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Nancy Cárdenas, icono del feminismo y la diversidad sexual
Violencia en Chiapas, refugio Merced

Ilustración: René Zubieta

La Merced: un refugio ante la violencia en Chiapas

Kenya Robles, reportera; Carlos Acuña, mentoría / Corriente Alterna el 8 de junio, 2023

Ante la ola de violencia en Chiapas, el Mercado de la Merced acoge y ofrece un trabajo a personas víctimas de desplazamiento forzado.

Una calma ensordecedora rodea a Ezequiel. Es una emoción nueva para él. El olor a masa cocinándose inunda el lugar, el queso derretido suena tssss en el sartén. Hace apenas seis meses huía a través de las montañas de los Altos de Chiapas. Escuchaba las balas cada vez más cerca. Lo sabría después: eran fusiles AR-15.

La odisea de Ezequiel comenzó hace 14 años. Era un niño tzotzil subido en un camión que lo llevaría a un lugar conocido: el Mercado de La Merced, en la Ciudad de México.  

Pasó 11 años en la capital, en medio del bullicio de la gente y el ruido de los pregoneros. Aprendió a ser comerciante, a hacerse de insumos para cocinar, a atraer a los clientes y cobrar. Pronto se volvió parte del ecosistema citadino. 

A los 25 decidió regresar a Chiapas. Comenzó a cultivar café en la hectárea heredada por su padre. Se acostumbró, otra vez, a escuchar el canto del quetzal y el martilleo de los carpinteros, a descansar a la sombra de las ceibas. La tranquilidad lo inundó en ese ambiente selvático. Pretendía construir una casa en esa finca: acababa de nacer su hija. Hasta que, un día, el carpintero dejó de picar, el quetzal, de cantar y la ceiba, de dar sombra: era un mediodía de septiembre de 2022 cuando escuchó los balazos.

—Dejamos casi todo —dice impávido—. Nos llevamos lo que podíamos cargar en las manos. 

Un grupo armado con fusiles AR-15 saqueó todo: tierras, hogares; atacó a sus vecinos y amigos. No quedó nada. 

Veinte kilómetros a pie entre las montañas se sienten como 400, asegura. Sobre todo cuando llevas a cuestas el miedo de una muerte segura. 

—A unos, que se quedaron, los mataron —dice serio, sin mueca alguna.

Ezequiel se distrae de sus recuerdos, un cliente se acerca. La tinga de pollo libera su olor dulce y salado. Cocina con maestría un huarache de casi 40 centímetros de largo en menos de tres minutos. “Pásele, ¿qué le vamos a dar?, hay tostadas, gorditas, quesadillas de calabaza, hongos, huitlacoche, tinga de pollo, res, sesos, papa. ¡Pásele!”, pregona para romper el silencio y sus palabras se confunden con el chilanguísimo bullicio del mercado a las 10 de la mañana. La gente comienza a llegar. 

Ezequiel prepara su pluma y guarda su libreta en un mandil blanco, listo para tomar la orden. 

Diseño: René Zubieta

Sin hábitat, sin casa, sin hogar

“Ellos quemaron todo”, dice Ezequiel, mientras me muestra imágenes satelitales de su hogar, antes y después del ataque. 

Han pasado más de seis meses, es primero de marzo de 2023. Las imágenes de su tierra incendiada le recuerdan el incendio de la Nave Mayor del Mercado de La Merced, en 2013, cuando llegó –la primera vez– al mercado. Parece una maldición: como si el fuego lo persiguiera a los lugares donde habita. 

Aquella vez que vino a La Merced, siendo todavia un niño, le dijeron que era “para mejorar su vida”, dice. Allá, en su pueblo, no siempre sale bien la siembra, no es negocio, pues. Ahora que regresa por segunda vez, víctima del desplazamiento forzado, parece incómodo: su vida es muy solitaria aquí, aun con su esposa y su hija. Falta el calor, la humedad, el silencio de la tarde y la oscuridad total de la noche. Y el espacio: allá en Chiapas era capaz de poner música a todo volumen sin que nadie se molestara. En los pueblos así es. 

Además, necesitó omitir dos aspectos fundamentales de sí: las costumbres de su pueblo y el tzotzil, su lengua materna. Aquí sólo puede comunicarse en español. 

Su caso no es único. De acuerdo con Chiapas Paralelo y Aristegui Noticias, a inicios de 2022, en un ejido de Santa Martha, dentro del municipio de Chenalho’, Chiapas, la población firmó un acuerdo de paz y desarme. Con esto consiguieron expulsar del lugar a un grupo armado que mantenía bajo asedio al municipio vecino, Aldama. Pero el 29 de septiembre del mismo año unas 60 personas armadas sitiaron la comunidad de Atzamilho’, también en Chenalho’, a unos 40 kilómetros de San Cristóbal de Las Casas. Su intención era apoderarse de los terrenos de cultivo. Dejaron, al menos, cuatro pobladores muertos y varios heridos.

Familias víctimas de desplazamiento forzado en Chiapas
En octubre pasado, 52 familias desplazadas por la violencia en Chenalhó, Chiapas, marcharon desde la comunidad de Polhó hasta San Cristóbal de las Casas en octubre de 2022. Foto: Isabel Mateos, Cuartoscuro.

Ezequiel viene de un proceso similar. Debido a esto nos pide cambiar el nombre de su pueblo y el suyo, por cuestiones de seguridad. De acuerdo con la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, tan sólo en 2021 al menos 2 mil 943 personas fueron desplazados de sus territorios debido a episodios de violencia en todo el país, siendo Chiapas el segundo estado con más casos. El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas advertía en 2022 que, en 12 años, habían sido desplazados más de 14 mil personas en esa entidad. La cifra ha crecido en los últimos meses.

Despojo: el objetivo de la violencia en Chiapas

El conflicto en Chiapas se expresa de diferentes formas en cada territorio: grupos de autodefensa que se arman ante los constantes conflictos; grupos criminales apoderándose de distintos negocios —entre ellos, el tráfico humano en la frontera sur—; un Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que intenta defender sus territorios autónomos sin el uso de la violencia, y una fuerte presencia de grupos paramilitares. 

En los Altos de Chiapas hay quien dice que los conflictos armados son un método para despojar las tierras, comprarlas a precios ínfimos y, posteriormente, privatizarlas o comerciar con ellas.

Así lo afirma, por ejemplo, la Cooperativa Autónoma Cimarronez, que busca documentar los conflictos que viven los diferentes pueblos indígenas, sus lenguas y modos de producción, de todo el sur y sureste de la República. La Cooperativa ha elaborado 100 cartografías sobre procesos de territorio; uno de los más emblemáticos es el mapa titulado “Pueblos originarios: el rostro oculto del ombligo de la luna”, que documenta la presencia de los pueblos indígenas en la zona metropolitana de la Ciudad de México. 

Violencia en Chiapas y Mercado de la Merced
Mural en el Mercado de la Merced, sitio que se ha convertido en un refugio para desplazados forzados por la violencia en Chiapas. / Foto: Pamela García

En entrevista, algunos de sus integrantes afirman que las principales causas que presionan a los pueblos indígenas para migrar son, entre otras, el despojo de sus tierras, la violencia, el crimen organizado, las disputas  entre comunidades vecinas —muchas veces provocadas por agentes externos—, y lo que en tzotzil se conoce como ach’ kuxlejal o “nuevo vivir”.

Cimarrones precisa que este “nuevo vivir” es la presión que la tecnología, la ideología “citadina” y el capitalismo ejercen sobre un pueblo indígena. Ezequiel, por ejemplo, está inmerso en un mundo diferente al que nació. 

Las políticas de educación bilingüe comenzaron a aparecer después de la Independencia de México. Pero fue justo después de la Revolución Mexicana, a través de la Ley de Instrucción Rudimentaria de 1911, que se impuso una política para “mexicanizar” y “modernizar” a los “indios” a través de la lengua nacional. En 1925 se estableció en la Ciudad de México la primera Casa del Estudiante Indígena, una institución cuyo objetivo era integrar a los jóvenes de pueblos indígenas al sistema educativo y convertirlos en “agentes de cambio” en sus lugares de origen. El proyecto fracasó: los jóvenes castellanizados no regresaban a sus comunidades. 

Políticas e iniciativas similares se repitieron a lo largo de todo el siglo XX: en 1948 fue creado el Instituto Nacional Indigenista, y en 1978 la Dirección General de Educación Indígena. En 1993, la Ley General de Educación reconocía la importancia de promover la educación en lenguas originarias; pero poco cambió: el español seguía siendo obligatorio. 

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—En La Merced no sólo se venden cosas —afirman los integrantes de la Cooperativa Cimarronez—. Es uno de los lugares emblema de los pueblos indígenas como punto de encuentro y reencuentro de la diversidad de pueblos. Hemos registrado en esa zona 54 de las 68 lenguas originarias. Es parte de una zona contra-metropolitana (es decir, que se opone al modelo de ciudad hegemónica) que define mejor la relación entre lo rural y lo urbano. 

Sin raíz en la ciudad

Ezequiel y su comunidad fueron acogidos por territorios zapatistas después de algunos de los ataques que han marcado la historia de Chiapas. Desde el momento en que se concretaron las mesas de diálogo con el gobierno federal a partir de los Acuerdos de San Andrés (1996), se abordaron temas como la educación indígena, las culturas y lenguas de los distintos grupos étnicos de la región. Muchas de las comunidades permanecieron atentas a estas negociaciones.

Ezequiel era un niño cuando ocurrió todo esto. Tal vez algo de toda esa historia haya influido en que él se aferre a su lengua, aun en medio de la ciudad, como un árbol se prende de la tierra. 

Hoy porta siempre un gesto imperturbable, a pesar de su difícil experiencia. Ha ido y venido de Chiapas a La Merced, pero dice que ni 100 años bastarán para que él eche raíces aquí.

 —Conocí a mi esposa aquí, ella vende jugos enfrente de este local —dice y la señala—. Ella habla tzeltal, que se parece mucho al tzotzil. 

Su hija tiene seis meses de edad y es como si marcara el inicio de algo distinto. Entre el recuerdo de las amenazas en Chiapas y el bullicio que lo rodea ahora, aquí en La Merced, ella es como la semilla de otra ceiba chiquitita que ahora busca abrirse paso en el asfalto.

Una Merced políglota

La historia de Ezequiel consta de dos partes: la que aquí se escribe y aquella que es imposible escribir, al menos en español. Justamente, la segunda es la más importante.

“Mercado se dice ch’ivit”, dice Ezequiel mientras escribe, no sin dificultad, en un cuaderno: tras 14 años de vivir en La Merced ya no recuerda bien la gramática de su lengua madre, el tzotzil. 

La lengua o idioma es lo que somos, existe en un lugar físico, no sólo en la imaginación o en un lugar intangible —como el anhelo del hogar que dejamos atrás. Existe en los nombres de nuestros seres queridos; en “la cama” que es nuestra y tiene un lugar, color, olor, dureza específica; en “la casa” que tiene un tamaño, un vecino conocido, una puerta y un número únicos. 

Mural del Mercado de la Merced
La violencia en Chiapas y otros estados del país ha convertido a la Merced en un refugio para distintos pueblos: aquí conviven 54 de las 69 lenguas indígenas de México. / Foto: Pamela García

Cada lugar tiene su propio diccionario. Los recuerdos de Ezequiel suceden en una lengua. Con ella se cuenta a sí mismo de dónde viene, comprende su cultura, reproduce costumbres, asume sus valores y proyecta su futuro. Como si fuera un ave endémica, la lengua, un quetzal cuyo canto sólo suena en la libertad de su propio idioma. 

—Mi abuelo es un ‘echa viajes’ —nos comparte Nahomi, niña de La Merced–. Es el que te ayuda a cargar tus compras en un diablito. 

“En La Merced la palabra no solo es comunicación: es un instrumento de trabajo”, afirma Briseida Hernández, investigadora en Gestión Cultural de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y activista de La Merced. 

Aquí hay quien habla español, pero también se habla inglés y una enorme diversidad de variantes del náhuatl, del ñañú o del tu’un savi, mazahua, tzeltal, tzotzil, totonaco…  A pesar de ello, la lengua franca es el español. Pero no cualquier español sino “el español del comercio”. “Pásele, güerita, qué se va a llevar”, se escucha en los pasillos. “¿Qué le doy, mi jefe, además de lástima?”, grita un taquero mientras prepara los de suadero. “Diez pesos le vale, diez pesos le cuesta”, suena en las bocinas que ofrecen artículos para celular. “Bara, bara, pura mercancía robada, recién llegada”, bromean los de la fruta. 

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Aquí es donde Ezequiel aprendió español, sin libros de por medio y con la pura necesidad de vender y comprar, de salir adelante.

De acuerdo con la Encuesta Intercensal Inegi 2015, 7.2 millones de mexicanas y mexicanos hablan una lengua originaria y más de 25 millones (21.5% de la población nacional) se identifican como indígenas. Sin embargo, en la Primera Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, realizada en 2005 por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), 43% de las personas consultadas opinó que los indígenas “tendrían siempre una limitación social por sus características raciales”, y 30% afirmó que “lo único que tienen que hacer los indígenas para salir de la pobreza es no comportarse como indígenas”.

“Quiero regresar”,  reitera Ezequiel, como si el camión de vuelta, el calor húmedo, el sol de medio día, la sombra de la ceiba, el tascalate, su familia, su lengua, el tzotzil, la lengua del quetzal, y sus sueños lo esperaran a la salida.

Epílogo: al brode, la violencia en Chiapas

Violencia en Chiapas: desplazamiento forzado
Más de 32 familias en desplazamiento forzado por la violencia de grupos armados en Chiapas buscan refugio en las cercanías de Polhó. Foto: Isabel Mateos, Cuartoscuro

La historia de Ezequiel y su familia está lejos de ser un caso aislado. “Chiapas se encuentra al borde de una guerra civil”: la frase se repite desde hace meses por parte del Consejo Nacional Indígena (CNI), las comunidades zapatistas y sus simpatizantes.

El pasado 2 de junio, en el municipio autónomo de Polhó, ubicado en la región de los Altos de Chiapas —a unos cuantos kilómetros de San Cristóbal de las Casas y muy cerca de la comunidad de Acteal—, un grupo armado llegó y abrió fuego contra una bodega, en la cual se rsefugiaban 200 personas originarias de Chenalhó, víctimas de desplazamiento forzado. El grupo es conocido como “Los Ratones” y, según testimonios, portaban carabinas M416. 

El primero en ser herido fue Manuel Gómez Velazco, refugiado. Las balas cobraron la vida, también, de Oliverio Ruiz, hijo de Fernando Ruiz, dueño de la bodega donde viven los desplazados. Después de eso, los habitantes de Polhó no dudaron en defenderse y la refriega creció. Del bando de los supuestos agresores murieron Gilberto Pérez Gómez, su esposa Angelina Gómez Pérez, su yerno Antonio Pérez Pérez y el hijo de éste, de tres años; los hermanos Antonio y Gilberto Jiménez Pérez, escoltas de Gilberto. Amalia y Estela Pérez Gómez, de 11 y 19 años, hijas de Gilberto, se encontraban hospitalizadas hasta el 6 de junio.

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Poco antes, el 22 de mayo, Gilberto López Sántiz, indígena tzeltal integrante de las Bases de Apoyo del EZLN, recibió un balazo cerca del corazón en medio de un ataque armado. Los hechos ocurrieron en la comunidad Moisés y Gandhi, dentro del municipio autónomo Lucio Cabañas, en Ocosingo. De acuerdo con la comunidad, los agresores fueron un grupo paramilitar conocido como la Organización Regional de Cafeticultores de Ocosingo. 

Estos son los dos últimos actos de violencia contra las comunidades en la región. Por ello, en un pronunciamiento conjunto, más de 800 organizaciones y mil personalidades de todo el mundo convocaron a una jornada internacional de protesta hoy, 8 de junio, ante la escalada de violencia armada en Chiapas. Un “polvorín”, según se ha dicho, donde confluye la presencia cada vez más marcada de la Guardia Nacional, la acción de grupos paramilitares, autodefensas, células criminales y el aumento del tráfico de armas en esa zona de la entidad.

—Uno tío mío estaba refugiado en Polhó —dice Ezequiel desde La Merced–. Es uno de los heridos. No sabemos nada de ellos desde hace días: no hay luz en la comunidad.

En la balacera resultó dañado un transformador de luz, lo cual dejó sin energía eléctrica a la comunidad. Desde hace días, Ezequiel no sabe ya ni siquiera qué ocurre con su familia y con su tierra.