Naomi tiene 13 años, es hija de comerciantes y vive en el barrio de La Merced. Sola, con una sonrisa estampada en el rostro, camina hacia la planta superior de la Nave Mayor, frente a las oficinas de administración del mercado. Va a reunirse con sus primas y los otros morritos del barrio que asisten a los talleres del Centro Cultural Kerem Tá Merced.
No es fácil abrirse paso entre puestos informales, clientes, diableros, automóviles, vecinos, señores cargando bultos, trabajadoras sexuales, más diableros, policías, personas en situación de calle, borrachos, músicos callejeros, extranjeros y comerciantes. Pero Naomi no tiene alternativa. Es el único camino que conoce para llegar a Kerem Tá.
De acuerdo con el documento Distrito Merced 2014-2030 (y una actualización realizada en Google Maps), el barrio de La Merced reúne cuatro plazas públicas, nueve iglesias, once mercados, doce escuelas, quince cantinas, dieciocho fondas, diecinueve estaciones de transporte público y veinticinco prostíbulos. Pero solo cuenta con un espacio exclusivo y pensado enteramente para que los niños y las niñas de La Merced puedan jugar, reír, soñar o sentirse incluidos.
Es cierto que, dentro del barrio y los alrededores, existen otras iniciativas que buscan acercar el arte y la cultura a las personas más jóvenes, pero pocas de ellas tienen la misma popularidad.
Briseida Hernández, investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), considera que esta desconfianza deriva del carácter institucional que poseen estos proyectos; aunado al “adultocentrismo” y la incomprensión de las situaciones personales, pues muchos de los niños tienen vidas complicadas: trabajan, sufren violencia, lidian con adicciones, viven en continuo estrés o padecen alguna discapacidad.
—Me gusta estar en Kerem Tá porque aprendo a pintar, a coser, tengo clases de francés —cuenta Naomi—. Hacemos muchos convivios. Mis primas también vienen. Vengo desde chiquita, cuando tengo tiempo.
Naomi continúa su travesía mientras saluda a medio mundo y esquiva todos los obstáculos que le salen al paso. Hasta que sube unas escaleras y, finalmente, llega a un cuarto pequeño lleno de tiliches, máscaras, libros, juguetes, tapetes de fomi, fotografías, instrumentos, una computadora y un viejo proyector.
Adentro se desata una Babel en pequeño. Un recreo donde chamacos de todas las edades ponen a prueba varias leyes de la física. Hay una bailarina sacudiendo el esqueleto, un par de ajedrecistas disputándose un torneo, una ingeniera construyendo un castillo, algunas princesas divirtiéndose en el mar, un monstruo destruyendo una ciudad, dos pandereteras ofreciendo un concierto y, al fondo, un dinosaurio tomando una siesta.
Afuera del salón, apurado porque ya pronto llegará la cuenta-cuentos o el tallerista de la semana, un hombre medio canoso de sonrisa dispareja acomoda sillas plegables, limpia las mesas. Es Raúl Mejía, el principal interesado en que los niños tengan un espacio propio en el Mercado de La Merced.
Mercado de la Merced: un territorio violentado
Ocurrió en la madrugada del 27 de febrero de 2013, a las 4:30 horas, mientras algunos dormían y otros apenas comenzaban sus labores diarias. No se sabe con exactitud qué ocurrió: una explosión de gas, una sobrecarga eléctrica, una mala mano del destino. El caso es que el fuego consumió cerca de 40% de la Nave Mayor del mercado, ocasionando daños severos en bodegas y locales que almacenaban el esfuerzo de años de mucha gente comerciante.
La flama se originó en la línea de comidas y, de ahí, encontró fácil combustible en la zona de piñatas, serpentinas y artículos para fiestas, hasta que consumió los pasillos en donde se vendían chiles secos, granos e insumos para los tamales. En cuestión de dos horas, siete mil metros cuadrados —lo que equivale a la mitad del Palacio de Bellas Artes— y cerca de dos mil locales quedaron carbonizados.
También te interesa leer:
De la noche a la mañana, cientos de personas perdieron su patrimonio. Raúl Mejía fue una de ellas. En ese momento trabajaba y administraba uno de los locales que le heredó su madre: la Taquería El Pollo, un puesto de antojitos mexicanos y tacos de todo tipo ubicado en el pasillo 24 de la Nave Mayor. Se trataba de un changarro cuyo segundo nivel, originalmente una bodega, había sido acondicionado por Raúl para crear un espacio seguro en el que niñas y niños pudieran escapar de la cotidianeidad del mercado.
—Los niños de La Merced —cuenta Raúl— pierden su inocencia muy rápido: desde pequeños adquieren la disciplina del comercio. Ellos no se hacen comerciantes: ellos ya nacen con un oficio.
No hay opciones, insiste. La vida en el barrio tampoco es fácil. La Merced es un territorio violentado desde varios flancos. Según la investigación El barrio de La Merced y sus moradores (2017), aquí conviven células del crimen organizado, ladrones de mercancía a pequeña escala o “farderos”, monopolios empresariales, sectas religiosas, policías, organizaciones gubernamentales y campamentos de poblaciones callejeras con problemas de consumo de sustancias.
Además, están las constantes pugnas entre comerciantes de mercado y vendedores ambulantes, que mantienen acuerdos y desacuerdos con respecto a las dinámicas del comercio: entre los que rentan un espacio fijo y los que pagan cuotas por “derecho de piso” a la delincuencia organizada u otros poderes que administran el uso del espacio.
Una búsqueda en páginas inmobiliarias y de bienes raíces arrojó que rentar un local en el barrio de La Merced puede costar entre 8 mil a 50 mil pesos mensuales, dependiendo del tamaño y su cercanía con el Centro Histórico.
Mientras tanto, reportes de inteligencia de la Secretaría de Seguridad Ciudadana calculan que las cuotas por “derecho de piso” van desde los 50 hasta los 500 o los mil pesos diarios.
Sobrevivir a la hostilidad
Sobre la tierra seca de un embarcadero azteca, los restos de un convento novohispano y un par de fierros oxidados de la década de los cincuenta trabajan los hijos y las hijas de María de la Merced, madre de la misericordia, símbolo del comercio mexicano y mercado de oficios y productos.
Oficialmente no existe ninguna demarcación registrada como La Merced, pero todo chilango sabe —o debería saber— que si va al Centro Histórico y camina dentro del cuadrante que forma la calle Corregidora con las avenidas José María Pino Suárez, Congreso de la Unión y Fray Servando Teresa de Mier, llegará a uno de los barrios más antiguos de la ciudad.
Marcado por el aroma de la pobreza, la personificación de lo soez, el sonido de la naquez, el nulo toque de modernidad y el sabor de la cultura popular —como comentan algunos. “Hay cosas que la gente no entiende porque no sabe qué es la marginación —le dijo alguna vez un vecino al investigador Rafael López Jiménez—. ¿A poco creen que escogemos vivir así?”.
Los estigmas y los prejuicios que rondan a La Merced pesan sobre la gente que vive aquí. En especial para los niños y las niñas. Raúl Mejía lo sabe bien. Quizá porque llegó al barrio hace 64 años en el vientre de su madre y conoce lo que es crecer escuchando estos comentarios.
“Una niñez feliz, pero violenta”, así recuerda esa etapa de su vida. Desde morrillo tuvo que enfrentarse a la demarcación de la calle, a sus crueldades y abusos. Como la vez en que se peleó con un fulano que quería robarle su mercancía o cuando defendió a sus amigos más pequeños de las bravuconadas de un cabrón que los quería agarrar de bajada.
—Había veces en las que me tocaban dos o tres riñas por día —dice con una risa nerviosa—. Recuerdo que, en una, regresé llorando a mi casa y mi papá se molestó conmigo. Me dijo: “Vuelves a venir así y el que te va a madrear voy a ser yo”. Mejor me defendía de lo de afuera.
Raúl recuerda Perro callejero (1980) la película de Gilberto Gazcón protagonizada por Valentín Trujillo, y afirma que un niño recurre a la violencia cuando ya es inevitable. Una manera de sobrevivir a la hostilidad familiar, social y económica.
—Yo no era agresivo, aprendí a serlo.
—¿Por qué?
—Se trataba de una cuestión de no encajar. En la escuela y en el mercado no me bajaban de pendejo e idiota cuando no quería entrarle al desmadre, la droga o al alcohol. Siempre fue usual sentirme reprimido por las madrizas que me daban. Prefería quedarme quietecito en mi puesto o no salir de mi casa. El tiempo lo mataba leyendo libros.
Kalimán y Memín Pinguín
Un acto de amor, dice. Así comenzó su historia con la lectura.
Al inicio de los años cincuenta ocurrió una epidemia de poliomielitis en México que cobró la vida de miles de niños y dejó a otros tantos incapacitados y paralíticos. Debido a que invadía al sistema nervioso central, las secuelas derivaron en piernas deformadas, torsos atrofiados o problemas respiratorios. Se decía que era una enfermedad de los pobres, pues la mayoría de los casos se registraban en personas con poca solvencia económica.
En la familia de Raúl, su hermanita tuvo la mala fortuna de contraer este virus, y lo que empezó como una gripe terminó con dolores de columna y una parálisis progresiva de sus piernas y brazos. Lo que la dejó sin fuerzas hasta para caminar.
La inmovilidad la mantuvo dentro de las cuatro paredes de su casa. Lo cual llegó a ser insoportable para Raúl. Así que, en las mañanas, mientras sus padres trabajaban, solía escapar con ella a bordo de un diablito de carga: quería que volviera a sentir la belleza de los rayos del sol.
Durante uno de esos recorridos encontraron un lugar donde rentaban libros.
—Leíamos las historietas de Kalimán y Memín Pinguín —ríe y se enjuga los ojos, húmedos por el recuerdo—. A lo mejor no eran lecturas para eruditos, pero nos ayudaban a pasar el rato.
Estos recuerdos desbordan su niñez y, décadas después, son los que obligan a Raúl a preocuparse por los más pequeños del mercado.
—Quiero que crezcan con otras opciones, que no repitan los mismos patrones —dice mientras observa a los keremtanos jugar a su alrededor—. Enseñarles que no, necesariamente, por vivir aquí deben dedicarse al comercio.
Un luchador y un ángel en el Mercado de la Merced
Parece una nave espacial a punto de despegar; una luz intermitente le brinda un aspecto ciberpunk a los cientos de cachivaches plateados que cuelgan por todas partes. Sin embargo, solo es un pequeño puesto cubierto de tapetes metalizados, lámparas, viseras, aromatizantes, espejos retrovisores, jabones para carrocería, anticongelantes, refrescos, cigarros y aceites.
Cuando no está en Kerem Tá, Raúl pasa parte de su día atendiendo este tendejón. Pero no siempre fue así.
—Hubo un tiempo en que tuve mucha lana, porque heredé algunos puestos de mi mamá. Ya todo eso se terminó. Esa vida quedó sepultada con el incendio. Ahora no me interesa el billete —remarca con contundencia—. Solo trabajo para conseguir lo necesario y comprarle su material a los niños.
A Raúl no le importa absorber buena parte de los gastos del centro cultural. Ni siquiera lo ve como un despilfarro. La retribución está en lo que aprenden los keremtanos. En las pequeñas batallas que libran o en las cosas que consiguen.
También lee:
Cuenta que, hace algunos días, se le acercó un muchacho fortachón con una máscara de luchador. “¿Qué, ya no te acuerdas de mí, Raúl?” Era Ángel, lo reconoció por su voz. Un keremtano al que le había perdido la pista hace diez años y se había convertido en un luchador profesional.
—¡No manches, sólo imagínate la sorpresa que me lleve! —platica con gozo—. Me llena el corazón ver cómo crecen y se convierten en lo que desean: luchadores, actores, psicólogos, artistas de circo, investigadores, sociólogos, de todo. Y las historias de éxito no terminan aquí. Un pequeño me acaba de confesar que ya le dijo a su mamá que era gay. Eso, para mí, también es valioso. Es verlos forjar su propio camino.
El nombre Kerem Tá Merced viene del idioma tzeltal, perteneciente a la familia lingüística maya. Significa “Los niños de La Merced”. Más allá de englobar un elemento identitario con el que se reconocen los niños y niñas, encierra un sentimiento de cariño y hermandad que trasciende la credencial de ser hijo o hija de un comerciante.
Una década y contando
¡Pásele, mi reina! ¡Le damos precio! ¡No lo compre más caro! ¡¿Qué va a querer güerita?! ¡¿Cuántos le doy?! ¡Bara, bara, bara! ¡Golpe avisa!
Han pasado diez años desde el incendio de la Nave Mayor del Mercado de La Merced. Diez años desde que nació Kerem Tá. Hace unos meses, a finales de abril, se incendió una pequeña isla de puestos cerca de la puerta 10 del mismo mercado. Raúl suspira, parece que la historia nunca se acaba. Siempre hay una chispa a la vuelta de la esquina que atormenta a la gente que trabaja en este lugar.
Según los registros, hasta este momento, se cuentan 25 incendios del Mercado de La Merced.
En aquel febrero de 2013, en los días posteriores al incendio, Jacobo Zabludovsky llegó a la calle Circunvalación con sus grandes audífonos puestos. Preparó su cámara y le extendió el micrófono a Natalia Saucedo, una niña de 12 años. En el video de aquel día, con la ceniza y los escombros al fondo de la pantalla, aquella pequeña rompió el silencio y recitó un poema sobre lo que había ocurrido con su mercado:
Alerta en mi corazón el mercado que me vio crecer
Cae poco a poco con crueldad
Mi vida corre aquí
No puedo dejarlo ir.
El periodista estrella de Televisa tiembla, se pone nostálgico. Zabludovsky creció en estas mismas calles y en los inicios de su carrera solían llamarle “El Güero de La Merced”. Aquella niña, Natalia Saucedo, solía jugar en la bodega de la Taquería El Pollo, que Raúl había acondicionado para sus amigos.
Kerem Tá cumplió una década de existencia el pasado marzo. Festejó con una larga serie de convivios, cuenta-cuentos, puestas en escena, proyecciones de documentales, películas y hasta un circo que se instaló en los pasillos del Mercado de la Merced.
“No es lo mismo que te digan que naciste entre la mugre y prostitutas a que te digan que naciste en un lugar histórico, donde creció Rufino Tamayo, Carlos Monsiváis, Carlos Slim, Jacobo Zabludovsky y su hermano Abraham Zabludovsky”, dice Briseida Hernández, académica, tallerista y colaboradora de Kerem Tá, en una de las tantas charlas conmemorativas.
Contarles a niñas y niños sobre el patrimonio y la procedencia cultural del barrio ha permitido que pierdan la vergüenza al decir que son de este lugar, pues durante mucho tiempo el imaginario social los ha acomplejado personal y profesionalmente. Como si solo estuvieran destinados a ser comerciantes o a involucrarse en cosas ilegales.
“Con los talleres nos hemos dado cuenta de que estos niños solo necesitan un empujoncito. Son talentosos, creativos, generosos e inteligentes, pueden hacer muchas cosas”, expresa Raúl Mejía, quien diario realiza un esfuerzo para acercar la cultura y el arte a la vida de las niñas y niños de este mercado con el fin de promover valores que les encaminen hacia una vida libre de violencia.