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Toma Otomí del INPI

Foto: Eunice Adorno

La toma otomí del INPI o la primera vez que unos niños durmieron bajo techo

Javier Hernández Alpízar, becario, y Carlos Acuña, reportero / Corriente Alterna el 6 de noviembre, 2020

Ciudad de México.- Ocurrió antes del mediodía. Era 12 de octubre y el símbolo –526 años desde la llegada de Colón al continente americano– sirvió de pretexto para que un centenar de familias hñohñö (otomíes) irrumpieran en las oficinas del INPI en Avenida México-Coyoacán. Los guardias de seguridad no supieron qué hacer ni cómo reaccionar ante esa multitud que invitaba a abandonar las instalaciones al grito de “¡Zapata vive, la lucha sigue!”.

–Nuestra situación era ya insostenible– resume Filiberto Margarito. 

Un olor a consomé comienza a apoderarse del lugar. Hoy es lunes, 26 de octubre. Han pasado dos semanas desde que las instalaciones fueran tomadas y el espacio ha cambiado por completo: el estacionamiento ha sido acondicionado como una cocina y un comedor comunitario; cerca de la entrada se han colocado pupitres para que los niños puedan tomar clases.

De 40 años, padre de cuatro hijas y una mirada dura que contrasta con su sonrisa bonachona, Fili ha vivido las últimas dos décadas en un cuartito de menos de 15 metros cuadrados dentro de un terreno ubicado en Zacatecas número 74, en la colonia Roma Norte. Durante los últimos tres años, 22 familias otomíes han realizado una labor de gestión y negociación con todo tipo de autoridades para convertir este pedazo de suelo en un edificio habitacional. Lo habían logrado: según el último informe de gestión del Instituto Nacional de Vivienda, el gobierno capitalino pretendía expropiar y construir dentro de este predio un proyecto de vivienda.

Pero la pandemia también dejó en suspenso todos sus trámites y las autoridades sólo ofrecen una solución: desechar tres años de papeleos, permisos, solicitudes y gestiones políticas y comenzar de nuevo.

Y no es el único caso. Hay otros tres predios habitados por comunidades otomíes: en la calle de Roma número 18, colonia Juárez; en Guanajuato 200 y Zacatecas 74, colonia Roma Norte. Soportan la emergencia sanitaria sin agua potable, hacinados o a pie de calle. Cada tanto, los vecinos organizan juntas con autoridades a quienes exigen su desalojo: “no son indígenas”, “son criminales”, “drogadictos”, “sucios”, los llaman.

–Y pues ya nos cansamos –dice Filiberto en entrevista. Explica que, luego de habitar por décadas en cuartitos frágiles y pequeños, organizar la vida en torno a los escritorios del INPI ha resultado más o menos sencillo. Hoy, él y su esposa duermen en el segundo piso, donde antes se ubicaba la Dirección General de Asuntos Jurídicos y el Área de Quejas.

–Aquí sobra el espacio –ríe.

La toma otomí del INPI/ Foto: Eunice Adorno
La Toma Otomí del INPI / Foto: Eunice Adorno

Mientras camina entre los escritorios señala las artesanías otomíes que adornan algunos de los escritorios. Las puertas de cristal también están decoradas con imágenes de la muñeca Lele: la principal artesanía otomí, originaria de Santiago Mexquititlán.

–Es lo que más nos enoja. Nomás les servíamos de adorno.

“Estrictamente prohibida la entrada a hombres”, se lee en una hoja blanca adherida en la puerta. Aquí sólo duermen mujeres y niños; los hombres jóvenes y solteros usan el vestíbulo o el estacionamiento para descansar.

La comunidad otomí no improvisa. Se comunican con radios portátiles, tienen comisiones de seguridad, cuidado e higiene, alimentos y prensa. Pertenecen a la Unión Popular Emiliano Zapata-Benito Juárez (UPREZ-BJ), y a su vez al Congreso Nacional Indígena (CNI), el frente de organizaciones que propuso a María de Jesús Patricio, Marichuy, como aspirante presidencial en 2018.

Filiberto afirma que antes de la toma buscaron diálogo con funcionarios de todos los niveles: solicitaron audiencia con la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, y con el titular de INPI, Adelfo Regino. Pero desde que comenzó la emergencia sanitaria les dejaron de responder.

El martes 27 de octubre lanzan un ultimátum. Si a las 11 de la mañana del martes 3 de noviembre no se presentan las autoridades, advierten, sacarán a la calle todo el equipo de cómputo, los archivos y tomarán los cuatro pisos de las instalaciones que no han ocupado.

–Nosotros ya nos cansamos de andarlos buscando –dice Filiberto–. Ahora son ellos los que tienen que venir a buscarnos a nosotros. 

Diálogo, disculpas y promesas

Marisela Mejía tiene una cara brava, la quijada echada al frente, el entrecejo tenso. Hoy es martes, 3 de noviembre, y ella está al centro de la mesa instalada en la entrada del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas. La acompaña Filiberto y otras cinco mujeres de la comunidad, ataviadas todas con sus vestidos típicos de telas satinadas de colores brillantes y embozadas con paliacates rojos.

Las autoridades han acudido a la cita.

Allí está el titular del INPI, Adelfo Regino. También Josefina Bravo Rangel, de la Secretaría de Gobernación federal, Rodrigo Chávez Contreras, del Instituto de Vivienda de la Ciudad de México, y Juan Gutiérrez Márquez, director de concertación política de la capital. José Alfonso Suárez del Real –secretario de gobierno de la ciudad– acude en representación de Claudia Sheinbaum, quien hace unos días dio positivo a la prueba de Covid-19.

La presencia de funcionarios del más alto nivel es inédita. No ocurrió, por ejemplo, con la toma de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Acudir a su convocatoria significa reconocerlos como interlocutores. 

La toma otomí del INPI a pie de calle/ Foto: Eunice Adorno
La toma otomí del INPI a pie de calle / Foto: Eunice Adorno

–¿Ya se le olvidó lo que firmó en Chiapas? ¿Ya se le olvidó de dónde vino? –le pregunta Marisela Mejía a Adelfo Regino, recordándole su participación en los diálogos que terminaron en los Acuerdos de San Andrés, firmados por el gobierno de México y el EZLN en Chiapas.

Como la mayoría de las más de doscientas personas que hoy sostienen la toma del INPI, Marisela Mejía emigró hace unas tres décadas desde Santiago Mexquititlán, en el sur de Querétaro. Durante años ‘okupó’ junto a otras 100 personas un viejo palacio en ruinas: el edificio de la antigua embajada de la República de España, en la colonia Juárez. La comunidad otomí exigía al gobierno que se los diera definitivamente para acondicionarlo como vivienda.

Pero el sismo de 2017 dañó el edificio y, desde entonces, han acampado en la calle. El edificio se entregó a una empresa inmobiliaria y algunos vecinos emprendieron una campaña de desprestigio contra los otomíes, insinuando que reivindicar su identidad indígena es sólo una forma de atentar contra la propiedad privada. El 19 de septiembre de 2018, en el aniversario del sismo, cientos de granaderos desalojaron a buena parte de la comunidad.           

Y aunque Marisela rentó un departamento propio, nunca dejó de apoyar el campamento.

–Rentar en esta ciudad es igual de difícil que conseguir una vivienda –explica–. No puedes tener hijos ni mascota, tienes que tener comprobante de ingresos, un aval que viva en la ciudad. Por eso yo exijo que se me contemple como parte del campamento de Roma 18. Queremos vivir juntos como comunidad en una vivienda que no queremos regalada: la queremos comprar.

Tanto Marisela Mejía como otras de las personas que participan en la toma están afiliados al CNI y se declaran zapatistas. En sus posicionamientos públicos reivindican a Samir Flores, dirigente indígena en Amilcingo, Morelos, asesinado en febrero de 2018, y quien se oponía a la instalación de una termoeléctrica impulsada por el gobierno federal. También se oponen al Tren Maya y los otros megaproyectos de la actual administración, a los que acusan de atentar contra los derechos de comunidades indígenas.

Como comunidad otomí, sus exigencias hacia el gobierno capitalino parecen limitarse a la expropiación de unos cuantos predios en colonias donde el costo mínimo de alquilar un departamento pequeño es de unos 20 mil pesos al mes. Pero su articulación con el CNI otorga otro significado a la toma otomí del INPI: “exigir una vivienda digna es una forma más de defender el territorio”, afirman.

–No son cuatro predios, son cinco siglos –define Marisela en entrevista–. Yo soy de Santiago Mexquititlán y de allá también nos están expulsando. Hace dos años declararon al pueblo como Pueblo Mágico. ¿Para qué? Para impulsar el turismo. Millones que se van a gastar y mientras tanto no tenemos un hospital equipado. No tenemos agua porque ya se la robaron para llevársela a las ciudades. No tenemos drenaje ni alumbrado público. ¿Dónde está lo mágico en eso? Donde ellos dicen Pueblo Mágico yo sólo entiendo despojo y olvido.

El encuentro con las autoridades termina con las disculpas de Adelfo Regino y la promesa de tratar las demandas directamente con el presidente; Suárez del Real se compromete a hacer todo lo posible por acelerar los procesos de expropiación en los distintos predios que pelea la comunidad: en la calle Roma número 18, colonia Juárez; en Guanajuato 200 y Zacatecas 74 y Guanajuato 200, colonia Roma Norte; otro más en Zaragoza 1434.

Una organización que no improvisa/ Foto: Eunice Adorno
Una comunidad que no improvisa / Foto: Eunice Adorno

 “En efecto, el predio de Roma 18 y Londres 7, fue la sede de la embajada de la República Española –recuerda el secretario de Gobierno al micrófono– pero cuando esa república cayó, esa fue la sede del Gobierno Español en el Exilio… cuando México retomó relaciones con la monarquía española, la monarquía se negó a recibir ese predio (…). Yo creo que los mejores para recibir ese espacio, la sede de un gobierno democrático acabado por el fascismo, son quienes lo han defendido. Es importante entender lo justo que sería reconstruir ese pasado con ustedes. ¿Que quieren la Juárez?, ¿quieren la Roma? Me da gusto: se la merecen, nos merecemos tener la oportunidad de coexistir”.

Marisela y las otras cinco mujeres –Isabel, Alejandra, Ángela, Elvira, Joaquina– escuchan con desconfianza. A sus espaldas, sobre la puerta del instituto, en una pancarta enorme, puede leerse: “La comunidad otomí no es pieza decorativa”.

Otra ciudad es posible

Un niño duerme debajo de un escritorio. Parece cómodo aunque sólo dos cobijas lo separan del suelo. Junto al elevador, envuelta en una colcha con estampado de Winnie Pooh, otra niña duerme profundamente pese a que su alrededor la gente no deja de reír. Ninguno de los dos tiene más de 10 años. Desde el 12 de octubre, unos 30 menores de edad duermen en la toma otomí del INPI. La mayoría usan el primer piso, donde antes estaban las oficinas de la Dirección de Fortalecimiento de Capacidades Indígenas. 

–Ellos hoy se dan cuenta de que existe la vida debajo de un techo –dice Marisela Mejía–. Hay niños de brazos que han pasado meses durmiendo en tiendas de campaña que se inundan con las lluvias. Niños que vivían con miedo cada fin de semana por los (automovilistas) borrachos. Ellos lo expresan ahora: “ya no tengo miedo, ya puedo dormir”. 

La presencia de la niñez en la toma otomí del INPI / Foto: Eunice Adorno
La presencia de la niñez en la toma otomí del INPI / Foto: Eunice Adorno

Dice la filósofa Lizbeth Sagols que habitar una morada –una casa– obliga a las personas a tomar conciencia de sí mismas y de su estar en el mundo. Una vivienda con espacio suficiente, con los servicios básicos, en un vecindario donde puedan evitarse grandes desplazamientos, no debería ser un lujo. Como pocos otros fenómenos, la pandemia ha revelado por qué urge considerar la vivienda digna como un derecho vital.       

 –Habitar una casa es algo tanto interior como exterior –dice Sagols en entrevista.

En el principio fue el tianguis

Aquí el comercio es, desde siempre, una de las principales formas de vida. Santiago Mexquititlán no existiría sin los cientos de comerciantes que cada domingo llegan desde los seis barrios que conforman el pueblo a la venta de sombreros frente a la iglesia, el pan de nata, los mangos y guayabas, las aguas frescas. El comercio es el origen de la comunidad.

Pero vender en la plaza principal de Santiago Mexquititlán, en el municipio de Amealco, al sur de Querétaro, es cada vez más difícil, dice Estela Hernández.

–¿De cuándo acá una tiene que pedir permiso para trabajar, para vivir? –se pregunta con risa seca–. Esta es mi casa, es mi tierra.

El 30 de julio pasado, el ayuntamiento inauguró las obras de rehabilitación de la plaza. Según el alcalde de Amealco, Rosendo Anaya, se gastarían 10 millones de pesos en remodelar la explanada y la iglesia, con el propósito de atraer al turismo. Ante la noticia, los comerciantes no tardaron en tomar la caseta de la carretera federal más cercana. Denunciaron que aquel proyecto tenía otro propósito: arrebatarles sus espacios de trabajo. Hace dos años, las autoridades intentaron aumentar la cuota de uso de suelo de 10 a casi 200 pesos, además de reducir el número de puestos. El conflicto es antiguo.

–Nos han mandado a gente de Protección Civil, a la policía municipal; también a tránsito estatal, a la policía federal, después nos mandaron al Ejército –cuenta Estela–. Hace tiempo que entendimos que lo que quieren es desaparecer nuestro tianguis.

El rostro de Estela, unos ojos almendrados debajo de una frente amplia, es bien conocido. Doctora en pedagogía, con especialización en enseñanza de lenguas indígenas, fue ella quien, en febrero de 2017, pronunció aquellas palabras en el auditorio Jaime Torres Bodet, en el Museo de Antropología:

“Hoy nos chingamos al Estado”, “hasta que la dignidad se haga costumbre”. Lo dijo después de que la entonces Procuraduría General de la República le ofreciera una disculpa pública a su madre por haberla encarcelado tres años. En 2006 la acusaron, sin pruebas, de secuestrar a seis policías federales. En realidad, los policías  habían robado la mercancía de los tianguistas, en un intento de amedrentarlos.

Estela habla hoy desde la toma otomí del INPI, en Ciudad de México. Desde hace tres semanas, va y viene de Santiago Mexquititlán, junto con su hermana Sara y otras familias para apoyar a sus paisanos. Aunque algunos de ellos llevan 30 años viviendo en la capital, el tianguis de Santiago, la venta de artesanías y las fiestas patronales en la explanada los mantienen unidos. Por eso, Estela comparte sus exigencias por una vivienda, asegura que los problemas en Santiago y en la capital son en realidad uno solo.

–Nos arrebatan nuestros espacios por medio de un proyecto turístico o por un megaproyecto que luego adornan con nuestra imagen, con nuestro nombre: el Tren Maya, el Pueblo Mágico Otomí –dice–. Aquí en la ciudad recibimos un trato humillante, nos persiguen y nos dicen que regresemos a nuestros pueblos. Pero cuando regresamos resulta que allá también quieren quitarnos lo nuestro. Es el mismo dolor, allá y acá. Esto es lo que nos motiva: el dolor. Si el dolor no fuera tan grande, no estaríamos aquí tomando oficinas para que nos vean.