Segundo lugar del Tercer Premio de Crónica Cultural, Festival CulturaUNAM.
“La migración no es voluntaria, es forzada”, resonó fuerte por parte de una de las periodistas a cargo del conversatorio: ¿Cómo narrar historias de migración forzada? En el salón Francisco Monterde en la Feria Internacional del Libro de las Universitarias y los Universitarios (FILUNI) Esta declaración nos hizo sentar los pies sobre la tierra, al caer en cuenta de que hablaríamos de un fenómeno trastocado por las guerras, la pobreza, las crisis políticas, la hambruna y no únicamente del trillado concepto de “sueño americano”.
La luz cálida de la sala nos generaba confianza, una calma que todos los participantes podíamos sentir, tanto jóvenes como adultos. Es curioso pensar en ese contraste, un ambiente con tintes de paz y tranquilidad le hacía compañía a un tema tan desgarrador como el que se desarrollaba dentro de esa sala.
Eran un poco más de las dos de la tarde cuando los periodistas Aitor Sáez y Mónica González dirigían el conversatorio sentados frente a mí, hablaban de la dolorosa experiencia que rodea al periodismo de migración, desde las infancias que cruzan el desierto de Sonora sin compañía, hasta el ya histórico trayecto de refugiados sirios y afganos en Europa.
Entre anécdotas y preguntas, de repente me sentí ausente, no estaba del todo en el salón Francisco Monterde. Buscaba en mis memorias el recuerdo de cada persona migrante que me había cruzado durante toda mi vida.
Cada historia que salía de la boca de Mónica y Aitor resonaba en mi cabeza, esta conferencia parecía estar hecha a mi medida e involuntariamente, mi instinto periodístico en desarrollo buscaba conectarlas a los casos de mi cotidianidad chilanga.
En la alcaldía Tláhuac desde el 2023 comenzaron a llegar grupos de migrantes, principalmente hondureños, haitianos y cubanos. Al detenerme a pensar un poco más en ello, orillarlos a resistir en las hostiles periferias de la capital me resulta una cruda estrategia de aislamiento. La Comisión Mexicana de Migrantes Refugiados les promete un albergue en el Bosque de Tláhuac: un lugar para dormir, algo para comer y un lugar seguro para vivir. Pero dicho asilo no es suficiente para las más de 5,000 personas que han llegado en lo que va del 2024.
Entre buscar alojamiento, esperar en las banquetas o conseguir empleo, ellos aguardan por un permiso de asilo con el que continúen su viaje hacia la frontera norte como refugiados, un permiso que no tiene fecha de entrega y lo que es peor, quizá nunca la tenga.
Pareciera que no basta con que los migrantes centroamericanos arriesguen su vida cruzando miles de kilómetros entre selvas tropicales y fauna salvaje en el Tapón del Darién, un cruce que no solo representa la conexión entre Sudamérica y Centroamérica, también la región donde actos de violencia, abusos sexuales, robos y muertes han tenido lugar. Al llegar a México se encontrarán con un tapón más, pero esta vez de otro tipo, enredosos tramites, agresivas políticas y fuerzas militares les impedirán llegar a su destino
En la calle Herberto Castillo, a un costado del Bosque de Tláhuac, dos hombres altos y negros caminan con preocupación en sus caras y las maletas en sus manos, su peinado y acento delatan que no son de aquí. A lo lejos, sobre la misma calle, se escucha lo que parece ser un ritmo hip-hopero, acompañado de risas y voces en una lengua ajena a la mía, mi curiosidad me lleva hacia el origen de ese bullicio.
Frente a una de las entradas del bosque, están unas 20 personas asentadas sobre la banqueta. Una mujer, que con una sonrisa plática con un grupo de hombres que la rodean, mientras ella le corta las uñas de los pies a un chico más joven; un hombre que le perfila la barba a otro con una delicadeza y precisión como de quien se arregla para una elegante fiesta; una mujer sentada sobre un banco tira su cabello hacia delante para que otro joven de pie, a un lado de ella, lo teja.
No hace falta preguntárselos, sería innecesario, todos ellos son migrantes viviendo en el bosque de Tláhuac, y yo, pese a la culpa que me genera sentir que solo quiero lucrar con su imagen, muero por escuchar una historia de alguno de los integrantes del grupo.
Antes de ser migrantes, son personas, y hoy ellos lucen cómodos haciendo lo que hacen y siendo quien son, pegando risas y carcajadas en el cielo. No será hoy que una morra con aspiraciones de periodista corra el riesgo de incomodarlos, no será hoy y no seré yo.
“La buena historia es la que te encuentras” sostiene Aitor Sáez y mi mente de pronto aterriza de nuevo en el conversatorio.
Pero, este último pronunciamiento del periodista provocó en mi varias dudas: ¿todas las historias tienen la misma posibilidad de ser escuchadas? ¿O será que solo las más desgarradoras son las que venden? Me contrarían todas esas ideas en mi cabeza, pero regreso mi atención a la discusión en la sala.
Hacer periodismo suena a riesgo, pero no hablo del riesgo evidente, sino, al riesgo de entregarte como persona a los otros con tal de poder ayudarlos a contar sus historias. El hecho de dejar un poco de ti en cada narración suena a un sacrificio. La idea salta a mi cabeza después de escuchar a la periodista Mónica González expresar: “te vuelves un incondicional durante su viaje”. Esa imagen me eriza la piel un poco.
El conversatorio comienza a llegar a su fin y Mónica González y Aitor Sáez concuerdan en que el periodismo de migración es complejo, para este punto y después de sus anécdotas lo tengo más que claro. El periodismo es más que solo saber escribir, el buen periodismo es darles a las personas el poder de ser escuchadas, es el arte de saber acompañar, de romper barreras, de empatizar con una historia que no es la tuya, pero será tu responsabilidad contarla correctamente.
De regreso a mi casa, viajando en transporte público, rodeada de tantas personas, me quedo con las ganas de regresar a esa calle en Tláhuac. ¿Cómo supiste que era momento de migrar? ¿Qué sueños tienes? ¿Qué le dirías a las personas que siguen en tu país? Tantas preguntas en mi cabeza y ninguna respuesta.