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Un canto en el Metro, para poder vivir
Cariguante

Foto: Diego Ortiz

El boxeador de los camiones: la historia de Cariguante

Tonatiuh Lima, estudiante / Corriente Alterna el 1 de enero, 2022

Con la voz entrecortada por un llanto que se esfuerza por ocultar, Edgar Cuenca, también conocido como Cariguante, me advierte que su historia no es la del deportista disciplinado, que no se droga y que deja un mensaje de inspiración para los demás. No quiere que se lleven una idea falsa de lo que realmente es, o de cómo se piensa a sí mismo: un vendedor de dulces divorciado que muchas veces tiene que dejar el entrenamiento para trabajar y poder enviarles dinero a sus hijos, y que, además, fuma mariguana cotidianamente.

Si algo exige el box, es tiempo. Tiempo para correr, ir al gimnasio, cuidar la alimentación, dormir.

Tiempo es lo que le falta a Cariguante.

A sus 32 años es un hombre corpulento. Mide un metro con 73 centímetros. Pesa 82 kilos, de los cuales gran parte son músculos. Su aspecto puede parecer amenazante: nariz ancha, marcas de acné, labios gruesos y una mirada penetrante, de ojos verde olivo. Habla con voz cantadita y gruesa, en un tono chilango, imperativo. Usa gorra, bandolera al hombro y ropa deportiva. Siempre va limpio y con el porte firme, estilo militar.

A Cariguante se le encuentra en la esquina de Eje 3 con Calzada del Hueso, en los límites de las alcaldías Coyoacán y Tlalpan. Allí vende dulces en los camiones de la ruta 13 desde el año 2011. Esos camiones que rezan “Tláhuac Paradero” en el parabrisas.

Caretas de box desgastadas por los golpes
“¡Ármense!” En el gimnasio Tigrillo, esta es la señal para que dos rivales se preparen para subir al ring. / Foto: Diego Ortiz

Aunque en realidad toda su vida ha estado atravesada por los golpes, entrena boxeo desde hace sólo tres años el gimnasio de boxeo “Tigrillo”, en Santiago Zapotitlán, Tláhuac.

El apodo “Cariguante” lo persigue desde la secundaria. En ese entonces golpeaba a quienes lo llamaban así, burlándose del rojo de su cara por el acné. No obstante, cuando estuvo preso dos meses en el Consejo Tutelar para Menores Infractores, cuenta conoció a un recluso muy respetado a quien también apodaban así: Cariguante. Un tipo callado e inteligente. Así que al salir del tutelar, Edgar Cuenca recuperó su antiguo apodo, esta vez sin pena alguna.

En el cuarto de un taller mecánico me confiesa su dilema personal: ir al gimnasio o mantener a su familia.

—Por las mañanas hago ese servicio, de padre, ¿no? Ya en las noches hay que tomar la decisión de ser egoísta, decir: ‘voy y sigo mi sueño, voy y boxeo… pero no saqué los gastos necesarios’, ¿me entiendes? Me tengo que quedar a trabajar. Y, como deportista, no ir al gimnasio es estar frito.

Fuerte y tierno, como Tyson

El Sargento General. Así le dicen al líder de los vendedores ambulantes de la ruta de camiones donde trabaja Cariguante. Fue por él que conoció el boxeo. Además de líder de comerciantes, el Sargento General es maestro de la técnica de defensa personal que inventó el ejército israelí: krav maga. Él le enseñó a utilizar cuchillos, hacer llaves y otras técnicas de ataque. Pero fue el box lo que lo enganchó.

Muchos le advertían que no podría llegar a ser boxeador. Primero, por su edad: los boxeadores sobresalientes generalmente empiezan a entrenar desde niños o adolescentes. Segundo, por su corpulencia: le dijeron que este deporte requiere agilidad y que su cuerpo grande le podría estorbar.

Pero Cariguante pensaba en Mike Tyson quien, pese a sus 99 kilos de peso y 178 centímetros de estatura, fue un peleador asombrosamente ágil.

El gimnasio queda a unos pasos de avenida Tláhuac
El gimnasio de boxeo Tigrillo existe desde hace 5 años en el pueblo de Santiago Zapotitlán, en la alcaldía Tláhuac. / Foto: Diego Ortiz

—Me identifico con él: es un demoledor arriba del ring. Yo creo que él recordaba arriba del ring de dónde había salido. Cuando yo boxeo pienso que soy un vendedor de dulces común y corriente, un padre de familia. O, mejor dicho, recuerdo que vengo de una familia disfuncional y que yo también creé una familia disfuncional. Todo eso creo que me da fuerza.

Tyson creció en el Bronx, un condado del estado de Nueva York conocido como el más pobre y violento de esa ciudad. A sus 13 años ya había sido arrestado por robo 38 veces. Siendo menor de edad, estuvo preso en el reformatorio estatal Tyron School for Boys durante 6 años.

Cariguante creció en Predio Degollado: un asentamiento irregular en la colonia Desarrollo Urbano de la alcaldía Iztapalapa. Su hogar estaba en uno de los llamados “campamentos” —terrenos invadidos en los que viven cientos de familias—. Su casa era lámina, piso de tierra. Según el Reporte Iztapalapa 2021, la Degollado es un predio con altos índices de marginación, violencia y consumo problemático de alcohol.

Al igual que Tyson, Cariguante estuvo preso cuando era menor de edad. Pero Tyson descubrió el box en la cárcel; Cariguante cuando ya tenía dos hijos.

No es raro que este deporte marque vidas marginadas. Quizá por eso Cariguante suele invitar a los trabajadores de dulces —jóvenes con adicción a la piedra o al alcohol, en su mayoría— a entrenar con él en un parque frente a la UAM-Xochimilco.

—Entrenarlos representaba ayudar una vida —comenta—. Honduras [se refiere a un joven vendedor de dulces] vivía en la calle, pa’ que me entiendas. Canelo vivía también en la calle, [en la] drogadicción. El Fernando ya se estaba pasoneando. Todos los que entrenaban conmigo eran drogadictos. Yo trataba de plasmarles que la vida es más que drogarse.

La prueba de fuego

Lejos de las pantallas de la televisión y de las historias de éxito, los sparrings asumen una de las tareas más importantes del ring: exigirles todo de sí a esos boxeadores que pueden llegar a ser figuras. Un sparring debe ser fuerte: tan fuerte como el verdadero rival o, al menos, lo más parecido a éste. Llevan una vida casi tan disciplinada como la de quienes compiten de forma oficial. Corren en las mañanas, hacen dieta, entrenan una o dos veces al día.

Cuando Cariguante llevaba un mes en el gimnasio, Fabián, uno de los entrenadores, le dijo al Tigrillo:

–Mira, este es el chavo que te decía.

–¡Uy, pero si ya está viejo! –respondió el Tigrillo, el principal entrenador del gimnasio.

Cariguante se sintió ridículo entrenando a sus 32 años. Algo le dijo que debía probarse a sí mismo. Al fin y al cabo, estaba allí para aprender. Fabián encontró en él a un prospecto para ser sparring de los boxeadores más fuertes del gimnasio. Esto sólo significaba una cosa: al principio Cariguante sería carne de cañón.

*

Como latigazos, el sonido de los guantes impactando la piel humana.
Un sparring debe ser tan fuerte como el verdadero rival. / Foto: Diego Ortiz

“¡Ármense!” dice Fernando Jiménez, otro de los entrenadores del gimnasio. Esta es la señal para que Zombi y Cariguante se preparen para subir al ring.

Hace tiempo que el Tigrillo  bautizó a Cariguante con un nuevo apodo: Boyka. Es su nombre de boxeador, el mismo del protagonista de Invicto (2017), película que narra la vida de un boxeador callejero.

Una risa chueca delata el nerviosismo de Cariguante. Las piernas le tiemblan. Todavía no lo sabe pero ya no será el mismo después de este combate. Por el momento, intenta concentrarse.

Zombi inexpresivo, tranquilo: confía en su preparación. Todos conocen al Zombi por su pegada. Además, es rápido. Tiene 21 años y un talento innegable. Para él esto es mera rutina, parte de su entrenamiento para una de las competencias más intensas de su vida: el torneo Ring Central.

Suena la campana. 

Abajo del ring todos dejamos de entrenar. Ya no le pegamos al costal, a la pera ni practicamos golpes con un compañero. Durante los sparrings no se les permite al resto de los boxeadores desatender su entrenamiento. Pero ahora es inevitable: estamos absortos viendo a Zombi boxear con aquel tipo rudo que no se raja a pesar de que le conectan durísimo, una, dos, tres veces.

Los golpes suenan como latigazos: es la piel de los guantes chocando contra la húmeda piel de los hombres. El sonido de los látigos inunda el espacio.

Boyka mueve la cintura, procura contragolpear. Si en este momento lo vieran aquellos que le advertían que, por su tamaño, no podría ser un buen boxeador, se sentirían estúpidos.

Ahora Zombi tiene a Boyka en una esquina. Estamos ya en el tercer round. Boyka sube la guardia, absorbe el castigo. Se le ve cansado. Apenas unas horas antes, estaba bajo el sol, vendiendo dulces, subiendo y bajando los escalones de los microbuses, repitiendo la misma cantaleta:

—Buenas tardes, pasaje. El día de hoy salgo a las calles a vender este producto que mi compañero pondrá en tus manos. Por favor no me rechaces. No te compromete a nada. Puedes checarlo. No viene maltratado, no viene caducado. De antemano muchas gracias, que Dios te bendiga y que llegues con bien a tu destino.

Zombi lo acecha en la esquina del ring. Espera el momento para lanzar una brutal combinación de golpes. Tira dos rectos, luego gira la cintura y le conecta un upper de derecha que impacta de frente en su nariz. 

¡Crack!

Es un golpe limpio, bien ejecutado. 

Boyka está tirado en la lona.

Fernando, el entrenador, ve lágrimas en sus ojos.

—Ya no puedo… —jadea Cariguante.

Abajo, todos estamos pegados al ring, estupefactos. Fernando tarda en reaccionar. Es Tigrillo quien se acerca a las cuerdas, toma a Cariguante por la careta, lo levanta:

— ¡Boyka, cabrón! ¡No te des por vencido! ¡Tú eres un perro! Siempre has sido un perro en la calle y tienes que ser un perro aquí. ¡Esfuérzate por tu hija!, porque le tienes que dar el ejemplo de no darte por vencido.

Cariguante se levanta. Vuelve a mover la cintura, esquiva los golpes de Zombi. Suenan los pies rozando la lona del ring. Suenan otra vez otra vez los golpes contra la piel. Los latigazos.

Suena la campana por fin.

Cariguante no volverá al gimnasio en varios días. 

  • Cariguante y Zombie
  • Zombi
  • La batalla
  • Boxeadora
  • 'Squicy' Serrano

“Lo retiraste, Zombi. Hasta tenía lágrimas en los ojos”, dirá Fernando días después, seguro de que no volverían a ver a Cariguante por allí. Zombi sentirá culpa y, sobre todo, tristeza por perder un buen sparring, algo difícil de encontrar. Pasada una semana, Fernando decide ir buscarlo pero, ese mismo día, Cariguante regresa por cuenta propia.

En un primer momento, todos piensan que regresa sólo para dar las gracias, despedirse y anunciar que se retiraría del ring. Pero no. Cariguante se disculpa por su ausencia y anuncia que quiere volver a intentarlo, mejorar como boxeador.

—Es una prueba que todos pasamos —dice Fernando— Imagínate, te preparas tres, cuatro meses, seis meses para una pelea, para un torneo: obviamente entras con la idea de salir campeón. Cuando no se te logra, retirarse pasa por la cabeza de todos. Para él a lo mejor no fue en una pelea, fue en un sparring. Pero tuvo su pelea interna. Y la ganó.

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Fue hace unos 10 años cuando se subió por primera vez a vender a un camión y decidió no volver a asaltar. En aquel entonces, Cariguante vendía un dulce que se llamaba Algodatrón: un algodón azucarado con relleno líquido, envuelto en un empaque negro y azul. Ganó 250 pesos. Un botín nimio si se le compara con los mil 500 o hasta tres mil en un día “jodido” de cuando el robo era su principal actividad.

El ingreso de un vendedor ambulante es irregular. Hay días que Cariguante gana hasta 700 pesos y otros en los que se lleva menos de la mitad. Hay quienes venden en parejas: alguien habla con los pasajeros mientras el otro reparte los dulces. En tal caso la ganancia se divide en dos. Considerando esto, el salario promedio de un vendedor de dulces es de 300 pesos diarios. Una cantidad cercana al salario mínimo de un reportero de prensa diaria, 387.09 pesos, según la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (Conasami).

Lo que más disgusta a Cariguante de su oficio es la gente que lo juzga por su aspecto.

—Cuando me subo al camión, a pesar de que llevo ya casi 10 años vendiendo aquí, la gente se sigue espantando. Guardan sus cosas, algunos me barren de pies a cabeza. Se me quedan viendo como si fuera un extraterrestre, como si fuera leproso. Todos esos prejuicios son los que me desagradan de esto de vender.

La organización de vendedores ambulantes para la que trabaja Cariguante existe desde hace décadas. La ruta de camiones a la que tienen permitido subir pasa por Taxqueña, Acoxpa, Calzada de Tlalpan, Canal Nacional y Canal de Chalco.

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Su jerarquía está bien establecida: el Sargento-General encabeza la organización. Le sigue el capitán: Cariguante. Después vienen los sayayines o soldados, los vendedores de menor rango. Las borregas son los encargados de vigilar que nadie ajeno a la organización se suba a vender. De vez en cuando, alguien es designado como misionero, es quien hace la “misión” de ir por la mota de Cariguante al punto de compra en alguna de las colonias cercanas.

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La mayoría de quienes trabajan en esta ruta han practicado algún deporte de combate. Por eso a la gente de esta organización —de entre muchas que existen en el área metropolitana— se les conocen como “Los bofes”. En México la palabra ‘bofe’ es sinónimo de boxeador.

—En la calle no puedes subirte a un camión y agarrar tu bolsa de dulces —explica Cariguante—. No puedes, te baja la gente porque hay organizaciones que ya llevan muchos años vendiendo. Se llaman, ora sí que como quien dice, “reglas de calle”.

Cuando alguien quiere empezar a trabajar en esto se dice que esa persona se “aventura”. “Aventurarse” significa estar a prueba: ver si aguanta vara en el oficio callejero. Al nuevo integrante se le hace un interrogatorio en el que se le pregunta de dónde viene, si ya ha trabajado en otra organización de ambulantes y si ha estado en la cárcel. La mayoría de los vendedores tienen que estar de acuerdo para que el aventurero se sume al gremio. Todo esto, explica Cariguante, ayuda a evitar que alguien suba a los camiones a robar. La cuota diaria es de 100 pesos y el vendedor decide sus horarios.

—En nuestra organización se respeta a los choferes, se respeta al pasaje y la decisión del chofer si te da permiso de subir a vender. Si no te da permiso de subir a vender, no te subes. Y pues al integrante de la ruta que no acate esa regla y que se quiera subir y que se pelee con el chofer pues, depende de quién sea y de cómo haya caminado con nosotros en la ruta, se le corre o se le multa.

Trabajar en la calle y seguir sus reglas no es cosa fácil. No faltan los conflictos entre organizaciones que se disputan un territorio u otro. Entonces hay que poner el cuerpo; el box, a veces, sirve también para esto.

“Mi nombre es Felipe Jiménez Palacios. Soy boxeador de corazón y abogado de profesión”. /Foto: Diego Ortiz

La paga no es mucha, pero es algo. Sobre todo porque no existen muchas opciones para quienes laboran en la ruta.

—Me dicen “¿por qué no te metes a trabajar en otro lado?” –explica Cariguante–. Pues porque tengo antecedentes penales y porque me dicen que no doy “el perfil”. ¿Cuál es “el perfil” que debo tener? Porque sí estoy chacalón: porque hago ejercicio, porque tengo las manos grandes, porque tengo la espalda grande. Tengo cicatrices. No sé. Por todas esas cosas. Pu’s nos tocó vivir en el barrio.

Según los datos del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) sobre las quejas que han recibido sobre discriminación laboral en el periodo del año 2011 al 2017, las quejas por discriminación por apariencia física ocupan el cuarto lugar en frecuencia. Mientras que la discriminación por color de piel ocupa el puesto 20 y por antecedentes penales, el puesto 21.

La última oportunidad de Cariguante

Cariguante sale del gimnasio. Camina por la Avenida Tláhuac y se fuma un churro de mota en la zona más oscura de la banqueta. Lleva tres semanas entrenando diario. 

Lo conocí una tarde en que me subí a los camiones a vender gomitas para pagarme un boleto de autobús para ir a unas competencias de box en Tlaxcala. Él iba sentado como pasajero y me preguntó sobre mi vida. En ese entonces, Cariguante ni siquiera entrenaba con el Tigrillo. Yo no me hice vendedor de la ruta, pero de vez en cuando me lo encontraba y platicábamos. 

El apodo “Cariguante” lo persigue desde la secundaria.
El apodo “Cariguante” lo persigue desde la secundaria. /Foto: Diego Ortiz

Cuando me acerqué a él para esta crónica, me confesó que había decidido dejar el boxeo. No había ido al gimnasio durante meses. Pero cuenta que algo se movió en su interior cuando logró expresar lo que este deporte significa en su vida. “El boxeo es una caricia en mi vida”, me dijo. Se trata de salir de la zona de confort y vencer miedos: saberse un simple vendedor de dulces que, sin embargo, puede cimbrar al más fuerte.

Le pregunto hasta cuándo seguirá boxeando.

—Hasta que me canse de tanta disciplina. Hasta que sepa que di todo.

Confiesa que la primera vez que volvió al gimnasio, luego de una ausencia de varios meses para sacar el gasto de sus hijos, el Tigrillo le hizo un comentario que lo conmovió: “Nadie cree en ti, pinche Boyka. Pero yo sí creo en ti. Date otra oportunidad para ser boxeador. Que sea la última”.

Y Cariguante volvió al ring. Hoy continúa trabajando y boxeando. Pasa 13 horas de su vida en la calle. Gritando, corriendo, intentando sacar unos pesos. En busca de un sueño que quizá ni él entiende por completo. Pero que lo mantiene en pie.

Quizá esta no sea la última oportunidad de Cariguante. Algo me hace pensar que nunca saldrá de esto. Un boxeador nunca deja de ser boxeador.