3 de julio de 2020. Muchos médicos han enfermado y han regresado luego de recuperarse; otros han interrumpido su jubilación y ahora arriesgan su vida en la primera línea de combate. Desde allí nos piden no bajar la guardia.
“Respirar todavía duele”
Beatriz Mendoza trabaja en un hospital de segundo nivel de la Ciudad de México, en el turno matutino como jefa de neonatología. Los sábados, domingos y días festivos labora también en otra institución del Estado de México, como subdirectora médica. En ambos lugares atendió pacientes con covid-19, y fue testigo de la vocación de servicio de todos los trabajadores del hospital… hasta que ella misma enfermó el 24 de abril. Lo detectó a tiempo pero estuvo a punto de morir. Su testimonio fue recabado el día 14 de mayo. Esa misma semana la Secretaría de Salud contaba 11,394 contagios y 159 decesos entre los trabajadores del sector salud desde que la pandemia aterrizó en el nuestro país; mes y medio después se cuentan cerca de 500 muertes por covid-19 entre el personal médico.
Hace días que no salgo de mi recámara. Vivo cerca de una zona de hospitales así que no dejo de escuchar las ambulancias. Según la dirección puedo saber a qué hospital van y de acuerdo al sonido de la sirena puedo adivinar si se trata de un paciente grave. Si ahora cierro los ojos me veo a mí misma hace una semana, tendida en la camilla de una ambulancia. Estaba empapada por el sudor de la fiebre y no dejaba de temblar. No sabía si iba a morir aunque al menos tenía la certeza de que una cama de hospital me esperaba; en ese momento era ya muy difícil conseguir una.
En el hospital en el que trabajo, desde mediados de abril comenzamos a recibir tres o cuatro pacientes cada día. El número fue aumentando cada semana. Llegaban con sintomatología grave casi todos. Fiebre intensa, tos y un evidente daño pulmonar. Llegaban azules –literalmente– por la falta de oxígeno. También conocí a pacientes que lograron recuperarse: después de semanas salían de la intubación y respiraban por sí mismos. Sin ellos nuestro trabajo no tendría sentido.
No he podido dejar de pensar en una mujer de 55 años que llegó con un daño prácticamente irreversible. Era diabética y con obesidad: dos comorbilidades serias al momento de enfrentar el virus. Además, décadas de tabaquismo le habían debilitado su sistema respiratorio. Su diagnóstico decía “neumonía, probable covid-19”. Cuando le dimos esta información a su hija, una joven de no más de 30 años, ella no lo creyó.
–¡Eso no existe! –decía mientras besaba la cara de su madre–. Mi mamá no tiene eso, eso no existe.
Estas escenas son difíciles de digerir para todo el personal médico. Yo tuve que presenciar varias y sucedió en varios hospitales. Incluso hace diez años, con la pandemia de H1N1, yo misma atendí a personas que traían a su familiar inconsciente, sin poder respirar, y decían que el H1N1 era un invento del gobierno. Pero ver a aquella chica besar a su madre que no paraba de toser, claramente expulsando secreciones infecciosas… me dejó atónita.
Nosotros llevábamos semanas intentando cuidarnos con todos los métodos a nuestro alcance. La protección del personal médico era, justo, una de mis responsabilidades. Desde mediados de enero empezamos a estudiar qué hacer. Nos preocupaba lo desconocido de la amenaza y, cuando supimos que la llegada del virus era inevitable, diseñamos protocolos sobre cómo usar el equipo, a ritmo acelerado implementamos medidas en cada una de las áreas del hospital, hicimos simulacros del traslado de pacientes.
Pero en un mes los casos se desbordaron y fue cada vez más agotador. Entonces otros trabajadores empezaron a entrar al ruedo. Gente de mantenimiento comenzó a hacer labores de camillero o de chofer; mi asistente apoya en trabajo social para buscar camas en otros hospitales. Esta vocación de servicio todavía me cimbra. Fue tanta la solidaridad que también tuvimos que contenerla por momentos, para que nadie tomara riesgos innecesarios, para que todos supieran los protocolos.
Pese a todo, empezamos a contagiarnos.
Yo enfermé el 24 de abril.
Desde principios de marzo había decido aislarme y mi familia se había mudado a otra casa por protección. Habían sido jornadas llenas de adrenalina pero también tristes por la soledad. Iba del trabajo a mi departamento sin escapar deesa rutina. Recibía la despensa en la puerta cada tres o cuatro días. Cada miembro del personal médico, cada trabajador del hospital, debe tomarse la temperatura, además de medir su frecuencia cardiaca y respiratoria dos veces al día. Fue en la noche cuando supe que había contraído el virus, estaba en mi departamento sola.
No tardaron en aparecer los dolores musculares, las cefaleas cada vez más intensas, las agudas molestias en las articulaciones. Casi una semana después empezó una fiebre intensa que no cedió ni al primero, ni al segundo, ni al tercer día. Cuando llegó la asfixia supe que era probable que estuviera en fase de neumonía así que lo comuniqué al hospital. La ambulancia llegó por mí horas después.
Respirar todavía duele. Pero es un lujo cerrar los ojos y sentir que el aire, pese al dolor, llega a donde tiene que llegar. En la ambulancia no sentía nada sino la humedad de mi cuerpo sudando. Recuerdo la cara de mi esposo recortada contra la ventana de la ambulancia. Había venido a acompañarme pero a mí me pareció estarlo soñando. Quería acercarse, abrazarme. Yo le dije que no. Hasta ese momento él se había mantenido muy fuerte o eso me parecía a mí. De pronto lo vi quebrarse, llorar.
Esa noche entendí a aquella chica que besaba la cara de su madre. Esa noche en que volví a ver a mis compañeros de urgencias, esa noche que estuve en sus manos. Una radiografía, una tomografía y una muestra de sangre bastó para saber que cumplía todos los criterios para hospitalizarme. La probabilidad de morir creció tanto como la sensación de asfixia. Era como una mancha que se extendía dentro de mí y nublaba mi juicio. Yo, que rara vez me enfermo, tuve que enfrentar de golpe la vulnerabilidad total.
Entendí el terror que sentían los familiares o los mismos pacientes.
Recordé a un muchacho de unos 17 años que llegó con su papá; su rostro descompuesto cuando le dijimos que su padre tenía que internarse y qué él tenía que irse a su casa, entrar de inmediato en cuarentena… Esa expresión de no saber qué diablos está pasando cuando nos ven enfundados en trajes sanitarios. Hubo gente que salió corriendo del hospital, en pánico. Cada que uno de nosotros entraba a la cafetería sentíamos esa tensión: el deseo de alejarse de nosotros lo más posible.
La relación entre el personal médico y los pacientes se ha enrarecido. Una intenta no enfadarse. Pero cuando la gente se niega a usar cubrebocas en las salas de espera o cuando se niegan a vaciar un pasillo porque se trasladará a un enfermo, no puedes evitar sentir un vacío en el estómago. Sabes que tal vez mañana te toque atenderlos a ellos pero tienes que reponerte de inmediato porque ya llegaron otros dos con síntomas graves, luego otros cuatro y mañana habrá más.
En un par de semanas regresaré al hospital, a continuar laborando. Es mi papel. Yo no paro de decirme a mí misma que estoy viva e intento entender lo que esto significa. Poder respirar es un lujo, lo repito. Todavía a veces despierto en mitad de la noche, jalando aire como si hubiera estado bajo el agua durante demasiado tiempo. No es que me falte el oxígeno. Es la ansiedad y el mal dormir. Eso que llaman estrés post-traumático. Cuando eso ocurre me siento en la cama, reviso que todo el equipo esté en orden y hago los ejercicios que me recomendó el neumólogo mientras miro por la ventana y veo la ciudad, su cielo oscuro. Me es inevitable escuchar las ambulancias. Por su dirección, casi siempre sé a qué hospital se dirigen. Ciertas noches son demasiadas.
(Carlos Acuña, reportero)
“Esta es la crónica de una tragedia anunciada”
Eduardo Guzmán es médico internista. Desde su jubilación, recuerda los días del H1N1 y las lecciones aprendidas en 2009. Y aunque ya no trabaja en hospitales, sigue atendiendo en consultas privadas donde ha dado seguimiento a por lo menos diez pacientes con covid-19.
A mí me tocó la epidemia de influenza H1N1 de 2009. Un día llegué a trabajar (al Hospital General Dr. Dario Fernández Fierro) y tenía cinco neumonías atípicas en terapia intensiva. Se nos hizo raro, porque aunque hemos visto toda la vida, cinco en un día… es demasiado. Un brote así nunca se espera.
A las dos horas llegó una comisión interinstitucional, y nos preguntaron cuántos casos llevábamos. ¿O sea que no somos los únicos?, preguntamos. Y no, el INER (Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias) ya estaba cerrado porque no había camas. Y fue todavía peor cuando nos dijeron: “No sabemos qué es. Pero procuren ponerse un cubrebocas…”. Lo que en ese momento teníamos era cubrebocas. Pero hasta ahí. Como personal médico no teníamos más equipo.
Fueron días terribles. Íbamos a trabajar y no sabíamos nada. Llegaban personas con fiebres y no sabíamos más, no sabíamos qué era. Eso fue lo que más nos llenó de estrés. Aquella vez el sistema hospitalario colapsó. En varios hospitales ya no había lugar en Urgencias.
Después nos dijeron: habían detectado que era un virus. La H1N1 tiene un porcentaje de complicación altísimo, es más letal. Casi siempre se complica.
En esta virosis (el SARS-CoV-2)… lo que dicen los españoles: de 100 enfermos, 80 lo pasarán en casa, 15 se pondrán graves; y cinco, pues morirán. El problema con covid es que es mucho más contagiosa y no se conoce. Sí, bastante más contagioso.
Puede decirse que esta es una crónica de una tragedia anunciada. Pudimos irle siguiendo el rastro al germen desde tiempo atrás. Lo que antes no se podía. Sabíamos que ahí venía… y parecía el cuento: ¡ahí viene el lobo! Ya estábamos esperando a ver a qué horas empezaba acá. Y el 28 de febrero llegó el primero y fue hasta marzo, que se detectó el primer caso autóctono… y, ya sabes, la primera defunción…
Esta pandemia no me tocó en hospital. Me jubilé hace un par de años del ISSSTE, y de la UNAM, donde di clases toda la vida, y que todavía extraño. Pero doy consultas privadas y me han tocado como diez enfermos. Ocho, no graves; dos de ellos sí. Fueron hospitalizados. Lamentablemente, uno murió.
Los pacientes quieren que estés con ellos y los ayudes. Nadie quiere ir a un hospital. Está la idea de que en el hospital te vas a morir. Y de verdad, si no existe la necesidad, no les conviene ir al hospital.
(Lydiette Carrión, reportera)
“Necesitamos que la población cubra las espaldas del personal médico”
A sus 61 años, el doctor Alejandre García gastaba su jubilación dando clases en la Facultad de Medicina de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo “Dr. Ignacio Chávez”, cuando supo que la pandemia se aproximaba decidió regresar al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias. Como un soldado, quiso regresar a la primera fila de batalla. Y ahí está ahora, codo a codo con el personal médico. “Es lo mínimo que puedo hacer”, dice.
Durante más de 30 años me desempeñé en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) como coordinador o subdirector técnico. Ahora estoy de regreso pero ya no como directivo, sino en la primera línea, trabajando con los jóvenes en el lugar cero, donde está la contingencia.
Estamos bajo ataque y a los neumólogos nos toca estar en el frente, con la infantería. Lo hago con gusto y de manera voluntaria junto a enfermeras, junto al personal de trabajo social o los compañeros de las ambulancias. Todo el personal médico. ¿Qué nos falta? Nos falta artillería y la artillería es toda la población. Tenemos que hacer la tarea. Porque esta batalla sólo puede ganarse si todos cumplen con su papel. Y la batalla es difícil.
La pandemia va a cambiar al mundo, pero más a nuestro país. Y va a ser necesario poner énfasis en los servicios de salud, en la educación en salud. El virus llegó para recordarnos que bajamos la guardia en asuntos básicos. Desde lavarnos las manos, aprender cómo estornudar o cómo cuidar a las personas de nuestro entorno. El pasado fin de semana, la última semana de junio, se quedaron 94 pacientes intubados en el Instituto.
Yo soy de Michoacán, siempre quise ser neumólogo o cirujano. Escogí lo primero. Recuerdo que una noche, cuando yo estaba en mi primer año de medicina, eran como las tres de la mañana y me despertó una pesadilla: soñé con muchos muertos. Se lo platiqué a mis padres y ellos me ofrecieron cambiar de carrera porque, además, era muy cara. Mi padre era mecánico y me ofreció su taller. Me acuerdo bien de mi respuesta: le dije que yo iba a ser un buen mecánico pero del cuerpo humano. Hoy sé que no me equivoqué. En aquel sueño, yo pensaba que yo podría ser alguien útil. En aquel primer año, curiosamente, tuve mi primera bata y participé en mi primera disección de cadáveres. Desde entonces sé que mi profesión es ésta, que es lo que yo seré hasta mi último aliento.
En 1987 nos tocaron los primeros casos de SIDA en México. En 2009, el H1N1. Las pandemias que involucran al aparato respiratorio es algo que toca directamente al INER. Los residentes investigan cómo se comportan los virus en el mundo. Sabemos que cada 10 años hay una virosis y una zoonosis: un virus que ataca a otras especies que pueden afectar al humano. Si le ponemos atención, de todas las pandemias que ha habido desde principios del siglo pasado o este mismo siglo, siempre se repiten cada 10 años y cada 40 años se espera alguna que sea muy fuerte. En el 2019 esperábamos otra pandemia de influenza, se pensaba que el virus iba a mutar. Ahora esperamos el AH3N2, qué es el que causa la influenza estacional.
Desde enero le dije a mi esposa, Lupita: “se va a poner difícil, voy a pedir cancha en el instituto para regresar; es lo menos que puedo hacer”. El 13 de marzo unos colegas me dijeron que tenían ya casos de neumonía atípicas, que querían descartar el covid-19. En broma les dije: “allá nos vemos el próximo sábado. Me respondieron: “ojalá sí vinieras”. Lo platiqué con algunos amigos y comencé a recibir llamadas: “¿sí va a venir, doctor?”.
A Lupita no le gustó mi decisión: “¿tú a qué vas?”, me dijo. Mi hija, que estudió medicina, me dijo lo mismo: “papá, tú eres población de riesgo por tu edad”. Tengo sobrepeso pero no soy diabético ni hipertenso. Me pareció que estaba en condiciones de ayudar al personal médico, a los pacientes, así que lo decidí y mi esposa me dió su bendición. “Estoy a la orden”, le dije al director. “Adelante”, me dijo. Y ahí estoy, en la primera línea, desde la primera semana de abril.
Recuerdo que una vez llegué al Instituto con fiebre. Había agarrado una influenza. Pero yo sentía que debía estar aquí… salvando gente. Es lo mismo que pienso ahora: que no voy a fallar. Es un compromiso estar allí hasta que sea posible. Ya lo dije: veo esta pandemia como una guerra biológica y necesitamos que la población nos cubra las espaldas. Que usen cubrebocas, por favor. Que se cuiden. Exíjanle al vecino que lo haga. Si no lo hacemos, esto se va a extender por mucho más tiempo. No sabemos si vamos a resistir tanto.
(Diego Alvarado, becario)