“Me dicen que salvar vidas me llevará a la tumba”. Enfermeras ante el coronavirus
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Las enfermeras son la fuerza y el corazón del sector salud en la pandemia. Pero son altamente vulnerables a los sueldos bajos, el agotamiento por la sobrecarga de trabajo y las agresiones dentro y fuera del hospital, además de que son susceptibles al contagio de Covid-19 si no cuentan con equipo suficiente. En estos testimonios recabados por becarios de Corriente Alterna, cuatro enfermeras narran la pandemia desde su perspectiva personal, laboral y humana, y cuentan por qué arriesgan su vida para salvar la de otros. 

Sábado, 13 de junio de 2020.

“Desde que llegó el primer caso, me sentí una bomba de tiempo

Vanesa S., Hospital General de Zona 71 del IMSS, Chalco, Estado de México. 

Desde marzo ha sido como estar perdida en un mar de emociones. Al principio todo siguió igual, en el hospital sólo adaptaron un área para posibles infectados, algo un tanto improvisado. Pasando marzo nos llegó un caso probable que luego resultó ser una influenza simple. Sólo entonces empezaron a modificar seriamente el hospital, todo sobre la marcha. Casos y más casos confirmados empezaron a llegar. Ahora tenemos 75 camas, todas ocupadas. Apenas fallece alguien, otro cuerpo lo sustituye. 

Desde el principio pedimos equipo de protección. Las autoridades nos escucharon muy atentos pero al final fuimos nosotras quienes compramos las mascarillas N95. Decían que no eran necesarias. Cada enfermera compró también sus overoles, sus caretas, los goggles, porque lo que nos dieron no eran de buena calidad. No se nos dio capacitación hasta mucho tiempo después. Si tú me preguntas si estoy, así, súper capacitada y si conozco todos los riesgos yo te respondería que no. Buena parte del personal nos sentimos así.

Foto: Gabriela Pérez Montiel / Cuartoscuro

El 20 de mayo pasado mis compañeras se manifestaron frente al hospital. Dijeron que no se daban abasto para atender a todos los pacientes: los que llegan con Covid-19 y los demás. Médicos y enfermeras nos hemos contagiado ya, algunos están en cuarentena o a punto de regresar. En otros hospitales han muerto compañeros. El estrés laboral es bárbaro. Algunos médicos internistas deciden usar sus días de vacaciones para recobrar un poco de fuerzas. Es demasiado. 

Desde que llegó el primer caso empecé a sentir una bomba de tiempo. El hospital nos pidió no usar el uniforme fuera de las instalaciones porque hay trabajadores que han sufrido agresiones. Yo manejo, así que no tenía mucho problema. Procuraba darle ride a mis compañeras para no exponerlas. Fue a finales de abril cuando presenté síntomas.

Cuando recibes los resultados piensas lo peor. “¿Voy a salir de esta?” No lo sabes. Es desesperante porque además de morir está la posibilidad de contagiar a los otros. Yo tengo un hijo asmático, mi mamá ya es una persona grande. En ese instante no sabes si los volverás a ver. 

Esta es una enfermedad de fatiga. Una enfermedad seca. Pierdes la mucosidad, la fiebre te deshidrata y te llena el cansancio. 

Me dieron 21 días de incapacidad, no más. El seguimiento era vía Whatsapp y lo único que me dieron fue paracetamol, porque no había otra cosa. Fue agotador. Por momentos mi fiebre llegaba a los 40 grados, no bajaba y el paracetamol dejó de hacer efecto. Yo veía la cara de desesperación de mi hija, la que se ofreció a ayudarme. Yo sólo le decía que estaba muy débil. 

No acabé en el hospital. Hice todo lo posible para que no llegara ese momento. Pero ahora tengo que volver a trabajar sin que me hayan hecho una revaloración y nadie toma en cuenta mis secuelas: tengo 45 años, los pulmones hechos trizas después de pensar que moriría de ahogo y sin que me dieran los medicamentos adecuados. Además, como una consecuencia secundaria, tengo hipertensión. Yo estaba sana. ¿Qué voy a hacer con esto?

Después de dos meses por fin pude ver a mi familia: apenas me vio, mi hijo el más pequeño, de siete años, quiso abrazarme. Me dolió que sintiera el rechazo, porque tuve que detenerlo. “Ah, que me puedes contagiar, ¿verdad?”, me dijo. Hasta este momento no hay un apoyo psicológico para desahogar tanta presión.

El plantón que hicieron mis compañeras fue por todo esto. No sólo para que nos brinden el equipo necesario, sino para que contagiarse de Covid-19 sea reconocido como riesgo de trabajo: así nuestro pago sería del 100 por ciento en caso de contagio, no del 70 por ciento como si fuera cualquier otra enfermedad. Dicen los representantes de la delegación sindical y las autoridades del instituto que se nos pagará completo pero todavía tenemos muchas dudas. Estamos trabajando enojadas. 

(Karina Feliciano, becaria)


“Soñaba que se me rompía el cubrebocas y me infectaba de coronavirus” 

Teresa Contreras, enfermera del Hospital de Especialidades MIG, Gustavo A. Madero, Ciudad de México.

En marzo, al iniciar la contingencia, en el Hospital de Especialidades MIG ni pacientes teníamos. Yo no creía que estuviera sucediendo la pandemia. Éramos cuatro enfermeros por turno, si acaso llegábamos a tener un paciente, pero ninguno con Covid-19. Las primeras semanas de abril la carga de trabajo empezó a ser excesiva. Yo creo que, como comenzaron a llenarse los hospitales públicos, la gente tenía la necesidad de acudir a los privados.

En el hospital no nos dieron el equipo de protección adecuado, solamente un cubrebocas de los comunes. Atendíamos a pacientes que llegaban, aparentemente, por alguna otra enfermedad. Pero a través de pruebas de laboratorio nos dábamos cuenta de que estaban contagiados de Covid-19. 

Para ese momento ya teníamos el cupo lleno. En urgencias contábamos con seis camas. En terapia intermedia, con ocho. Y solo teníamos seis ventiladores para todos los “pacientes respiratorios”. Se necesitaba una enfermera o enfermero por cada contagiado, por lo que algunos doblaban turno con el fin de apoyar.

Tanto los pacientes como nosotros comenzamos a tener miedo. Luego de una semana de atender a los contagiados sin el equipo adecuado, me dio fiebre, gripa y me dolía muchísimo la cabeza. Un día me vieron tan mal que me regresaron a la casa y me dieron incapacidad. 

Regresé después de un par de semanas; tengo 32 años. El hospital, que para mediados de abril ya era Área Covid-19, subió el precio de las consultas de 600 a 1,300 pesos. Con ese aumento nos compraron cubrebocas N95, el uniforme tyvek ––que parece de astronauta–– goggles, guantes, botas y gorro. 

Teníamos miedo. Si no nos quitábamos el traje con la técnica adecuada nos podíamos contagiar. 

El primer ataque de ansiedad se presentó un día que me tocó estar en el área de hospitalización, donde se encuentran los pacientes contagiados de Covid. Recuerdo ver mis goggles empañados de lo acelerada que estaba mi respiración y sentir el ardor en mis ojos por el sudor cayendo dentro.

“¡Ya, me voy a salir de trabajar!”, grité a mitad de mi crisis de ansiedad. 

“No, Teresa, no te vas a salir. Cálmate. Respira lento. Por hoy ya no veas pacientes”, me decía mi compañera de turno. 

Cuando me metí a bañar en las duchas del hospital estaba hecha un mar de lágrimas. 

Mis compañeros y yo nos reunimos para exigirle a Dirección General que nos diera un bono por riesgo o dos días de descanso. Tajantemente nos dijeron: “No hay bonos, no hay nada”. Uno a uno comenzó a renunciar, lo que ocasionó que cada enfermera tuviera atender hasta tres pacientes graves por persona.

En mi última guardia en el MIG, en el turno de dos de la tarde a nueve y media de la noche, recibimos ocho pacientes, de los cuales tuvimos que intubar a dos.

No soportaba más. No podía descansar. Me dolía todo, tenía bolas por tensión en la espalda, no podía acostarme, no me acomodaba de ninguna forma para dormir. En la noche me daba fiebre. No podía conciliar el sueño. Cuando por fin podía dormir, soñaba que se me rompía el cubrebocas y me infectaba de coronavirus.

Hablé con mi familia, con mi esposo, les dije que me iba a salir de trabajar porque no me sentía segura. Estaba intranquila y la carga de trabajo era mucha. Ellos me apoyaron. Renuncié. Después de eso todos los del turno vespertino renunciaron, incluso mi jefa directa. 

Una de mis excompañeras me recomendó que me metiera a trabajar en la Unidad Temporal Covid-19 del Centro Citibanamex, ubicada en avenida del Conscripto, en la alcaldía Miguel Hidalgo. Lo hice. Aquí está muy tranquilo, los pacientes son estables: no están intubados, solo necesitan oxígeno, que los chequemos de la temperatura, que les demos paracetamol. 

Nuestros turnos en Citibanamex son veladas de 8 de la noche a 8 de la mañana cada tercer día. En las dos horas que nos dan de descanso, tendemos en el piso del almacén unas cobijitas para dormir. Luego nos dan de comer. Podemos cambiarnos el uniforme dos veces por guardia, y tenemos libertad para ir al baño. Cuando acaba la jornada, entregamos a los pacientes a los del turno matutino, salimos, nos bañamos y nos dan de desayunar.

En el MIG, donde trabajaba antes, me pagaban 10 mil pesos y ahora estoy ganando 28 mil mensuales, aunque el trabajo es por tres meses. Así como están mis guardias me siento tranquila. El cambio es enorme. Al menos ahora puedo dormir.

(Metztli Molina, becaria) 

“Ayúdame a sobrellevar esto”

Alma Monserrat Olivia Tapia, enfermera en el Hospital Español, en Polanco. 

Foto: Cortesía de Alma Montserrat Olivia

El equipo es muy incómodo. Incluso nosotros perdemos saturación de oxígeno porque nos cubre cada parte del cuerpo y es difícil respirar. 

Nuestra jornada laboral empieza a las ocho, a esa hora ya tienes que estar con tu uniforme blanco. Se trata de una pijama quirúrgica, se usa sin ropa interior abajo si es posible. Te calzas unas botas para proteger los pies y una bata desechable, luego un par de guantes pegados a esa bata. El cubrebocas N95. Unos goggles a los cuales hay que ponerles jabón en la parte de adentro para que no se empañen. Tu gorro. Otro par de guantes. Encima de todo, otra bata. Sólo entonces entras al área.

Desvestirte requiere su propio procedimiento. Debes quitarte las botas y luego los goggles para dejarlos caer a un recipiente con cloro. El protocolo es bañarse tres veces antes de salir del área. Te dan una bata y unas sandalias, te metes a bañar otra vez y hasta el tercer baño es en donde ya usas tu champú o lo que tú lleves; antes, debes lavar tu piel con jabón esterilizante.

Cuidar a los pacientes es pesado. Hay que manejar su medicación, su higiene personal. Ese es el trabajo de una enfermera. A veces llegan a desquitarse con nosotros, nos dicen: “ya no quiero esto, señorita”. Tratamos de animarlos, de decirles que a lo mejor no hay cura, porque no la hay, pero que no deben de perder la esperanza. Ese también es el trabajo de una enfermera. Todos los pacientes tienen oxígeno, puntas nasales o tubo. Llegan con una tos que a veces los desmaya. Se les pasa su comida aislada en bolsa desechable. Agua, porque les da mucha sed a los pacientes que se logran estabilizar. Los bañamos con toallitas húmedas porque mover a un paciente sedado puede requerir hasta siete personas. 

La institución donde yo trabajo nos está brindando lo necesario: asilo, comida, etcétera. También nos dan una terapia en grupo de cuatro personas, con su sana distancia: allí hablamos de todo, hasta del estrés que provoca el sudor que se te mete a los ojos y no poder rascarte, no poder secarte. Son detalles que a veces agotan. Tengo compañeras que están en otros ámbitos, en el IMSS y en la Secretaría de Salud, donde batallan para cuidarse, tienen que fabricar ellas mismas sus cubrebocas, no hay batas, no hay caretas. 

La mayoría de los pacientes ingresan con la idea de que el virus no es real, porque en su colonia no ha habido ningún caso. Que no es cierto, dicen. Hasta que lo viven, y la pasan mal entienden que es cosa seria.

El momento de mayor estrés es cuando un paciente cae en paro respiratorio: ahí es cuando todo se viene abajo. Cuando tu paciente ya no está saturando a pesar de que le pones todos los apoyos respiratorios, o cuando tratas de ponerle los medicamentos para acelerarle el corazón, para que se estabilice y, a pesar de todo, no se recupera. Entonces viene la lucha entre los médicos que intentan reanimarlo. Tener una vida en tus manos es demasiada presión, como enfermera sientes se viene abajo el piso. Hay pacientes que están aislados desde hace mucho tiempo en el hospital. Ellos nos dicen algo todos los días:  “Ayúdame a sobrellevar esto”. Eso nos piden.

(Asunción Cabrera, becaria)

“Soy enfermera para ayudar, no me curé para estar guardada”

Angélica María Boyso Ruiz, enfermera del hospital Primero de Octubre del ISSSTE. 

Tengo 35 años. Me contagié en el Centro de Cirugía Ambulatoria (CCA) del Hospital Regional Primero de Octubre del ISSSTE, en la Gustavo A. Madero. Comencé a presentar síntomas los primeros días de abril. Cuando eso pasó no me quisieron hacer la prueba. Me dijeron que se trataba de una complicación de mi asma.

Las pruebas estaban contadas para personas con cuadros severos. Me mandaron a la casa con paracetamol y mis inhaladores con salbutamol.

También me vio mi cuñado, que es médico. Él me puso suero, yo estaba muy deshidratada y con deficiencia respiratoria. Estuve en casa recuperándome y cuidando de mis hijos por casi dos meses, que se me hicieron eternos. 

Mis tres hijos se contagiaron.

Mi sobrino, que vive en una casa aparte, nos traía comida. Mis hijos y yo estábamos encerraditos, no salíamos ni al patio. Así y gracias a los medicamentos nos pudimos recuperar. 

A algunos empleados del CCA nos mandaron a la casa a tomar cursos de capacitación en línea porque los quirófanos estaban en reparación. Yo no me aguanté. Pudieron más mis ganas de trabajar. Fue cuando me enteré de las contrataciones del IMSS.

Entré a trabajar el viernes 29 de mayo a un hospital Covid, a la Clínica 48, de San Pedro Xalpa, en Azcapotzalco. Firmé un contrato que termina el 15 de junio con posibilidad de renovación. Mi plan es trabajar como enfermera en ambas clínicas si no se empalman los horarios. 

En la clínica hay cuatro áreas Covid, aunque están preparando una quinta, pues está saturado. Falta personal y siguen contratando. Es raro, pues han rechazado personas, otras obtienen el trabajo y no se presentan o dejan de ir, me imagino que por miedo. De cada 10 pacientes ocho son hombres. Todos los que me han tocado han sido adultos, desde 40 hasta un señor de 85 años que sigue internado. Hace unos días hubo dos pacientes en estado crítico, uno con respirador y otra que su nivel de saturación de oxígeno era del 60 por ciento. Un día antes, sólo en mi área, murieron cuatro personas: dos hombres y dos mujeres.

Cuando alguien muere se avisa a familiares y comienzan los cuidados post mortem, se amortaja y se limpia el cuerpo. Estamos en un momento de batalla, pero siempre doy un trato digno, profesional y respetuoso al cuerpo. 

Cuando salgo de la clínica, después de un segundo cambio y baño, llevo mi uniforme en la mochila. El día de ayer no me cupo mi uniforme y guardé mis zapatos en una bolsa de plástico. Noté que las personas me veían raro. En el metro llevaba la bolsa en la mano, las personas se alejaban de mí como si fuera a contagiarlos. 

En la clínica 48 me pagan cuatro mil 975 pesos quincenales y solo cobraré un cheque. Cuando finalice mi contrato regresaré al CCA y, si se puede, los fines de semana me quedaré en la Clínica 48. No me sentía cómoda en la casa, soy enfermera: estudié para ayudar, no me curé para estar guardada. Después de que se curaron mis hijos regresé contenta. 

Desde mediados de marzo no he visto a mi mamá ni a mis hermanas, pero a diario les hablo. Ellas me dicen por teléfono que por qué arriesgo la vida por gente que ni conozco. Les respondo que porque me gusta ayudar, que soy enfermera. Ellas se preocupan, se lamentan por mí. Me han dicho que salvar otras vidas me llevará a la tumba. 

(Pablo Padilla, becario)