Sonido Sincelejo: por el derecho a bailar cumbia
Foto: Carlos Acuña

Hace dos semanas, la Alcaldía Cuauhtémoc intentó callar a Sonido Sincelejo: el sonidero de la Santa María la Ribera que Joel García, un soldado retirado, instala para sus vecinos de la tercera edad. 

Antes de convertirse en un soldado de la cumbia, Joel García arriesgó su vida más de una vez. Primero en Michoacán, después en Veracruz, en la sierra sinaloense y en las costas de Guerrero. Todavía recuerda la adrenalina del fuego vivo: las tres o cuatro horas de combate, el sonido de los disparos, las órdenes y los insultos de sus superiores, en fin, la guerra contra el narcotráfico en todo su escándalo. 

—Yo, por convicción, decidí presentar mi baja del Ejército, hijo —me cuenta mientras me muestra algunos documentos que acreditan su paso por las armas—. Había cosas que no me gustaban. La violencia, sobre todo. Aceptaron mi baja después de quince años de servicio, pero antes tuve que acudir con un psicólogo. Fue un general quien me recomendó buscar una actividad: algo que me mantuviera ocupado, hijo, para olvidar todo lo que viví. Mi actividad es ésta: el sonido.

Es mediodía en la Alameda de Santa María la Ribera; 12 de febrero, domingo, Ciudad de México. Aquellos días en que Joel usaba boina y uniforme de camuflaje de la Brigada de Fusileros Paracaidistas han quedado atrás. Hoy viste una guayabera blanca y un par huaraches; adorna su cabeza con un sombrero vueltiao de colores chillones, del tipo colombiano.

Su figura se vuelve aún más vistosa cuando pone un pie bajo la acera y alza los brazos al cielo para detener a los autos que circulan por la calle Salvador Díaz Mirón. Lo acompaña medio centenar de personajes variopintos: hombres de sesenta años con zapatos pachucos y tacuches azules; señoras entalladas en lentejuelas; jóvenes parejas que pasean a sus mascotas.

En estos rumbos Joel también es conocido como Sonido Sincelejo. Desde hace años, cada domingo y durante seis horas, hace sonar discos de Andrés Landeros o de Totó la Momposina en la Alameda de la Santa María la Ribera. Su guateque tropical es ya visita obligada para un grupo cada vez más numeroso de bailarines de la tercera edad, quienes, ataviados en sus telas más brillantes, invierten la tarde entera del domingo en el retumbe cumbiambero, en el quiebre de caderas.

Pachucos y rumberas
Pachucos haciendo un bloqueo de la calle Salvador Díaz Mirón,en apoyo a Sonido Sincelejo. / Foto: Eunice Adorno

Desde hace una semana, sin embargo, personal de la Alcaldía Cuauhtémoc ha cortado la luz eléctrica de la plaza para evitar que Sonido Sincelejo encienda sus viejos amplificadores de bulbos, su equipo de trompetas y altoparlantes de los años cincuenta, sus reguladores de voltaje, su tocadiscos clásico.

—Soy nativo de esta colonia —dice Joel a la muchedumbre—. Como saben, cada semana organizamos un baile como un ejercicio comunitario y, hoy, la gente de la alcaldía nos lo quiere impedir. Les aviso que están violando nuestro derecho a la cultura: no el mío, sino el de todos ustedes.

Durante doce años, sólo la pandemia ha impedido que Joel instale su sonido. Dice que es la disciplina heredada de sus años de servicio, todo lo aprendido en el Campo Militar número 1 en Naucalpan: ser puntual, limpiar escrupulosamente antes y después de cualquier servicio, hablar fuerte y claro en todo momento y no gobernarse solo.

—También están violando mis derechos, hijo. Porque yo sí arriesgué el pellejo para salvar vidas. Yo ya cumplí con mi país. Ahora quiero cumplir con mi comunidad: es a esta comunidad a quien yo me debo y a quien yo sirvo, hijo. Y les sirvo nunca más con guerra, ¿eh? Les sirvo con cultura, con música.

Una historia olvidada

Decir que Sonido Sincelejo tiene una misión no es exagerado. Hasta hace no muchos años, Santa María la Ribera cargaba el estigma de barrio hostil, con una alta incidencia delictiva. Todavía, se sabe, existen ciertas células criminales que operan abiertamente en la colonia; en los últimos años, sin embargo, la colonia se ha llenado de nuevas construcciones habitacionales en cada cuadra, restaurantes gourmet y un nuevo tipo de habitantes que contrastan con la población local. 

—Después de 1985, éste se volvió un barrio sumamente peligroso —cuenta Jorge Baca, escultor y administrador del Taller de Producción El Nidal, en la calle Nogal—. En la Alameda de Santa María no podíamos estar ni al mediodía ni a ninguna hora: te asaltaban.

En 2002 la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal situaba este barrio como el tercero con mayor incidencia delictiva de toda la ciudad. El imaginario público criminalizaba los sectores populares —y sus expresiones culturales—, responsabilizándolos de los crímenes ocurridos en esa antigua colonia señorial.

Sonido Sincelejo en la calle de Santa María la Ribera
“Si ahora quieren quitar a Sonido Sincelejo es porque no entienden ni respetan la historia del barrio”. / Foto: Eunice Adorno

Hasta que llegó 2008. Al menos tres vecinos refieren que, ese año, una niña de la Secundaria Número 2 “Ana María Berlanga” fue violada en uno de los pasillos de la Alameda de la Santa María la Ribera, cuando regresaba a su casa tras cursar el turno vespertino.

—¡Era una niña, caray! —se lamenta Baca—. Ahí fue cuando el barrio dijo: “Basta, ya estuvo, hasta aquí”.

Cuadrillas de vecinos comenzaron a hacer rondines y patrullajes nocturnos en la colonia. Solían reunirse en la Alameda y distribuirse hacia los cuatro puntos cardinales para acompañar, durante las noches, a la gente que venía de Buenavista o del Metro San Cosme, de las escuelas, de los mercados. 

Aunque existen vecinos que dudan de los detalles de esta anécdota, cualquiera reconoce que la Alameda solía ser un territorio peligroso y que las violaciones, todavía hoy, son recurrentes en el barrio. Lo cierto es que varios colectivos de artistas locales como Poesía y Trayecto, espacios autogestivos como el Locatl, espacios feministas como Casa de Ondas o el mismo Taller Nidal propusieron una serie de actividades en los espacios públicos para evitar que estuvieran solos. 

—Fuimos muchos quienes estuvimos allí, en ese momento —defiende Baca—. Joel estuvo patrullando con nosotros. Hacer un baile cada domingo fue una de las varias estrategias que se gestionaron. Si la colonia es hoy más o menos habitable es gracias al trabajo comunitario. Si ahora quieren quitarnos a Sonido Sincelejo es porque no entienden, ni conocen, ni respetan nada de esta historia.

Sonido Sincelejo contra la Alcaldía Cuauhtémoc

Un escritorio, un par de sillas, algunas cajas de cartón. Poco más. Estamos en el despacho de Hugo Enrique Ipiña, quien se presenta como parte de la Subdirección de Vía Pública de la alcaldía, aunque en documentos de la misma dependencia aparece como un funcionario menor de la Dirección de Recursos Humanos. 

Es jueves 9 de febrero. Joel fue citado aquí para negociar el baile dominical que organiza en la Alameda, luego de que le negaran la energía eléctrica por primera vez, hace unos días. El funcionario informa las únicas opciones: que Sonido Sincelejo se instale en el Deportivo Cuauhtémoc o en la Casa de Cultura de la colonia.

—Empezamos mal —dice Joel, con voz recia—. Yo, junto con compañeros y vecinos de muchos años, acompañé al rescate de ese espacio. No estamos de acuerdo en que se nos quiera desplazar.

En sus primeros años, Joel solía tocar en la Casa de Cultura, a un costado de la Alameda. Tras seis meses de baile le pidieron que buscara otro espacio: convocaba a tanta gente, que medio mundo terminaba bailando en las banquetas de todas formas. El deportivo que le ofrecen, en cambio, es un sitio alejado del barrio, escondido entre las instalaciones de la alcaldía, la enorme sede del Partido Revolucionario Institucional y varios centros comerciales.

Joel García, Sonido Sincelejo, en el kiosko de la Santa María la Ribera.
Joel es uno de los responsables de que a la colonia se le conozca, también, como Santa María La Rumbera. / Foto: Carlos Acuña

—Parece que nos quieren esconder, ¿no? Meternos debajo de la alfombra —me dirá Joel después de la junta.

Con esta, son cinco las administraciones delegacionales que han intentado, en algún momento, apagar la rumba de Sonido Sincelejo en la Alameda de Santa María. Sin embargo, entrenado en la estricta obediencia de reglamentos y normativas, Joel acostumbra mantener cerca una carpeta en la que reúne artículos de normas y disposiciones locales, leyes y a veces hasta tratados internacionales que respaldan su actividad. 

La alcaldía argumenta que han recibido quejas por el volumen de Sonido Sincelejo. Joel responde que él conoce el nivel de decibeles permitido en una plaza pública, durante los fines de semana, en horario familiar, y se cuida de cumplir para no arriesgarse a una multa de la Secretaría de Medio Ambiente.

—El sábado pasado hubo cuatro horas de baile, a un volumen mucho más alto, organizado por ustedes —dice—. ¿Por qué la alcaldía sí puede organizar eventos y bailes en la Alameda, pero nosotros no?

—La instrucción es que no se pongan. Se les va a negar cualquier tipo de permiso —dice Rodrigo Torres, titular de la Dirección de Recursos Humanos, intentando zanjar el asunto.

—La noche del domingo van a tocar El Recodo y Paquita la del Barrio en la explanada de la alcaldía —insiste Sincelejo—. También aquí hay edificios habitacionales y su equipo es mil veces más ruidoso que el mío. No me quieran marear de que es por el volumen. 

No hay respuesta por parte de los funcionarios, pero hacen un gesto afirmativo cuando se les pregunta si la instrucción de callar al Sonido Sincelejo fue emitida, directamente, por la alcaldesa Sandra Xantall Cuevas Nieves.

—La nueva vecina, hijo —dice Sincelejo con una risa socarrona. 

Sonido Sincelejo: “Vamos a protestar bailando”

Son las doce del día cuando Sonido Sincelejo logra conectar todo su equipo, gracias a un vecino que le comparte su toma de corriente. Se instala no en la Alameda sino en plena calle y, enseguida, la protesta se convierte en un bailongo multitudinario donde cada cual presume sus mejores vueltas.

La música tropical es más que una bandera en esta plaza: el ritmo teje la memoria del barrio, sus generaciones. La primera canción que truena en las bocinas de Sonido Sincelejo es “Acabando”, de Lobo y Melón, por ejemplo. Fue compuesta por Luis Ángel Silva, Melón, sonero oriundo de la colonia, único mexicano en grabar con la firma neoyorquina Fania All Stars: “Desde Nogal hasta Encino / de Nonoalco hasta San Cosme. / No hay segunda sin primera / porque la tierra más linda es Santa María la Ribera/ y así te estoy cantando”. Un pequeño himno con el que solían comenzar todos los bailes del Mercado la Dalia, muy cerca de donde creció Joel.

Vecinos de la Santa María la Ribera
Cada barrio de la capital es un mosaico de personajes típicos. / Foto: Eunice Adorno

—Es verdad que algunos edificios recibimos el impacto directo de sus bocinas y llevamos años quejándonos del volumen —dice un vecino de la calle Jaime Torres Bodet, pide no ser identificado—. Pero es un conflicto muy complejo. Sincelejo es una enciclopedia musical, un referente cultural, turístico incluso. La música que pone tiene que ver con la historia del barrio también. Es legítimo. Sí le pedimos que regule el volumen, nada más. Pero al menos yo no puedo estar de acuerdo con Sandra Cuevas. Lo que ella pretende es barbarie.

—La alcaldía Cuauhtémoc cerró el kiosco todo diciembre, sin justificación —dice Ángel Badilla, administrador de Locatl, un espacio cultural ubicado a unos metros de la Alameda—. Ellos sí usan la Alameda para sus eventos cada que pueden. La alcaldesa quiere que éste sea su patio privado.

—A mí ni me gusta bailar —secunda Alejandro Serafín, quien vive a media cuadra de la Alameda desde hace una década—. Conozco el sonidero porque vengo aquí a pasear a mis perros. Algunos vecinos que se quejan del “ruido” pero a mí me agrada: significa que hay vida afuera.

Al centro de la calle un pachuco baila con una pancarta: “Sandra Cuevas, la peor gobernante del mundo”. No son pocos quienes aplauden: más de una comunidad ha resultado afectada por las decisiones de la actual administración.

Hace apenas unos meses, la alcaldesa ordenó borrar decenas de murales de los mercados de la demarcación, así como todos los rótulos callejeros de los puestos semifijos, desatando una ola de protestas que terminó en demandas administrativas y quejas en la Comisión de Derechos Humanos de la ciudad.

Organizaciones de derechos humanos y el mismo Congreso de la Ciudad de México han condenado, además, la violencia que ejerce Sandra Cuevas contra la población de calle, personas a quienes ha expulsado de sus lugares de descanso. A finales de enero, sin previo aviso, comenzó a destruir campamentos y viviendas irregulares de la colonia Atlampa con máquinas excavadoras.

Lo dicen todos los vecinos: Sandra Cuevas, la alcaldesa de la Cuauhtémoc, ahora vive muy cerca de la Alameda de la Santa María, dentro de uno de esos nuevos edificios que han comenzado a pulular en la colonia.

—Es una arbitrariedad —señala Pablo Pérez, quien vive a unos metros de la Alameda—. Es un ataque directo a Joel por parte de la alcaldía.

—No nos hagamos, joven —dice una locataria del Mercado de la Dalia—. Mire, este mercado es autogestionado: nosotros cobrábamos por la entrada al baño y cobrábamos una renta a los comerciantes de afuera. Los fondos se usaban para dar mantenimiento al mercado. Ella nos impuso a sus comerciantes y nos quitó los baños. Es un asunto de dinero y de control. Como Joel no da cuota y no se uniforma con su logotipo, pues lo quiere correr.

Aretes en el barrio
“No hay segunda sin primera / porque la tierra más linda es Santa María la Ribera”. / Foto: Eunice Adorno

Cada barrio de la capital es un mosaico de personajes que expresan una idiosincrasia local. Al llamado de protesta y baile de Sonido Sincelejo, por ejemplo, se han unido no sólo bailarines de la tercera edad, amas de casa o padres de familia; hoy también están aquí comerciantes del mercado, músicos, afanadores y mecánicos, incluso parejas extranjeras y turistas, además de una juventud politizada y preocupada por el derecho a la ciudad y la vivienda que, al menos en estas cuadras, ha sabido ganar espacios: ahí están los del taller de bici-mecánica Enchúlame la Bici, las de librería Clandestina, el taller fotográfico Selenium, las feministas de la Verde Morada, el colectivo Poesía y Trayecto y otros grupos que acuden al llamado del tambor.

Anochece. 

Las bocinas gritan sus últimos sones. La alcaldía no ha resuelto nada. Al contrario, ahora que mucha gente se ha ido, cuatro hombres rodean a Joel, a su esposa Ivonne y a su hija de diez años, quienes siempre lo acompañan. Los sujetos exhiben el logotipo de la alcaldía en la espalda y han pasado el día merodeando. Le dicen que debe callarse ya. 

La noche termina con una advertencia: el siguiente domingo habrá baile de nuevo. Pero esta vez, advierte Joel, será justo enfrente de la supuesta casa de Sandra Cuevas: la alcaldesa y, aparentemente, nueva vecina de Santa María la Ribera. 

Epílogo: “Nos quieren desplazar”

“Qué pasó, carnal”. “Quihubo, hija, ¿cómo estás?”. “Buenas tardes, jefa”. “¡Mi señor, buenas, buenas!”. “¿Qué pasó, compa? Gusto en verte. ¿Tu mamá, en el cantón?”. Caminar con Joel García por las calles de Santa María es verlo intercambiar saludos cada cinco pasos.

—En estos rumbos soy más conocido que el tequila —ríe—. Luego me da pena porque hasta parezco presidente municipal, ¿verdad?

Ahora estamos en la calle de Fresno, en el número 254. Todavía, en 2018, esta era una de las viejas vecindades de la Santa María. Joel vivió aquí toda su infancia, hasta antes de ingresar al Ejército. Él no lo recuerda bien, pero los vecinos cuentan que el predio permaneció intestado durante varios años hasta que apareció un heredero o una albacea que decidió venderlo a una inmobiliaria.

—Llegaron los granaderos a sacarnos a todos, junto con todas nuestras cosas —dice Joel—. Lo primero que hice fue sacar el sonido, que yo tenía guardado ahí: ¿te imaginas si lo hubieran maltratado? No, hijo. ¡Ese equipo es irrecuperable!

Sonido Sincelejo contra la mafia inmobiliaria
Los edificios nuevos que se multiplican en el barrio le recuerdan a los vecinos que han sido desplazados. / Foto: Carlos Acuña

Joel vive, ahora, en la casa de su abuela, a sólo un par de calles. En su antiguo hogar se ha levantado ya un complejo habitacional. Los banderines amarillos que cuelgan de la fachada anuncian la venta de departamentos nuevos. Este escenario se repite en cada cuadra: nuevos complejos de vivienda, algunos enormes, pintados de blanco o gris, descoloridos. A Joel le molestan: le parecen edificios feos, sin personalidad, incluso frágiles. Le recuerdan a todos los vecinos que fueron desplazados o desalojados en los últimos años, los talleres y almacenes que ya no existen, los baños de vapor, las taquerías legendarias, los billares, las vecindades que han demolido.

—El cambio, a veces, es inevitable —le digo.

—Lo sé, hijo —dice, fraternal—. Pero, mira, la gente en la Santa María es muy acogedora. Aquí sabemos recibir a cualquiera. Sea extranjero, sea de provincia, sea rico o sea pobre. Pero si tú llegas a imponer tu ley y a ponerte por encima de los demás, la verdad es que te vas a buscar un problema. El problema no es que vengan, sino que nos quieran desplazar y no sólo a nosotros, también a nuestra cultura, a nuestra forma de vida.

En un impreciso boletín de prensa, la Alcaldía Cuauhtémoc aseguró que el equipo de Sonido Sincelejo es responsable de generar cortos circuitos, dejando sin electricidad a la Alameda. “La contaminación auditiva y el consumo indebido del suministro eléctrico en el Kiosco Morisco por parte del colectivo “Colombia” (sic) que encabeza el señor Jorge (sic) García, no puede alterar la tranquilidad, seguridad y convivencia de quienes habitan en la colonia”. Corriente Alterna busco una entrevista directa con la alcaldesa pero al cierre de esta edición no se recibió respuesta.

Le pregunto a Joel García, por última vez, qué opina de ella, de Sandra Cuevas, la alcaldesa de Cuauhtémoc que ha decidido callar el retumbe de cumbia y danzón en la plaza del barrio que lo vio nacer.

—Es muy fácil que la gente enferme de poder, hijo —dice—. Esa señora está enferma de poder, te lo digo yo. Y, ojo, digo enferma porque se nota que no sabe lo que significa esa palabra: poder. Es fácil llegar a un puesto y empezar a tronar dedos sin entender que tus decisiones tienen consecuencias. Que a mí me perdone la señora pero, yo, en el ejército, aprendí a recibir órdenes y aprendí a darlas también, porque llegué a ser instructor. Órdenes que, en combate, podían costar vidas. Sé la responsabilidad que implica eso. Ella no tiene poder: está enferma, que es otra cosa. Lo único bueno que puedo decirle es que no se preocupe: se va a curar de esa enfermedad. Le quedan dos años. Nosotros vamos a seguir aquí cuando ella se vaya.