responsable de todo y debe salir a fuerza de voluntad”, explica Ospina.

Ella coincide con investigadoras como Ana Clara Camarotti, especialista en Sociología de la Salud, así como con las nuevas perspectivas internacionales sobre el abordaje de drogas, al decir que en el fenómeno del consumo se engloban tres elementos: sustancias, individuos y contexto. Cualquier análisis que tome en cuenta solo uno de ellos será sesgado. 

El enfoque individualizante se puso en duda gracias a una serie de experimentos científicos que iniciaron en el siglo XX. El más popular fue el “parque de ratas” (Rat Park) realizado a finales de la década de los 70 por el psicólogo canadiense Alexander K. Bruce.

Primero se colocaron ratas en jaulas individualizadas, sin contacto con ninguna otra. En la jaula colocaron dos botellas: una con agua y otra con morfina diluida. ¿Los resultados? Casi todas las ratas consumieron la botella con la sustancia, hasta morir de sobredosis. 

Más tarde, Bruce modificó el experimento: en lugar de tener a las ratas en jaulas separadas construyó un espacio donde pudieran socializar, con juegos, túneles, pelotas y las mismas dos botellas: una con agua, otra con morfina. Llamó a este espacio “Rat Park”.

¿Los resultados? Casi ninguna rata consumió de la botella con morfina; de las que lo hacían, ninguna desarrolló compulsión por consumir y, por tanto, ninguna murió por sobredosis.

“Lo que nos muestra el experimento es que si tenemos la posibilidad de tener un contexto en el que podamos experimentar placer (…) donde sienta que me puedo expresar, en un contexto donde sienta que tenga futuro y donde sienta que valgo (…) nuestra relación con las sustancias cambia”, comenta Angélica Ospina. 

Por el contrario, si hay consumo en contextos pauperizados, violentos; con pocas posibilidades de hablar sobre las emociones e inquietudes; con una oferta mayor de sustancias que de espacios de recreación, “el uso de sustancias adquiere una dimensión, muchas veces, fatal”, advierte. 

“Los contextos en los que la persona se desarrolla y desenvuelve son vitales”, aseguró hace un año al ser consultado sobre este tema, Claudio Vidal, coordinador de Energy Control, programa español de intervención desde la reducción de riesgos y daños para consumos recreativos de drogas. “La pobreza o la falta de oportunidades, por ejemplo, son contextos propicios para que una parte de la población tenga consumos problemáticos. Por el contrario, un contexto en el que las administraciones públicas invierten en prevención, reducción de riesgos y daños, y en la provisión de servicios de tratamiento accesibles y efectivos para quien lo necesite, son fundamentales para reducir la prevalencia e impacto de los consumos problemáticos”. 

“Es importante no acabar responsabilizando a la persona por entero de su riesgo o de haber desarrollado un consumo problemático”, insiste. 

Superar la narrativa antidrogas

Actualmente, Avelina es consumidora de diferentes sustancias. A través de sus reflexiones y experiencia personal busca relacionarse de “manera más consciente con las drogas”, de la misma forma que, en sus clases de baile, busca la autoconciencia de su cuerpo. 

Explica que superar la narrativa antidrogas –esa que dicta que “en el mundo de las drogas no hay un final feliz”– implica dejar de verlas como sustancias enemigas: “Se trata de voltear a ver las causas de raíz que determinan nuestra relación con ellas”.

En el Centro de Rehabilitación para Alcohólicos y Drogadictos A. C., trabajan en promedio con 30 personas a las cuales se les auxilia para que dejen de consumir. Foto: Iván Stephens / Cuartoscuro

Como Avelina, Mario y hasta el señor David Miguel, “Gallina” tiene sueños, anhelos por cumplir. Uno de ellos es mejorar el anexo San Miguel Teotongo: que haya asistencia psicológica, espacios cómodos y dignos y que las personas tengan acceso a un mejor servicio médico… Pero reconoce que esto no es posible sin el apoyo del Estado. 

Todas las personas entrevistadas para este reportaje coincidieron en que la ventaja de los centros de ayuda mutua es, justamente, la red de apoyo que se construye entre pares, entre personas que vivieron experiencias de consumo similares. El acompañamiento entre iguales, la escucha activa y el apoyo por parte de una figura como el “padrino” o la “madrina” permiten construir redes y llevar tratamientos acompañados. Para muchas personas como “Gallina”, el propio servicio y ayuda en estos centros les sostiene para no regresar al consumo dependiente.

Cambiar las preguntas

Al ser una problemática colectiva y con causas históricas, las preguntas cambian: ¿Cómo intervenir en las comunidades para ayudar sin estigmatizar? ¿Cómo educar sobre drogas, más allá de prohibir? ¿Cómo evitar la violencia en los centros de tratamiento? ¿La solución es clausurarlos? 

La respuesta a esta última es la más sencilla y, quizá, la más obvia: “La solución no es clausurar”, subraya Angélica, ya que “cumplen una función que nadie más quiere hacer”. Es el Estado quien debe acompañar a los centros con financiamiento y capacitación; sacar a las personas con consumo dependiente del olvido y del estigma y les reconozca, nuevamente, como personas humanas, merecedoras de derechos. 

El psicólogo Juan Carlos Mansilla coincide: “No hay que ignorar los tratamientos, salvo aquellos que atentan contra los derechos de las personas”. 

Para enfrentar la violencia en los centros privados, las asociaciones civiles recomiendan promover la cultura de la denuncia por parte de los internos/as; sancionar a los centros donde se perpetran abusos; verificar de forma permanente el cumplimiento de la NOM-028; ampliar los objetivos de tratamiento “más allá de la abstinencia” y desplegar campañas de difusión no estigmatizantes, entre otros puntos. 

Ante un problema que por años se consideró individual, la apuesta debe ser el acompañamiento comunitario. “Así como hay militares en las calles, queremos ver profesionales de la salud y trabajadores sociales en las calles”, concluye Ospina.

Parte de la solución comienza a vislumbrarse en las redes de apoyo entre pares que generan los centros de ayuda mutua, en el trabajo comunitario que proponen las y los expertos y en la no estigmatización social. Una solución que siempre estuvo allí, tan clara y a la sombra. Una solución que puede salvar vidas: apoyar y acompañar.