Las medidas sanitarias por la Covid-19 hicieron de la ciudad un territorio desértico durante semanas. Miles no han logrado quedarse en casa porque no tienen una. Vivir en la calle ahora implica nuevos peligros además de contraer el virus. Pero también hay viejos aliados.
11 de junio de 2020. Una mujer llega al mercado de la colonia 2 de Abril, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Es Brenda Raya. Desde principios de mayo, todas las tardes, reparte platos de comida con sus compañeros del Colectivo Callejero, del que es fundadora.
Una fila de más de 80 personas avanza a pasos chiquitos. Son las dos de la tarde en punto.
–Provecho –le dice Brenda a boleros y limpiaparabrisas cuando les da su plato.
Un grupo de cábulas llenos de cicatrices en la cara o tatuajes garrapateados en los brazos bromean detrás de la fila. Hay señoras recién maquilladas, chicas vestidas con harapos o con las cobijas a rastras, madres que cargan uno o dos bebés, ancianos entacuchados.
–Con las calles vacías esto es lo más parecido a un evento social en el que pueden participar. Muchas de estas personas tienen casa pero no tienen qué comer. Así que vienen. Tenemos que ser rápidos para no exponer a nadie y evitar que la policía llegue a molestar –precisa Brenda–.
El reparto no dura más de 15 minutos: casi un centenar de platos se acaban en un chasquido.
–Aunque fueran mil se acabarían rápido –dice Brenda.
El Diagnóstico Situacional de las Poblaciones Callejeras (2017-2018), de la Secretaría de Desarrollo Social de la Ciudad de México, registraba seis mil 754 personas que no tienen otra posibilidad más que vivir en la calle. Deben ser más: gran parte de esta población siente vergüenza de aceptar que no cuenta con un techo dónde dormir. De las seis mil 700 personas censadas sólo la tercera parte acude a los albergues. Así que hay por lo menos unas cuatro mil 300 personas en las calles, expuestas al contagio y a otros peligros.
El 26 de marzo de 2020 el gobierno de la CDMX presentó un Protocolo de atención a la población en situación de calle en el contexto de la pandemia. El documento contempla algunas medidas de información, higiene y albergues temporales. A esta población le gustaría lavarse las manos frecuentemente, como sugiere el Protocolo, pero no todos cuentan con jabón o una fuente de agua limpia. Y la mayoría prefieren no recurrir a los albergues por considerarlos hostiles o sucios.
Vivir en la calle ya era difícil. Pero la emergencia agudizó otros problemas: que quienes tienen casa se confinen implica que la población callejera pierda la oportunidad de limpiar parabrisas, ganar unos pesos por cantar en el metro o hacer una chambita.
–¿Qué te tocó, mi Cagüis? –pregunta Brenda Raya a un señor descamisado, la piel tostada sobre un cuerpo fibroso.
–Burrito.
–¿Y qué tal?
–Chingón, ¡gracias, flaca!
Brenda creció cerca de aquí. La saludan los chicharroneros o los empleados de la zona con ese tono familiar cada vez más raro en la metrópoli. Usa cubrebocas y procura mantener distancia, pero hay quien no duda en abrazarla. Se entiende: el Colectivo Callejero, fundado por Brenda Raya y Jorge Rojas, tiene casi dos décadas de gestionar comedores comunitarios en la zona y de trabajar con las comunidades de niños de la calle. Para el actual comedor cuentan con el apoyo de una Asociación Civil llamada El día después y de la Brigada Callejera Elisa Martínez. Otras veces han recurrido a apoyos de programas federales o de las despensas que donan algunos mercados públicos. La comida, dice Brenda, “es una forma de devolverle a la vida una dignidad que no debería haberse perdido y que bajo ninguna circunstancia debería ser arrebatada”.
–Desde siempre quien no tiene una casa es considerado un peligro –dice Brenda–, esto con la pandemia se agudiza: muchos creen que por vivir en la calle significa ahora esta población son un foco de infección. Pero no es que a ellos les guste dormir sobre un cartón, soportar la lluvia y el frío… la mayoría prefiere eso antes que acudir a los albergues del gobierno.
Con la casa a cuestas
En la calle Artículo 123, esquina con Luis Moya, un hombre de barba y cabello grisáceo ha acomodado en fila sus pocas pertenencias. Tres cajas llenas de ropa y tiliches se alinean sobre el asfalto. Una cobija al final le sirve de almohada. La calle, una las más bulliciosas del Centro por la actividad comercial, parece desierta. Pero aunque los negocios no abren su cortina, continúan dando servicio a escondidas de las autoridades.
Son las nueve de la mañana, último día de mayo, una señora aparece con dos cubetas llenas de agua enjabonada. Las vierte sobre la banqueta y comienza a barrer lanzando chorros contra el hombre, quien apenas había logrado dormir unos minutos. El hombre se levanta y, sin decir nada, toma sus cosas con una cuerda y comienza a arrastrarlas. Como si fuera un caracol, deja tras de sí un rastro espumoso sobre el asfalto.
Vivir en la calle es ser invisible
Ante la pérdida de empleos resulta probable que, durante los últimos meses, se haya incrementado el número de personas cuya única opción es ahora dormir y vivir en la calle. Músicos ambulantes, trabajadoras sexuales, comerciantes, artesanos suelen rentar cuartos en hoteles baratos para pasar la noche, asearse y lavar su ropa. Pero ellos también fueron arrojados a las calles desde que los hoteles y moteles cerraron por la contingencia.
El año pasado tuvieron lugar unas 121 agresiones con fuego a la población callejera –no con arma de fuego, sino con gasolina–, de acuerdo a la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México. 45 personas de la calle murieron calcinadas, por lo menos.
Lo afirma Luis Guerrero, integrante de Psicocalle Colectivo: una persona que vive en la calle resulta invisible para las autoridades. Carecer de techo implica perder documentos de identidad –o nunca haberlos tenido– y denunciar una agresión resulta muy difícil. Muchos de ellos ni siquiera lo intentan, otros ni siquiera conocen la posibilidad.
–Esto contribuye a que las agresiones difícilmente puedan ser contabilizadas –dice–, legalmente no existen o no son sujetas a derecho por parte de las instituciones.
Quedarse quieto
4 de abril. A Juan Carlos Salas Guevara, El Jarocho, le volvieron a robar su diablito. Tres pantalones, cobijas, dos pares de zapatos, un radio, dinero, una muleta, una botella de tequila, un par de revistas, una bolsa con 250 miligramos de gel antibacterial, doscientos pesos y una bolsa de pan que le habían dado de caridad. Dice que llegó una camioneta y se lo llevó.
Él estaba sobre avenida Juárez, borracho y no tuvo fuerzas para decirles que no. Del cuello le cuelga el mismo cubrebocas desde hace una semana, ya no se molesta en ponérselo. Antes solía visitar las bibliotecas cercanas para usar los sanitarios, asearse y leer los periódicos. Conseguir agua limpia es difícil, él prefiere gastar el poco dinero en un taco o en la bebida destilada más barata que encuentre. Ahora permanece aquí todo el día, su cuerpo pegado contra un muro como si con su espalda sostuviera el edificio entero.
–Sé que está cabrón el bicho –dice–. Lo que me queda es quedarme quieto, muy quieto. Intentar mantener distancia.
Ya llegó la policía
Actualmente, explica Lorena Paredes, de Psicocalle Colectivo, con el pretexto de evitar aglomeraciones y contagios de coronavirus, las autoridades han comenzado a retirar a las personas que acampan en las calles. El argumento es que no puede haber más de cinco personas juntas en el espacio público. El problema, agrega Luis Guerrero, es que estas estrategias para disolver los campamentos callejeros son agresivas y no existe un protocolo efectivo para apoyar a la gente y reubicarlas en algún otro punto seguro.
Otro fenómeno que podría incrementar las agresiones, explica Ricardo Aquino, también integrante de Psicocalle Colectivo, es que los habitantes de la calle comenzaron a desplazarse a otras colonias: “yo vivo en Iztapalapa, donde normalmente contaba dos o tres personas en calle. Hoy conté trece personas y esas trece están buscando resguardo en el parque o en algún punto en donde se puedan quedar, porque los corrieron de otros sitios… pero tampoco aquí pueden, ya llegó la policía porque hubo un reporte para que los retiraran”.
Aquí ya no se puede dormir
Cinco policías descienden de tres patrullas, uno de ellos dice que tienen que irse. Que no pueden estar aquí. Que algún vecino los reportó y que representan un riesgo. Y que no importa dónde pero váyanse donde no los vean. Aquí ya no se puede. Vivir en la calle y en grupo ya no es una opción. Es 8 de mayo. Desde hace décadas la esquina de Balderas y Artículo 123 ha estado ocupada por campamentos de personas sin hogar. Los acusan de consumir solventes. Además, cocinan caldos en parrillas sobre el asfalto y organizan cascaritas de futbol por las noches. Las autoridades han hecho de todo para intentar desplazarlos desde hace años –instalar estaciones de Ecobici o asignar policías de tiempo completo para cuidar una improvisada galería urbana–. En redes sociales algunos vecinos celebran que las calles estén por fin vacías de “esa gente sucia”.
“Somos calle”
Un policía patea a un hombre frente a la Iglesia de la Conchita, en el Centro Histórico. Dicen que alguien lo denunció por fumar marihuana. Un puñado de vagabundos sale a defender al compadre. “¿Pues cómo así? ¡Somos calle!”, dicen. El uniformado solicita refuerzos por radio, en minutos llegan otros dos en una patrulla. Van armados. Sin diálogo de por medio, uno de ellos saluda al hombre de un derechazo en el rostro. El acusado –Gerardo Martínez, se llama– cae, tiene 82 años y está lisiado de las piernas. Dos jóvenes en bicicleta intervienen, uno de ellos prende una cámara de video y alcanza a grabar algunas palabras:
–¡Defienda cosas buenas, señorita, no estas cosas que se están drogando!
–Tu trabajo no es pegarle –responde ella.
Es 17 de abril, la pandemia de SARS-CoV-2 registra cientos de muertos y las calles ya han comenzado a vaciarse.
Quien defiende al hombre con discapacidad es Brenda Raya. En unos días más estará sirviendo un centenar de porciones a la población de calle afuera del Mercado 2 de Abril, que se acabarán en un chasquido.