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El día que amaneció dos veces

El Centro Histórico: pese a restricciones, la venta no se detuvo

Carlos Acuña, reportero / Corriente Alterna el 10 de enero, 2021

Tiene quince años, estudia en una vocacional del Instituto Politécnico Nacional. Pasa sus vacaciones erguida en la acera muy pegada a la pared de la calle San Jerónimo, cerca de La Merced. Además de invitar a los clientes a mirar o probarse botas y chamarras de cuero, su trabajo es mantenerse atenta a los muchachos que, más o menos cada hora, pasan de prisa alertando al personal: “¡A’i vienen, a’i vienen!”. Entonces, entra con prisa y le dice a Estela, su madre y encargada del local, que cierre la cortina. Ella espera afuera. Luego de cinco o diez minutos avisará con un par de patadas sobre el metal gris que ha pasado el peligro.

“Los del ‘chalequito verde’, les decimos”, cuenta Estela, refiriéndose a las brigadas del Instituto de Verificación Administrativa de la Ciudad de México (Invea), y explica que tampoco es que pase mucho si los sorprenden con la cortina abierta: “Nos llaman la atención, una vez, dos veces. La tercera vez, ahí sí ya sí te cierran”.

En palabras de Estela, la dinámica parece un juego: las autoridades quieren pensar que todo está cerrado y que no hay venta. O necesitan que en sus fotografías de registro aparezcan las cortinas cerradas. Así que los comerciantes mantienen los negocios a medio abrir para, cada tanto, bajar las cortinas de golpe durante algunos minutos. A veces, algún cliente se queda adentro y hay que cuidar, todo el tiempo , que no se le ocurra quitarse el cubrebocas. 

Comunicados con walkie-talkies los vendedores callejeros han aprendido a anticipar, desde hace décadas, la llegada de las brigadas de inspectores. Los dueños de las cervecerías clandestinas suelen tener el poder de “adivinar” qué día de la semana habrá un operativo para clausurar locales con venta de alcohol sin permiso. Y cualquier vecino sabe dónde conseguir cerveza durante la Ley Seca. El deporte de torear a las autoridades es viejo para buena parte de quienes comercian y viven en el Centro Histórico pero desde abril de 2020 los talabarteros de la calle de San Jerónimo, los vendedores de refacciones de electrodomésticos en Artículo 123 y hasta los de instrumentos musicales en Bolívar, lo han practicado.

–Al principio, por abril y mayo, sí suspendieron a varios negocios —dice Estela—. A nosotros nos amenazan con cerrarnos, y a quienes venden en la calle les decomisan la mercancía de vez en cuando, como para mostrar músculo.   

Según datos de la Autoridad del Centro Histórico, para la última semana del año se habían emitido 157 avisos y 55 “apercibimientos” a locales “no esenciales” en las calles del primer cuadro del Zócalo capitalino. A finales de 2020 la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) estimaba que el “semáforo rojo” declarado en diciembre pondría en riesgo a más de 10 mil negocios en la capital. Es decir, que se sumarían a las zapaterías, restaurantes, cafeterías, centros culturales, cantinas y tiendas de todo tipo que ya se declararon en quiebra en esta zona del Centro. 

Antes de diciembre se contaban casi 50 mil unidades económicas perdidas, según la misma Coparmex, y la Cámara de Comercio, Servicios y Turismo de la Ciudad de México pronosticó una pérdida de 48 mil 554 millones de pesos en ventas. El sector turismo registró 54 mil 930 millones de pesos menos que en 2019; una pérdida del 66%, de acuerdo con la Secretaría de Turismo local.

Apenas el 7 de enero la industria restaurantera publicó un desplegado en periódicos nacionales: “este es un llamado de auxilio”, decían tras anunciar que más de 13 mil establecimientos en el Valle de México habían tenido que al cumplirse casi diez meses de contingencia. Agotados los ahorros y la paciencia agotada de socios y acreedores, “tenemos el agua hasta el cuello porque debemos seguir pagando impuestos, licencias, servicios”.

—Este año ha sido el peor de todos —cuenta Estela, lleva un arete de plata que le cubre la mitad del pabellón de la oreja, los labios pintados de lila—. Aquí vendemos al mayoreo y vendemos a todos los estados, así que estoy acostumbrada a sentir cualquier crisis. Que si hay inundaciones en Tabasco, aquí lo sentimos porque tenemos clientes allá. Que si hay desabasto de gasolina, aquí se siente. Y si hay un terremoto en la Ciudad de México, por supuesto que bajan las ventas. Pero este año fue devastador. Los comerciantes tenemos contagios cercanos. A estas alturas todos tenemos muertos, o enfermos, pero no podemos cerrar de nuevo. Sabemos que hay quienes están luchando por la vida en los hospitales; también nosotros estamos luchando por la sobrevivencia en nuestras casas.

Por estos mismos días, el portal de datos de la Ciudad de México registraba en los alrededores de esta calle, San Jerónimo, poco antes de Plaza San Juan, 98 vecinos residentes confirmados como casos activos de Covid-19; esto sin contar a la población flotante. 

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Formas de desesperarse

Aunque las calles principales del Primer Cuadro lucen desoladas y casi vacías, en otras, las aglomeraciones se multiplican. Los comerciantes aprovechan cualquier espacio para desplegar legos, tablets, plumones, cualquier cosa.

Foto: Carlos Acuña

Tan solo en los 200 metros que dividen San Pablo de Pino Suárez, todavía sobre la calle San Jerónimo, hay una mujer que vende mazapanes, dos por cinco pesos; un anciano que ofrece nueces, botanas, cacahuate japonés, dorado y tostado (llévele-llévele) un puesto que exhibe caretas protectoras otro más, cubrebocas KN-95; en una mesita se ofrecen cordoncitos para los lentes, cigarros “de a cinco y de a seis”; bufandas, loterías, damas chinas y calendarios; también hay un mago que hace trucos con una moneda de a dólar en las escaleras de una Farmacia Similares y un anciano que camina vendiendo “camarones a la diabla” en una cubeta. 

Allí mismo hay locales donde venden tortas calientes y abarrotes, una talabartería, una tienda de estambres y otra de ropa, un W.C. que anuncia en una cartulina fosforescente “¡Limpieza Extrema!”; un minisúper Don Pepe, un “gran surtido de agendas y directorios telefónicos”, un consultorio médico y una primaria pública (ambos cerrados); un hotel y varios locales de productos de limpieza con las cortinas a medio abrir.

No puede faltar, desde luego, una taquería que además del bistec, bistec con queso, longaniza y campechano, vende soles y lunas de barro a 100 pesos. Todo aquí parece estar en venta. En ciertas zonas del Centro vender es más que una forma de ganarse el pan. El comercio es una identidad, un orgullo colectivo que atraviesa generaciones. Al menudeo y al mayoreo, para clientes del rumbo, de toda la ciudad y de buena parte de los estados de la república. Por eso, estas muchedumbres apretadas deben leerse también como una secuela más de la pandemia y en cómo afecta directamente a un gremio. La desesperación económica que llegó a las calles.

“No venga usted a pasear al Centro Histórico”

–Esta es una crisis gigantesca, social y económicamente.

Quien habla es Rodrigo Díaz, subsecretario de Planeación, Políticas y Regulación en la Secretaría de Movilidad (Semovi); él es uno de los responsables de implementar las restricciones en la movilidad en la ciudad.

–Por medio de la Autoridad del Centro Histórico y de Secretaría de Gobierno hemos estado en constante contacto con todos los comerciantes del Centro. La zona nororiente, por su dinámica comercial, es la más complicada. Claro, algunos comerciantes nos quieren matar por estas medidas. Y entendemos su molestia: su situación es desesperada, pero al mismo tiempo tenemos que velar por la salud pública.

El gobierno capitalino lo ha intentado todo. Desde reducir los horarios de la apertura de locales  de 11 a 5 de la tarde, para evitar saturar el transporte público durante las horas pico, hasta alternar la apertura de negocios por días pares y nones. A partir de la reapertura en junio, se cerraron estaciones de metro al mismo tiempo que se reconvirtieron 11 mil metros de calle para limitar el espacio vehicular y cederlo a los peatones; en otros 13 mil metros de calle se impidió por completo la circulación de autos.

Comerciantes del Centro Histórico
Foto: Carlos Acuña

Si una semana típica del año 2018 registraba un promedio diario de 395 mil personas arribando a cada estación del metro en el Centro Histórico, durante la pandemia, este número se redujo en un 30% incluso en los días con más gente. El 18 de diciembre, día en que se declaró el semáforo rojo, se registró el ingreso de 6 mil 800 personas por minuto; dos días después se registraban apenas más de mil personas, de acuerdo a la Secretaría de Gobierno de la capital.

–No se trata de incomodar porque sí –explica Rodrigo Díaz–. El cierre de estaciones del metro, el cierre de ciertas calles, las restricciones de circulación sirven para enviar un mensaje: “por favor, no vaya al Centro; y si lo hace que sea exclusivamente a lo necesario”. Y es que es el gran espacio público urbano de la ciudad. La gente va al Centro a hacer compras, pero también va a pasear, a comer y a otras actividades no planeadas. Interponer barreras para el flujo vehicular o cerrar algunas calles a peatones es una manera de desincentivar las salidas. “No venga usted a pasear, diríjase rápido a su lugar de destino”. Creemos que funcionó.

Tras 10 meses de emergencia sanitaria en la Ciudad de México, con la economía y el sistema hospitalario al borde de la crisis, Rodrigo Díaz piensa que de algo deben servir a futuro las decenas de configuraciones de cierre de calles y cambios viales que tuvieron que implementar y adaptar a lo largo de la pandemia:

–Lo digo con todo el respeto del mundo a esta situación: esto ha sido un laboratorio fascinante. Hay ya pláticas con la jefa de gobierno sobre cómo usar toda esta información tan valiosa que recabamos: ahora tenemos la evidencia de que es posible peatonalizar más calles del Centro o limitar la circulación de automóviles en ciertas zonas, buscar un Centro Histórico más saludable. 

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El indisciplinado Centro Histórico

Karen Natalia, comerciante y vecina de la calle del Carmen, está convencida de que las autoridades no conocen muy bien las dinámicas que atraviesan la zona comercial del Centro Histórico. Por más restricciones que impongan, los comerciantes seguirán llegando a surtirse. Antes, explica, los comerciantes preferían pagar 30 pesos para usar el Metrobús que transita de Aeropuerto a Buenavista por la línea 4; las unidades suelen ir con poca gente, debido al alto precio, así que ellos podían transportar mejor sus bultos y ahorrarse lo del taxi. Pero las autoridades suspendieron ese servicio además del acceso vehicular, sin ofrecerles alternativas. La consecuencia, narra Karen, fue que se saturó la única ruta de Metrobús disponible, convirtiéndolo en un foco de contagio. 

–He vivido toda la vida en el Centro. Aquí todos sabemos que los días previos a Día de Reyes son los más pesados, siempre. Al reducir los horarios de servicio y los accesos, al cerrar buena parte de los comercios, pues la gente comenzó a amontonarse. Y lo hizo en los pocos lugares disponibles para comprar: se saturaron las salidas, las entradas, los puntos de venta… No es que hubiera más gente, es que había más cuellos de botella. En todo el tiempo que llevo aquí, nunca había visto tantas aglomeraciones, no así de grandes.  

Quienes viven rodeados por el enjambre humano que provoca el intercambio de mercancías aprendieron a modificar sus horarios cotidianos. Para evitar muchedumbres, los residentes del Centro Histórico aprendieron a evitar ciertas zonas y ciertos horarios durante la emergencia sanitaria. Pero los bloqueos policiacos, instalados desde el 18 diciembre en todo el Primer Cuadro y en Avenida Juárez, convirtieron el barrio en un laberinto.

—Todo está cerrado —dice César, vecino de la calle Leona Vicario, muy cerca de Plaza Loreto—. Si quiero llegar por San Ildefonso hacia mi casa, ya no puedo hacerlo. Tampoco por Donceles… ni por Palma o Belisario Domínguez. Cada que salgo tengo que dar rodeos enormes y pasar por toda la zona de vendimia en Eje Central, exponerme. Es peligroso, es absurdo.

Pese a todo ello, durante los días que precedían a Navidad y Día de Reyes las aglomeraciones fueron comunes. Si se cerraba la Plaza Verde, a espaldas del Mercado Abelardo Rodríguez, los comerciantes salían a las calles. Si se evacuaban vendedores ambulantes de un callejón, pronto se llenaba de personas cobrando por estacionar autos. En más de una ocasión los vendedores de la calle Colombia tomaron el control de todo el espacio durante varias horas, impidiendo el tránsito vehicular. Tianguis feministas aparecieron en Avenida Juárez, romerías de comida en Doctor Mora, vendedores de videojuegos y gadgets en la calle Buen Tono, cada esquina de Eje Central se aprovechó para instalar mantas con mercancía. La indisciplina y el desparpajo ciudadano se impusieron ante cualquier intento por normar el uso del espacio público.

¡Guarde sana distancia, oficial!

En la esquina de Eje Central y República del Salvador un hombre en bicicleta acaba de estamparse contra una mujer policía. Son las tres y media de la tarde. El hombre intenta recoger un paquete que ha comprado, vía telefónica, a una tienda departamental que se ubica justo unos metros más adelante; pero una valla de policías le impide el paso. Al parecer, el ciclista pensó que era una buena idea aprovechar que, cada diez minutos, los policías abren el retén para permitir el paso del Metrobús. Sin embargo, cuando intenta escabullirse, el cuerpo recio de una uniformada se estampa contra él.

—¡Le dijimos que no está permitido el acceso, señor! —dice ella, dos ojos bien delineados detrás de un cubrebocas negro y una careta transparente. 

—¡Guarde sane distancia, oficial! —dice el ciclista mirando al Metrobús que se aleja atiborrado de gente.

Un poco más al norte, en el ingobernable barrio de Tepito, el gobierno capitalino realizó un operativo para intentar “disuadir” a más de 130 mil personas que acudieron a comprar juguetes para el Día de Reyes. “Normalmente, a esta venta de juguetes van alrededor de medio millón de personas”, matizó la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum. 

Una piñata en el barrio

El Centro no cerró nunca por completo. Durante los pasado diez meses siempre hubo, cada tres cuadras, algún bar o terraza que ofrecía servicio en mesa de manera clandestina. Algunos antros cerca de Santo Domingo operaban con música a todo volumen –lo cual se explica, según el imaginario vecinal, con cuentos contradictorios que involucran a los cárteles locales–. Todavía a principios de enero, una cantina enorme ofrecía servicio de puertas hacia dentro: sólo había que enviar un mensaje de WhatsApp para que un mesero abriera la puerta. En las esquinas de Regina un par de sujetos preguntan a los pocos peatones si buscan un lugar o una terraza, algo de comer, algo de beber.

En una esquina al norte del Centro, en una zona todavía aislada del impulso turístico, hay una cortina a medio abrir. Adentro, algo parecido a una cantina desvencijada: un refrigerador, una barra, algunas sillas. El lugar está lleno de tiliches. Hay una rocola llena de polvo rodeada de mesas rotas, sillas y bultos apilados: son los restos de algunos de los restaurantes que han cerrado en los últimos meses. Los que quebraron antes y durante la pandemia. Es un sitio oscuro y los únicos que beben aquí son los ancianos de la cuadra, quienes acuden a ver televisión en silencio desde la mañana hasta el anochecer. Gente que vive sola, sin familia, y que, en medio de la emergencia, decide estar junto a sus pares, ser mirados, decir: “aquí seguimos, cómo no”. 

Son las ocho de la noche. Afuera, en la calle, un grupo de niños ha bloqueado el paso a los vehículos con sus bicicletas: alguien ha traído una piñata al vecindario. La policía los mira sin hacer nada. Pronto será Día de Reyes.