Otomíes en CDMX: sobrevivir a ras de la pandemia
Foto: Eunice Adorno

Colectivos otomíes asentados en la capital del país enfrentan la contingencia sanitaria por la pandemia de C0VID-19 en campamentos improvisdos o viviendo en inmuebles derruidos, sin techo firme, agua corriente ni servicios de salud garantizados. Para las autoridades no existen, ni siquiera fueron censados por el Inegi en su más reciente conteo poblacional

La carpa es blanca, de seis metros de largo por cuatro de ancho y ocupa la acera completa. Está amarrada a la pared del edificio de Guanajuato número 200, en la colonia Roma de la Ciudad de México; otras lonas se fijaron al pavimento con polines y cubetas con piedras, que protegen varias tiendas de campaña de la lluvia. En una de estas, pegada a la banqueta, duerme Elvira Isidro, quien se levanta temprano, dobla su ropa y acomoda las cobijas dentro. La evolución de su embarazo y el zumbido de los mosquitos no la deja dormir.

–Se va a llamar Melani –dice Elvira, sobre la bebé que gesta. Será su cuarta hija.

Desde que se declaró la emergencia sanitaria Elvira, su esposo, Israel Beltrán Flores, y sus tres niñas menores de edad, no han podido resguardarse en algún lugar sólido, ya que el terremoto del 19 de septiembre de 2017 convirtió en ruinas la antigua casa abandonada que ocupaban, junto con otras familias otomíes, y desde entonces acampan a pie de calle.

Antes de la pandemia de coronavirus, 5% de las viviendas mexicanas presentaban condiciones de alta precariedad: locales no construidos como vivienda, casas móviles, refugios y campamentos carentes de servicios básicos, instalados en descampado o en la vía pública, como es el caso de Elvira y su familia.

Al inmueble derruido de Guanajuato 200, los integrantes de este colectivo de familias otomíes sólo entran para cocinar, usar el baño o alguno de los tres lavaderos que se turnan; y cuando no cae agua suficiente, deben acarrearla desde una toma en un parque cercano.

El resto del tiempo lo pasan en la acera, ya que las autoridades han advertido riesgos de derrumbes en los muros que aún quedan en pie.

Pese a todas esas carencias, aclara Elvira, han procurado tener todo limpio y seguir las medidas de higiene en la cuarentena, incluida la de no deambular por la ciudad, lo que los ha alejado de los mercados en los que solían comprar alimentos frescos y ahora, lamenta la joven indígena, su dieta se centra en enlatados.

Familias otomíes asentadas en la calle Aguascalientes preparan manzanas enchiladas, para su venta en vía pública. Fotos: Eunice Adorno

De acuerdo con el Diagnóstico del Derecho a la Vivienda Digna y Decorosa 2018, elaborado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), la Ciudad de México concentra el mayor número de personas habitando en refugios (cuevas, tubos de drenaje, registros de agua o teléfono, puentes, tiendas de campaña o similares), al menos mil 500 personas.

Diego García, representante de la organización de solicitantes de vivienda Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata- Benito Juárez (UPREZ-BJ), explica las comunidades indígenas que se han asentado en la Ciudad de México no son elegibles para créditos hipotecarios que les permitan dignificar sus condiciones de vida, ya que “muchos no tienen documentos como la credencial de elector. Sus ingresos por oficios manuales y artesanales y la venta de dulces o juguetes en las calles son bajos”.

En el caso de la familia de Elvira, por ejemplo, la sobrevivencia la logran con la venta de manzanas “enchamoyadas”, pero desde que inició la contingencia sanitaria, sus ingresos han menguado sustancialmente.

El 7 de abril pasado, al mediodía, Elvira comenzó a sentir contracciones, anunciando al alumbramiento de Melani, su cuarta hija. 

Sin líneas de defensa

Teresa Juárez tiene 23 años, dos hijos y vive en el número 42 de la calle de Turín, en la colonia Juárez, dentro de un edificio antiguo que de milagro sigue en pie: su estructura ha sido apuntalada con vigas de madera por los propios habitantes –muchos de los varones que viven aquí laboran en la albañilería–. Se trata del hogar de unas 40 personas otomíes y de otras 20 de origen mazahua. El inmueble ha sido dividido en cuartos de poco más de 20 metros cuadrados.

–En cada cuarto vivimos cinco, seis, siete personas –cuenta Teresa mientras camina por los pasillos del edificio–, hasta dos familias por cuarto. Usamos literas para dormir, porque los techos son un poco altos. Los hijos duermen arriba, los padres abajo, así nos acomodamos. Enfrente de tu cama está la cocina; a un lado la mesa que ya es tu comedor.

La primera conclusión del estudio Condiciones de habitabilidad de las viviendas y del entorno urbano ante el aislamiento social impuesto por el Covid-19, realizado por académicos de la UNAM, la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, el Colegio Mexiquense, el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav) del Instituto Politécnico Nacional y el Colegio de la Frontera Norte, parece obvia: para quedarse en casa hay que tener una casa, y ésta “debe tener condiciones de habitabilidad adecuadas según las características de la familia o las personas que la habitan”.

Las posibilidades de obtener créditos hipotecarios, de la banca comercial o con financiamientos públicos es casi nula para indígenas asentados en CDMX. Foto: Eunice Adorno.

Tales condiciones, define el documento, incluyen desde la altura mínima interior, la ventilación, la iluminación, la cocina, la electricidad, el agua potable y el drenaje; además de patios, jardines o calles interiores, pasillos. 
Desde el 30 de marzo pasado, los habitantes de Turín 42 procuran no salir a la calle, ante la pandemia de Covid-19.

El gobierno de la Ciudad de México, a través de la Secretaría de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes, la Secretaría del Trabajo y Fomento al Empleo, ha otorgado un apoyo económico de mil 500 pesos para cuatro mil familias, por una sola ocasión. Además ofrece un seguro de desempleo por la misma cantidad a quien logre terminar todos los trámites. Pero tres mil pesos no resuelven los problemas de una familia de cinco o seis miembros. Así que algunos salen a las calles pese al riesgo. 
En Turín 42 la diferencia entre el afuera y el adentro, más que una puerta, es una lengua: el hñähñu, también conocido como otomí.

–Cuando estamos aquí, en familia, hablamos siempre el otomí –explica Teresa–. Pero cuando estamos frente a las personas de allá afuera, no. Eso es lo que cambia cuando salimos.

En Turín 42, explica, no todos hablan castellano y traducir la magnitud exacta de la pandemia al hñähñu es complicado. Pocos lo intentan. Algunas organizaciones civiles han visitado a la comunidad para intentar explicarle, en su lengua, los cuidados necesarios. El rumor corre de boca en boca: “enfermedad” se nombra hñeni; para “casa”, hay que decir ngú, y la palabra “miedo” se lee ntsu. 

Miedo, enfermedad, casa. Ntsu, hñeni, ngú.

Melani 

Tras 22 horas de trabajo de parto, Melani nació el 8 de abril, más de un mes después de que las medidas de confinamiento por la pandemia de COVID-19 se pusieran en marcha.

Como su madre Elvira, su padre Israel y sus hermanas Liset, Yaneli y Magali, la bebé Melani duerme en una tienda de campaña.

No fue fácil traerla al mundo. Elvira llevó el control de su embarazo en el Hospital Nacional Homeopático, en Chimalpopoca 135, cerca del metro Pino Suárez. Durante los meses de gestación, en este hospital les garantizaron que atenderían su parto. Pero no.

–Haz de cuenta que fue a las 12 y media (del día) que le empezaron los dolores –narra Israel, esposo de Elvira–. Una compañera y varios nos ayudaron con el transporte. (En el hospital) nos dijeron ‘sí, cómo no, pásenle’. Nos pasamos ya los dos, y ella se metió a consulta, a ver cómo estaban los flujos o cómo estaba ya. Si iba a nacer hoy o mañana. Pero luego de una hora allá adentro, sale ella y resulta que no, me dice: ‘no, sabes qué, que no nos van a atender. Que vayamos al Hospital General’.

Israel tragó saliva. El Hospital General Dr. Liceaga es uno de los que atienden pacientes con COVID-19. Se negó a exponerla a un contagio. Terminaron en un hospital privado sobre avenida Tláhuac, gracias al apoyo económico de la Red de Apoyo Súmate a Todos, que costeó los gastos médicos. A pesar de ser un servicio privado pagado por adelantado, Elvira sufrió maltrato debido a su condición de pobreza y su origen étnico. La operaron después de mucha espera y de que Israel hablara fuerte con los médicos exigiendo atención. Finalmente, la bebé nació por cesárea. Y con el mismo tesón e insistencia, en los días siguientes lograron que en un hospital del IMSS Melani recibiera sus primeras vacunas.

Serpientes y escaleras

Desde hace tres años, los indígenas hñähñús que mantienen tomado el predio de Zacatecas 74, donde han construido docenas de cuartitos, tenían abierta una mesa de negociación con las autoridades de la Ciudad de México, para que el inmueble fuese expropiado y otorgado a sus moradores actuales, pero la pandemia interrumpió el proceso. Es posible que tengan que comenzar las gestiones desde el principio y perder otros dos o tres años, lamenta Diego García. Es como jugar serpientes y escaleras: cada trámite logrado tiene una caducidad, y si no logras dar el paso siguiente, regresas al trámite anterior.

Pese a todo, las comunidades indígenas han logrado éxitos recientes en terrenos de alta plusvalía. Como en el predio ubicado a un costado del Metro Insurgentes, sobre el cual se construyó en 2016 un complejo de 30 viviendas para la comunidad otomí, con un costo cada una de medio millón de pesos pagados por los mismos habitantes mediante un crédito a 25 años. O el complejo de 45 viviendas ubicado en la calle de Guanajuato 125, en plena colonia Roma, construido en 2004 luego de un proceso legal que duró casi una década. 

Según el Inegi, cerca de mil 500 personas viven bajo lonas, en tubos de drenaje o campamentos improvisados, en la Ciudad de México. Foto: Eunice Adorno.

–Antes de ser las comunidades organizadas que hoy luchan por el derecho a la vivienda y la ciudad, estas comunidades dormían donde los agarrara la noche –cuenta Diego García–. Enfrentar ahora sus problemas juntos y organizados es ya un paso adelante.

Esta capacidad organizativa fue puesta a prueba en 2018, casi frente al Museo del Chocolate, en la colonia Juárez, donde quedan las ruinas de la que fue sede de la Embajada de la España republicana en el exilio durante la dictadura franquista: el predio número 18 de la calle Roma.

Desde 1985, este edificio abandonado albergó a familias otomíes; sin embargo, durante el sismo del 19 de septiembre de 2017 quedó casi destruido. Los habitantes se apostaron fuera del predio, solicitando su expropiación y créditos para la erección de viviendas dignas, pero la organización no es sólo para realizar estas gestiones, sino también para defenderse. Un año después, en 2018, unos 200 granaderos, cargadores y golpeadores de civil intentaron desalojarlos.

El desahucio, explica Diego García, lo promovieron representantes de la inmobiliaria Eduardo SA de CV. Los otomíes fueron sacados del predio, pero no abandonaron el lugar.

Hasta el día de hoy, permanecen en campamento en la calle de Roma. Ahí pasan la pandemia, bajo carpas y lonas. 

Invisibles

En opinión de Maria Silvia Emanuelli, coordinadora de la oficina para América Latina de la Coalición Internacional para el Hábitat (HIC-AL), en el presente están a la vista las consecuencias de aplicar ópticas mercantiles como única vía para la cobertura de ciertos derechos humanos elementales, como el derecho a la vivienda o a la salud, y estas consecuencias son la degradación de la dignidad y la vida humana.

Durante la pandemia, ejemplifica, “la población que está viviendo en la calle o en campamentos son los más vulnerables a un contagio por varias razones: el hacinamiento, la intemperie y la falta de agua”.

Según las estadísticas oficiales sobre COVID-19, mientras entre la población en general el índice de mortalidad es de 10.5%, en las personas indígenas este porcentaje sube hasta 17.46%. En pocas palabras, indica la Secretaría de Salud, si una persona indígena se contagia “tiene casi el doble de riesgo de fallecer”.

Hasta el 27 de julio, en México se contaban 5 mil 413 casos positivos de COVID-19 entre la población indígena, de los cuales, 766 terminaron en fallecimiento del paciente.

En el caso de los indígenas que viven en campamenos y refugios con alta carencia, además, no existen políticas públicas específicas para su atención porque, de entrada, para la autoridad no cuentan, literalmente. Los habitantes de los campamentos otomíes en la Ciudad de México no fueron incluidos en el Censo de Población 2020, porque sus viviendas no fueron consideradas como fijas.

Por ello, en junio de este año, la asociación civil Techo Para mi País (Techo México) presentó un amparo contra el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) por no haber incluido en su censo los asentamientos informales e irregulares.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó al INEGI incluir en los censos a la población que vive en asentamientos precarios, no importando si carecen de una dirección o ubicación oficial, pero el próximo censo será dentro de diez años.

Infografía: Denisse Martínez.