En México hay 46 volcanes activos, seis de ellos considerados de alto riesgo por la cercanía a la población. Por ello, todos los días especialistas monitorean la actividad volcánica con una misión: prevenir un desastre.
Amiel Nieto dio la bienvenida al 2016 vigilando el volcán Popocatépetl desde el Centro Nacional de Prevención de Desastres Naturales (Cenapred), con la única compañía de una taza de café.
“Don Goyo”, como le llaman algunos habitantes en las faldas del volcán ubicado en los límites de Puebla, Estado de México y Morelos, está vigilado las 24 horas. “Siempre hay alguien los 365 días”, cuenta Nieto, vulcanólogo que trabajó seis años en el área de investigación de riesgos volcánicos de Cenapred.
La observación del volcán Popocatépetl se realiza desde el Laboratorio de Monitoreo de Fenómenos Naturales (LMFN), un lugar de ochenta metros cuadrados lleno de mapas, computadoras y pantallas en donde se ven los datos que arrojan cámaras de video y sismómetros. A partir de esta información, Nieto evaluaba si la actividad del volcán representaba un riesgo y si era necesario notificar a la Coordinación Nacional de Protección Civil y a los habitantes cercanos al “Popo”. En ese mismo lugar hay especialistas que también monitorean otros fenómenos geológicos —como sismos y laderas inestables— e hidrometeorológicos —como tsunamis, inundaciones, ciclones tropicales y tormentas de nieve.
“Nosotros nos encargamos de hacer una tarea y ustedes de otra; pero, al final, es un trabajo en equipo con el objetivo de proteger a la población”, ha expresado Amiel Nieto a sus colegas del Cenapred.
La importancia del monitoreo diario
Actualmente el volcán Chichonal es monitoreado por cuatro personas y tres sismómetros. Pero no siempre fue así. La tarde del 28 marzo de 1982, el volcán ubicado en el municipio de Chapultenango, al norte del estado de Chiapas, entró en erupción y formó una columna de ceniza de 27 kilómetros de altura.
Los municipios cercanos más vulnerables eran Chapultenango, Francisco León, Ixtacomitán, Ocotepec, Ostuacán, Pichucalco y Sunuapa. Según el Censo General de Población y Vivienda de 1980, realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 54,996 personas vivían en ellos.
Casi una semana después, el volcán parecía estar en calma, por lo que el gobierno estatal indicó a las personas que podían regresar a sus hogares. Sin embargo, la madrugada del 3 de abril hubo una erupción más violenta que sepultó a casi 2,000 personas en 12 poblados, convirtiéndose en la más mortífera de la historia del país, según el estudio Geología e historia eruptiva de algunos de los grandes volcanes activos de México, realizado por el investigador José Luis Macías. Este evento también desplazó a cerca de 20,000 personas.
Cincuenta años antes de la catástrofe de 1982, los pobladores ya habían alertado a las autoridades sobre la actividad del volcán, pero en las siguientes décadas sólo se realizaron cinco estudios: dos por el Instituto Geológico de México, dos por la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y uno por la minera Damon y Montesinos. De acuerdo con José Luis Macías, en el estudio realizado por la CFE en 1981, a partir de los antecedentes del Chichonal, se concluyó que podría tener una erupción próximamente. Pero no tuvo gran difusión.
Todo cambió después de la tragedia. Se instauró un monitoreo del volcán que consistía en realizar un muestreo periódico de sus fuentes termales. Además, el 3 septiembre de 2004 se firmó un convenio entre el gobierno estatal, la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas y el Cenapred para monitorear al volcán con mayor frecuencia, según el Plan operativo de protección civil del gobierno de Chiapas.
Esta historia no es aislada. En julio de 2015, 33 años después de la catástrofe en Chiapas, el volcán de Colima, también llamado Volcán de Fuego, tuvo una gran actividad que representaba un riesgo, pero el resultado fue diferente.
“En la erupción del volcán de Colima me tocó apoyar con mediciones de gases”, recuerda la ingeniera Diana Marisol Vázquez, subdirectora de monitoreo del laboratorio del Cenapred. “Era importante tener el seguimiento de la emisión de los gases porque habla mucho de cómo está el volcán y ayuda a tomar una decisiones: dejar o no a las personas en los albergues”.
En entrevista para Corriente Alterna, la especialista explica que los volcanes cambian constantemente y que algunas alteraciones son notorias de inmediato, pero otras tardan meses, a veces años, en percibirse. “(El monitoreo) es algo que nos permite ver el cambio del volcán para prepararnos. Así se comportan los volcanes y esto lo sabemos gracias a que hacemos un monitoreo diario”.
En México hay 46 volcanes activos, según el estudio Evaluación del riesgo relativo de los volcanes en México realizado por el doctor Ramón Espinasa y el Cenapred.
Los volcanes monitoreados son: el Popocatépetl en Puebla, Morelos y el Estado de México; el Chichonal y el Tacaná en Chiapas; el Citlaltépetl (Pico de Orizaba) en Veracruz y Puebla; el San Martín Tuxtla en Veracruz y el Volcán de Fuego en Colima y Jalisco. Son monitoreados porque representan un posible riesgo para la población por su constante actividad en los últimos siglos y por su cercanía a asentamientos humanos.
Actualmente, 25 millones de personas viven dentro de un radio de 100 km del cráter del Popocatépetl; casi un millón de personas vive cerca del Pico de Orizaba, y a 90 km del volcán San Martín Tuxtla residen 160,000 personas que podrían ser afectadas en caso de una gran erupción.
¿Cómo se monitorean los volcanes?
Cuando queremos conocer nuestro estado de salud acudimos a un especialista que analiza nuestros cuerpos, desde el interior, por medio de estudios, hasta la parte externa, con la observación. Lo mismo sucede con los volcanes. Usar varios métodos de monitoreo ayuda a saber cómo está cada uno de ellos en su totalidad. Por ejemplo, el monitoreo sísmico permite tener ojos dentro del volcán: cuando éste expulsa lava, cenizas y gases se generan pequeños movimientos en la tierra que sólo son percibidos por los sismómetros.
Alrededor del volcán Popocatépetl hay una red de 16 sismómetros electrónicos que, en tiempo real, envían información de forma inalámbrica al Cenapred, donde especialistas como Nieto o la ingeniera Vázquez analizan los datos.
Nueve cámaras rodean al “Popo” y lo retratan constantemente para que los especialistas detecten a tiempo explosiones y emisiones de cenizas y gases. Y dos inclinómetros ayudan a medir la pendiente del suelo, pues cuando el material asciende, cambia el suelo y aumenta la inclinación. Es como si el volcán se “inflamara”.
Por último, el monitoreo geoquímico obliga a los especialistas a recorrer las faldas del volcán en búsqueda de muestras de cenizas y gases. Una vez al mes toman muestras de los cuerpos de agua cercanos al volcán para analizar su composición. “Con los manantiales se trata de hacer una vez al mes y se busca, particularmente, el elemento del boro”, explica la ingeniera Vázquez. “En 25 años se ha visto que el boro pudiera ser un precursor del incremento de la actividad volcánica”.
Trabajo en equipo: el Cenapred no está solo
El monitoreo de los volcanes requiere de un constante trabajo en equipo entre el Cenapred e instituciones públicas de educación superior como la Universidad de Colima, la Universidad Veracruzana, la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, el Instituto Politécnico Nacional y la Universidad Nacional Autónoma de México.
Un ejemplo es la historia del Popocatépetl en las últimas tres décadas.
En 1990 la actividad del “Popo” comenzó a incrementarse rápidamente. La actividad analizada por vulcanólogos y vulcanólogas ayudó a concluir que, pronto, habría actividad eruptiva.
En diciembre de 1994 el doctor Hugo Delgado, investigador en el área de vulcanología y exdirector del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), asistió a un congreso en Estados Unidos y entabló contacto con Michael Sheridan, doctor en geología y profesor de la Universidad de Búfalo en Nueva York, para hacer simulaciones en computadora que mostraban distintos escenarios de posibles erupciones del volcán Popocatépetl. Es decir, simularon la situación para saber qué pasaría con los materiales expulsados y las zonas que podrían ser afectadas. Estas simulaciones ayudaron a actualizar el mapa de peligros volcánicos del Popocatépetl y, desde entonces, el Instituto de Geofísica ha participado en el monitoreo de cenizas, buscando constantemente nuevas formas de realizar monitoreos. La información que se genera es compartida con el Cenapred.
A 525 kilómetros del Popocatépetl está el volcán más activo del país: el Volcán de Fuego de Colima. Entre 1560 y 1980 tuvo 29 explosiones violentas y su último evento significativo ocurrió hace siete años, en 2015. El Centro Universitario de Estudios Vulcanológicos (CUEV) de la Universidad de Colima se encarga de su monitoreo en un trabajo en conjunto con el Cenapred y con las unidades de Protección Civil del Estado.
“La Universidad de Colima, como otras universidades que hacen monitoreo, tienen el problema de no tener personal las 24 horas del día. Entonces, se comparten todas las señales con el Cenapred porque tienen personal las 24 horas”, explica el doctor en vulcanología Raúl Arámbula, director del CUEV. “Ven las señales y si hay algo extraño nos llaman. Llevamos varios años trabajando así”.
Los otros cuatro volcanes monitoreados de forma constante quedan en manos del Centro de Monitoreo Vulcanológico y Sismológico (CMVS) de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, que vigila a los volcanes Chichonal y Tacaná, mientras que el Pico de Orizaba y el San Martín Tuxtla son monitoreados por el Observatorio Sismológico y Vulcanológico (OSV) de la Universidad Veracruzana.
Existe una diferencia abismal entre el monitoreo que realiza cada institución; principalmente porque no todos los centros tienen el personal y los instrumentos necesarios. Por ejemplo, mientras que el centro de Colima cuenta con 37 instrumentos y 16 personas, el de Veracruz tiene apenas ocho instrumentos y dos investigadores que se apoyan en el alumnado, según el artículo “Monitoreo de volcanes en México”.
“El principal problema es el mantenimiento. Tenemos buen equipo, pero no buen mantenimiento”, cuenta Arámbula, quien hace monitoreo desde la Universidad de Colima. “Tenemos un 70% de los equipos trabajando”.
Según explica, de 2015 a la fecha, los principales recursos para la operación los otorga la Universidad de Colima, además de algunos apoyos del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). “Con los proyectos se realizó mantenimiento, investigación, se compraron equipos y mejoraron los antiguos instrumentos”, explica.
Pero lo “normal” es que el cambio de equipos ocurra hasta que ya no se pueda reparar. “Somos un país reactivo”, expone Arámbula. “En Japón, cada cinco años cambian sus sismómetros. Nosotros, cuando se nos daña alguno, metemos otro proyecto a Conacyt y alargamos la vida de los equipos hasta que ya no encienden”.
La historia no es distinta en otros centros. Un convenio entre el Instituto de Geofísica de la UNAM, el Conacyt y la Unión Europea fue el que hizo posible la instalación de la primera red de monitoreo de gases del volcán Popocatépetl. En 2017, este instituto comenzó un proyecto para mejorar el monitoreo de cenizas con el apoyo de la Secretaría de Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación del gobierno de la Ciudad de México.
Otro esfuerzo conjunto es la colaboración del Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada, el Instituto de Geofísica de la UNAM, el Instituto de Oceanografía de la Universidad de California y el Instituto Tecnológico de California, el Instituto de Oceanografía de la Universidad de California y el Instituto Tecnológico de California para instalar una estación magnetotelúrica en el volcán Chichonal.
“Si bien los equipos son de la Universidad, los datos benefician al Sistema Nacional de Protección Civil”, explica el doctor Delgado. “Aunque hay una buena relación institucional, al no ser equipos del orden federal no se puede pagar el mantenimiento. Se requiere que las colaboraciones no sean sólo de entrega de datos sino, también, colaborar con el mantenimiento del equipo de las diferentes redes”.
Pareciera que seguimos aprendiendo de la historia del Chichonal: no podemos detener los fenómenos naturales, pero sí hay formas de advertir sus embates.
“El aplicar nuevos conocimientos y tecnologías nos permitiría hacer frente al activarse cualquier otro volcán mexicano”, subraya Delgado. “Debemos tomar el destino antes de que el destino nos alcance”.