Olvidarse de las palabras de uso cotidiano; sentir sensación de asfixia; padecer hemorragias o comezón, hasta enfermedades renales y cardiacas. El registro de las secuelas de COVID-19 es largo y variable: algunas son leves, otras implican un riesgo de muerte, otras resultan incapacitantes. Becarias y becarios de Corriente Alterna conversaron con personas recuperadas cuya vida ha sido trastocada por las secuelas.
Han pasado casi seis meses desde que Andrea Elizalde se contagió de COVID-19. De 20 años, los síntomas pasaron sin escándalo: jaquecas intensas, garganta cerrada. Los problemas llegaron tras vencer al virus: comenzaron los dolores de espalda, las dificultades para moverse.
–El doctor me preguntó si yo era una persona que tomaba demasiado –recuerda–, porque mi hígado aparecía muy dañado en el ultrasonido. Hace un mes tuve mi última cita con el médico: tengo secuelas en mi hígado, riñones, en todo mi sistema digestivo.
Andrea pronuncia sus nuevos padecimientos con resignación –esteatosis hepática, esplenomegalia, hidronefrosis izquierda, litiasis renal bilateral, cistitis–, como si nombrara bichos ponzoñosos a los que ahora tiene que acostumbrarse.
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“Como si fuera resistol blanco”
Después de ser dada de alta, Maricela Puerta empezó a perder pestañas. Han pasado cinco meses desde que el virus dejó su cuerpo y la gente le dice que debe regresar a su vida normal.
–Siento una patada en el estómago cuando me dicen eso.
Hoy, con apenas 33 años, arrastra una larga lista de secuelas. Los primeros meses no podía caminar más de 300 metros sin sentirse asfixiada. Los medicamentos le provocaron una infección vaginal y siente que su mente se apaga de un momento a otro.
–Al principio se me iba la onda muy feo. Yo podía estar platicando contigo y de repente decía: ¿dónde estoy? Me perdía. Ahora me pasa menos.
Las noches son lo peor: cualquier sonido la despierta. Un ardor insoportable en las piernas se combina con el frío helado que avanza por su espalda. Suda “como si le exprimieran el cuerpo”. Es más irritable, poco tolerante a la compañía.
A veces una comezón le sube por la cara y un dolor de mandíbula avanza por sus pómulos, por la oreja hasta llegar el cráneo. La posibilidad de un derrame cerebral le provoca pánico.
–Cada día amanezco congestionada de la nariz, todavía –dice–, y es un moco de color claro, mucho. Como si fuera resistol blanco.
Una cita ginecológica
Hace unas semanas Luisa Reyes Sifuentes acudió a la Unidad de Medicina Familiar número 47 del IMSS, en Ciudad Juárez, Chihuahua. Una jaqueca insoportable le martilleaba el cráneo desde hace días: le había reventado un tímpano.
Se infectó de Covid-19 a mediados de octubre. Once días duró el virus activo en su cuerpo antes de que la prueba PCR arrojara resultado negativo. Pero es como si la infección se hubiera llevado una parte de ella. A sus 27 años, la fuerza de sus brazos desapareció dejando un hormigueo que los adormece, además de un extraño dolor en la mandíbula y en el pecho. Cada tanto, una fuerte taquicardia todavía la sobresalta.
–La secuela más rara fueron las hemorragias –cuenta–. Un día empecé a sangrar demasiado, no paraba. Me quité el DIU y me dieron tratamiento.
A su cuñada y a su concuña les pasó lo mismo: hemorragias tres veces a la semana. Las tres tuvieron diagnóstico de COVID-19. Los médicos explicaron que el exceso de sangre, junto a la diarrea y el dolor intestinal podían ser causados por una descompensación hormonal.
La semana pasada Luisa tuvo una cita ginecológica.
–Me dijeron que tenía síntomas de un aborto espontáneo.
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“Estamos al límite de todo”
La doctora Beatriz Mendoza intenta no perder la paciencia. “Un día a la vez”, se repite. Han pasado nueve meses desde que se contagió y estuvo hospitalizada por neumonía. No requirió intubamiento pero su vida corrió peligro. Desde entonces y durante por lo menos seis meses, el dolor se volvió una constante: todas las articulaciones del lado derecho de su cuerpo le dolían al grado de impedirle conducir su auto o cargar una bolsa de mano.
–El dolor lo toleras –advierte–. En realidad lo que más me afectó fue la visión: yo usaba lentes con dioptría muy baja, pero mi visión resultó muy afectada. También perdí la memoria a corto plazo: eso fue catastrófico.
De pronto dejó de recordar el nombre de medicamentos e instrumentos que antes manejaba todo el tiempo en el hospital. Olvidó también las contraseñas de sus redes sociales y correos electrónicos, el código de sus tarjetas del banco y ella, que nunca necesitó ayuda para recordar sus citas, tuvo que comprar una agenda para anotar minuciosamente cada fecha.
Jefa del área de neonatología en el turno matutino de un hospital de segundo nivel de la Ciudad de México, subdirectora sábados y domingos en otra institución del Estado de México, Beatriz teme que perder la memoria ponga en riesgo su trabajo.
–El médico me ha recomendado jugar memoramas, hacer crucigramas, leer, leer, leer para rehabilitar mi memoria –dice–. Es doloroso, perdí habilidades básicas para mi profesión y el hospital está otra vez saturado de pacientes con Covid-19, ahora somos la mitad del personal por cada turno. Estamos al límite de todo.
“Perdí la movilidad de mis músculos”
Verse al espejo le provocaba angustia. Con 32 años de edad, enfermero en la ciudad de Chihuahua, Guillermo comenzó a manifestar síntomas de Covid-19 el 27 de octubre. 21 días después estaba listo para recibir el alta y regresar a su trabajo. Justo un día antes de su cita médica comenzó a sentir fuertes dolores de cabeza y un entumecimiento en la mitad del rostro.
–Perdí la movilidad de mis músculos del lado izquierdo: la mitad de mi sonrisa quedó caída, mi ojo se hizo más pequeño y no humectaba bien, no parpadeaba igual. El neurólogo me explicó que era probable que el SARS-CoV2 fuera capaz de adherirse a los nervios, como la varicela.
Guillermo tardó dos meses en volver a trabajar. El coronavirus lo dejó damnificado. Las taquicardias constantes se explicaron con un diagnóstico de miocarditis que le dejó el corazón y las arterias hinchadas. Desarrolló también una hipertensión aguda. Además de perder el aire con cualquier cosa, le lastiman los sonidos y los sabores demasiado intensos.
–Regresar a trabajar fue complicado –explica–. Como enfermero mi rutina es caminar, ir y venir, subir y bajar moviendo pacientes. Mis compañeros me dicen ” a ver, siéntate, porque estás respirando muy agitado”. De repente me mareo o se me sube la frecuencia cardíaca. Pero he recuperado casi toda la movilidad del rostro, creo que estoy mejor.
“He tenido que tomar terapia”
Abigail Espinoza tiene 31 años y el coronavirus le quitó el 70% del cabello. Lo que más le duele, sin embargo, es que las secuelas casi le arrebatan su carrera de cantante. Originaria de Ciudad de México, trabaja como mariachi en Playa del Carmen, Quintana Roo.
–Un mes después de recuperarme empecé a trabajar. Pero como mariachis hay que cantar de pie y yo me mareo, casi no aguanto. Para cantar la respiración es básica pero ya no tengo esa fuerza. Me cuesta mucho.
Además debe soportar otras secuelas de Covid-19: gastritis, vértigo, mareos a cada rato y dificultad para respirar; taquicardia, dolor de pecho, cólicos renales. El diagnóstico médico indica que ya no presenta neumonía pero sí fibrosis pulmonar, lo cual puede convertirse en una condición permanente.
–He tenido que tomar terapia para los ataques de ansiedad, la depresión.
“¿No será psicológico, mamá?”
Han pasado dos meses desde que se contagió y, a la fecha, Graciela Chávez no quiere salir a la calle. Apenas el primero de enero pasado, Año Nuevo, su hijo ofreció llevarla en auto para distraerla un poco. No habían recorrido más de tres cuadras cuando el pánico se apoderó de ella: sentía que le faltaba el aire, quería abrir la puerta y correr de regreso a casa para conectarse al tanque de oxígeno.
–¿No será psicológico, mamá?
–Yo no sé. Pero no estoy preparada.
Originaria de Aguascalientes, Graciela vive con dos de sus tres hijos: el mayor de 35 años, quien permanece atado a una silla de ruedas por parálisis cerebral, y el menor de 15. El tercero vive en Estados Unidos, con su padre.
–El doctor me dijo que, al décimo día después de enfermarme me iba a sentir mejor. Y sí, me sentí un poco mejor pero ese día decidí intentar bañarme de nuevo: apenas me había puesto champú en la cabeza cuando empecé a sentir esta cosa en el cuerpo, algo que me hacía temblar por todos lados, me faltó el aire, cerré la llave, me sequé la cabeza y corrí a conectarme al oxígeno, llorando.
Ahora Graciela ha perdido la fuerza para hacerse cargo de su hijo mayor, discapacitado, y siente un frío que le cala todo el tiempo los huesos. El médico le recetó un medicamento que no puede costear -mil 500 pesos a la semana– y su presión ha bajado tanto que no puede dormir porque “siente que no despierta”. Además, está deprimida y tiene constantes ataques de pánico.
–Aquí en mi colonia éramos una comunidad muy unida, muy bonita. Mi vecina murió también por lo mismo, otras dos amigas también. En total he perdido cuatro buenos amigos por esto.
“Algunas secuelas de Covid-19 afectan el sistema nervioso”
A Marcela González todavía le da terror lavarse las manos. Desde que se recuperó, hace un mes, no tolera la sensación de humedad. La ropa mojada, bañarse, el mismo sudor le provoca un hormigueo intenso, desagradable, a veces doloroso.
Tiene 36 años y vive en el Estado de México. Se contagió a mediados de octubre. Hasta el 5 de diciembre la prueba PCR dio negativo.
Una vez libre del virus comenzaron los piquetes en el cuero cabelludo, los calambres, la sensación extrema de calor y de frío: cada que entra a un lugar con aire acondicionado su piel se acalambra.
–Los doctores me han dicho que algunas de las secuelas de Covid-19 afectan el sistema nervioso central, aunque irán disminuyendo con el tiempo. Tomo somníferos para dormir.
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“Un olor nauseabundo”
No sabe cuando podrá vacunarse. En Mexicali, como en todos lados, los hospitales están saturados y Claudia Chávez, enfermera de la clínica 30 del IMSS, lleva meses de estar en contacto con pacientes Covid. Se contagió hace no mucho, el 29 de noviembre presentó los primeros síntomas –taquicardia, fatiga–, aunque todo indicaba una recuperación tranquila. Estaba a punto de ser dada de alta cuando comenzaron las náuseas, inflamación en el cuello, escalofríos, fiebre. Ella pensó que se había intoxicado con algún alimento al notar un absceso en su garganta: laringitis aguda, diagnosticaron los médicos antes de recetarle un medicamento que, en lugar de calmarla, le desbocó el ritmo cardiaco. Terminó en el hospital.
–No era laringitis –dice–. Mi sistema inmunológico colapsó: se dejó intimidar por el virus. Y me empezó a atacar: me traicionó, pues.
Las secuelas de Covid-19 pueden ser así de inesperadas. En el caso de Claudia, su secuela tiene un nombre: síndrome de Kikushi Fujimoto o linfadenitis necrotizante, una enfermedad autoinmune que provoca la inflamación de los ganglios. Con el sistema inmune trastocado, explica, vacunarse sería arriesgarse a una reinfección.
–Algunos de mis compañeros no lograron recobrar su sentido del gusto y el olfato o les regresó distorsionado: después del Covid no soportan probar comida que antes adoraban, sus perfumes favoritos les resultan nauseabundos. Yo estoy bien, he recuperado casi todo el olfato y el gusto. Sólo de vez en cuanto percibes un olor extraño. Es como plástico quemado.
“Como una penumbra”
Todavía mes y medio después de recuperarse y de no necesitar más el tanque de oxígeno, Blanca Estela Gómez, de 63 años, se desconoce a sí misma, a su casa, a las palabras. Es, dice, como si no fuera ella, como si “se hubiera tomado unas cubas”.
–Como una penumbra, como si sintiera que yo no soy yo misma. Yo sé que estas son mis cosas, veo la puerta de la sala, veo mi reflejo pero pues en mi mente todo es una contradicción. A veces siento como si mi casa me quisiera comer.
Entonces cierra los ojos y se dice a sí misma: “no pasa nada, estás segura, esta es tu casa”.
No es la única secuela que arrastra de aquellos 15 días en que sufrió la infección. Al principio eran los calores, el sudor frío, la sensación de que su corazón iba desbocado aunque latiera a buen ritmo. El hormigueo y entumecimiento en la planta de los pies.
–Y en el ojo derecho, de pronto siento así como si me estuvieran apretando con el dedo. Perdí un poco la vista, yo veía bien.
–¿Algo más?
–La angustia en el pecho. Yo no sé cómo referirlo, así como si una supiera que va a pasar algo malo, como si esperara una en recibir una mala noticia y entonces hay que estar alerta, muy alerta.
Autoridades deben implementar protocolos para secuelas de COVID-19
–Al inicio fue muy complicado entender que esto existía. Hasta hace poco, la mayoría de los análisis salían bien, así que a muchos pacientes que describían secuelas de Covid-19 los regresaban diciendo que eran sólo traumas emocionales.
Quien habla es César Manuel Medina, administrador de “Covid-19 Persistente México Comunidad Solidaria”, uno de las decenas de grupos de apoyo que existen en redes sociales: “llevo tres meses con aturdimiento y dolor de cabeza diario”, “al día 23 me quede afónica”, “tuve diarrea por un mes”, “a siete meses no he recuperado el olfato” , “¿alguien tiene el contacto de un neumólogo de confianza?”, publican los miembros en el muro.
–La diferencia de nuestro grupo es que, además de contar con asesoría académica y médica especializada, creemos también que es necesario politizar nuestra condición de salud –dice Medina–. Mantenemos un reclamo a las autoridades: la implementación de protocolos médicos específicos, por el síndrome de post COVID o COVID-19 persistente, el cual ya ha sido clasificado por la Organización Mundial de la Salud.