Yasuaki Yamashita sobrevivió a la bomba atómica de Nagasaki y ahora vive en México. Desde nuestro país continúa su activismo antinuclear.
Otra vez es 9 de agosto y Yasuaki Yamashita cumplirá, de nuevo, con eso que llama “su obligación”. Durante más de tres décadas, este japonés de más de 80 años ha repetido la misma consigna: “No más armas nucleares”. Con ello busca honrar el nombre que su padre eligió para él durante la guerra con China. Yasuaki significa “Tiempo de Paz” en japonés.
Esta noche, en la Librería “Octavio Paz” del Fondo de Cultura Económica (FCE), Yasuaki recuerda cómo llegó a México luego de sobrevivir a la bomba lanzada sobre Nagasaki a las 11:02 horas de otro 9 de agosto, hace 78 años.
Lo acompaña Sergio Hernández Galindo, especialista en estudios sobre Japón y, junto con Yamashita, coautor de Hibakusha, un libro testimonial editado por el FCE. Ha vendido ya 20 mil ejemplares —14 pesos cada uno— y fue necesario imprimir más para la ocasión.
“Esta es la historia de un niño”, anuncia Hernández. Un niño japonés que hoy cuenta 84 años. Él lo conoció cuando, como investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), le seguía la pista a una comunidad discriminada y perseguida: los japoneses que migraron o vivían en México después del ataque de la Armada Imperial nipona a la base naval estadounidense de Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941).
Antes de ceder la palabra, el investigador ofrece contexto: un hombre gordo —“Fat Man”, apodaron a la bomba— vuela con destino a la ciudad japonesa de Kokura. Al llegar descubre que la ciudad sigue ardiendo y el humo no lo deja ver. Sigue su camino hacia el sur y detona en la ciudad de Nagasaki. El fin de la Segunda Guerra Mundial inicia esa mañana soleada, como suelen ser las horas previas a lo inimaginable.
Mientras escribo esto, Oppenheimer —el largometraje de Christopher Nolan que narra la vida del científico a cargo de construir la bomba— supera ya los 600 millones de dólares de taquilla. Hoyte van Hoytema, director de fotografía de la película, declaró que para recrear ese momento, sin efectos generados por computadora, fue necesario sumergir polvo de plata y filmar globos metálicos a varias velocidades con diferentes grados de luz.
—Una luz tremenda —así recuerda Yamashita su propia experiencia con la bomba ante el público de la librería; deja caer sus palabras una a una, pausadamente—. Como mil relámpagos al mismo tiempo.
Hace unas semanas, la productora Universal Pictures hizo al señor Yamashita una invitación respetuosa para asistir a una función de Oppenheimer. “Yo nunca he sentido odio hacia nadie”, admitió refiriéndose al físico nuclear. Pero, también, reconoció que durante la escena de la detonación tuvo que cerrar los ojos y empezó a llorar. De cualquier forma, su historia comienza allí donde la función acaba, cuando el fuego se extingue.
—Aunque sea pequeña —sentencia como si recitara un haiku—, si lanzas una piedra al agua, la ola se expande.
La piedra es el Proyecto Manhattan: la bomba atómica. Nosotros, quienes escuchamos al sobreviviente en esta librería, somos parte de las olas.
Llamarlo “infierno” no es suficiente
Hibakusha: ese es el término en japonés para referirse a una persona afectada por la bomba.
–Todos los sobrevivientes seguimos sufriendo física y psicológicamente –dice Yamashita. Por esa razón le parece importante compartir su experiencia–. Para que nadie sufra como nosotros.
El 9 de agosto de 1945, mientras un avión misterioso sobrevolaba Nagasaki, el niño Yasuaki, de 6 años, jugaba frente a su casa. Ese día no salió con otros niños a cazar libélulas en la montaña. Adentro, su madre preparaba el almuerzo y su hermana escuchaba la radio. De pronto escucharon las alarmas antiaéreas.
En ese momento su madre salió por él, llamó a gritos a su hija y, cuando estaban a punto de refugiarse, una explosión ensordecedora irrumpió en la casa. Su madre lo cubrió con su cuerpo. Todo salió volando. Luego, un momento de silencio absoluto. Cuando abrieron los ojos, puertas, ventanas y techos habían desaparecido.
Desde la montaña, a través del humo, podía verse Nagasaki en llamas. Al incendio le siguieron la hambruna y la pobreza. El dinero perdió su valor. No había médicos ni enfermeras ni medicinas suficientes; cualquier lesión tendía a agravarse. Un amigo de Yamashita, con la espalda quemada, falleció cuando su cuerpo se infectó con gusanos.
Se hizo costumbre cambiar kimonos preciosos por papas, viajar todos los días al campo para conseguir camotes o morder raíces y pasto para calmar la desesperación. Para llegar al campo había que cruzar el centro de Nagasaki: oscuro, humeante, lleno de muerte.
—No sería suficiente decir que era el infierno. No existe una palabra para describir esa imagen grotesca.
Yamashita intenta recuperar aliento, suspira.
—De cualquier manera, teníamos que comenzar nuestra vida.
Estados Unidos: mentir, ocultar y disculparse
Estados Unidos calculó en 40 mil las muertes por la explosión nuclear en Nagasaki. Estudios posteriores sostienen que fueron más de 70 mil vidas perdidas a causa de la bomba. La mayoría de los fallecimientos sucedieron el mismo día del ataque; pero muchos otros ocurrieron a finales de 1945.
Si lanzas una piedra al agua, la onda —como la radiación— se expande.
El padre de Yasuaki, obrero del astillero, fue reclutado para limpiar la zona cero. Su labor consistía en quemar los cuerpos. Con el tiempo, sus dientes comenzaron a aflojarse por efecto de la radioactividad. Meses después falleció también.
En Cuadernos de Hiroshima (1965), el escritor Kenzaburō Ōe relata que Chugoku Shinbun, el principal periódico de Hiroshima, ni siquiera contaba con los tipos móviles de imprenta para escribir “bomba atómica” o “radioactividad”. La gente desconocía los efectos a largo plazo de un vientre cargado de plutonio.
Todavía, hoy, Yamashita acusa a Estados Unidos por haber ocultado investigaciones referentes a la radiación en Hiroshima y Nagasaki durante el gobierno de ocupación (1945-1952).
“Obama fue el primer presidente estadounidense en visitar Hiroshima. Dejó un ramo de flores, pero no asumió la responsabilidad, porque eso implicaría aceptar miles de muertes por armas nucleares que todavía posee [Estados Unidos]”, comenta Sergio Hernández.
El 1° de marzo de 1954 Estados Unidos realizó una prueba nuclear en el Atolón Bikini. La radioactividad emitida afectó a 239 habitantes de tres islas cercanas, 49 murieron en los 12 años siguientes; también fallecieron 28 meteorólogos estadounidenses y 23 tripulantes del pesquero japonés Dragón de la Suerte V.
Aquel incidente revivió el interés público sobre la radioactividad. Con el tiempo se establecieron programas de ayuda para víctimas de la bomba. No obstante, según Hernández, los múltiples acuerdos e indemnizaciones han tenido el propósito de silenciar a las víctimas sin responsabilizar a las potencias mundiales.
Sobrevivir la discriminación
La falta de información sobre los efectos de la radioactividad se puede traducir en miedo. Durante muchos años, la gente temía que los síntomas fueran contagiosos. Pero la ignorancia puede ser, también, una excusa para el desprecio. “Mis compañeros de trabajo decían que no podría casarme: se reían, se burlaban de mí”, cuenta Yamashita.
Como una piedra
el miedo cae al agua:
olas de odio.
“Muchos sobrevivientes eligieron la puerta falsa”, lamenta Yamashita. Las mujeres se suicidaban porque no podían casarse como personas ‘normales’ y eran excluidas. Cuando alguien descubría que su pareja había estado en Nagasaki, solicitaba el divorcio, de inmediato.
Huyendo de la discriminación por ser hibakusha llegó a México en 1968. Realizó una solicitud para trabajar como traductor de la delegación japonesa durante los Juegos Olímpicos y renunció a su anterior empleo en el Hospital de la Bomba Atómica.
Le gustaba México. Siete años antes de que abandonara Japón, el famoso trío Los Panchos grabó varias canciones en su idioma. Se volvieron clásicos. “Los escuché en un concierto y quedé fascinado”, recuerda.
Ya instalado en el entonces Distrito Federal, dedicó dos años a practicar español. Solía visitar la Alameda Central, luego saludaba a cualquier persona, mostraba su diccionario y pedía permiso para platicar un rato.
Camila Valdés es hija de Elisenda Freixas, quien aprendió náhuatl junto a Yamashita en el Museo Mural Diego Rivera. Lo describe como un hombre alegre, magnífico pintor, talentoso ceramista y excelente cocinero. Camila tuvo el honor de ser coronada por él en su boda. “Estoy llena de amor por tener su bendición”, dice conmovida.
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A Yamashita, los efectos a largo plazo de la radiación le provocaban vómitos sangrantes. Perdía el conocimiento a cada rato, en cualquier parte. Sus múltiples desmayos lo orillaron a contar su secreto —que en México sufría los efectos de la radiación de Nagasaki— a un amigo local. Con severidad, le pidió que nunca revelara su condición de hibakusha.
Muchos años después, en 1995, el hijo de aquel amigo llamó a Yamashita para invitarlo al Tecnológico de Monterrey. Quería que hiciera pública su experiencia. Su primera reacción fue negarse a hablar: el recuerdo de la explosión dolía demasiado y la discriminación, el exilio, la violencia —las ondas en el agua— todavía le atemorizaban.
En aquellos días, Francia realizaba una prueba nuclear en el Pacífico Sur. La indignación ante esta iniciativa y la obstinación del estudiante convencieron al japonés. Relatar su experiencia podría sensibilizar a otras personas acerca del peligro atómico.
“Terminé la plática y, al mismo tiempo, sentí que mi dolor estaba desapareciendo”, recuerda emocionado. Desde entonces ha contado esta historia muchas veces, advirtiendo el peligro de las armas nucleares, educando a futuras generaciones pacifistas, disertando sobre el perdón, sobre la migración o la dignidad humana. Se ha convertido en una terapia para él.
“No es un arma nueva, es un mundo nuevo que durará más que los nazis”, advierte Niels Bohr a Cillian Murphy (en el papel de Robert Oppenheimer) en la película que, al día de hoy, sigue en cartelera. Imagino la incineración atmosférica que atormenta al protagonista multiplicada por las más de 12 mil ojivas nucleares disponibles en el planeta a principios de 2023, según el registro del Instituto Internacional de Investigación para la Paz en Estocolmo.
Resulta comprensible que Yamashita cerrara los ojos al ver la bomba, por segunda vez, en una pantalla IMAX. La piedra que Robert Oppenheimer lanzó al agua le hizo sufrir pesadillas durante años. Las olas de la catástrofe nuclear no han cesado para él.
—La edad promedio de los sobrevivientes supera los 80 años —dice el hibakusha—. No tenemos mucho tiempo, por eso les pido que continúen esta lucha para un desarme nuclear. Dos voces son más fuertes que una voz.